La primera vez que viajé sola en tren, sin la vigilancia de padres o profesores, no imaginaba que los siguientes trenes en mi vida perderían el halo romántico y ensoñador para convertirse en un tren de cercanías, abarrotado en horas punta y con retraso la mayoría de las veces.
Ese primer tren a los diecisiete años provocó en mí un efecto profundo y duradero, de manera que las estaciones se convirtieron en el lugar propicio donde debían suceder cosas extraordinarias, o al menos significaban la puerta de salida hacia lugares habitados por gente encantadora. El primer viaje me llevó a Francia, cerca de la abadía de Cluny. Después de catorce horas de tren, llegué a Mâcon.
A las cinco de la madrugada, con una mochila a la espalda, me encaminé por un andén desierto en dirección a la cantina. Este recuerdo es en blanco y negro, como si fuera una escena de la película Breve encuentro de David Lean. En aquella época no había visto la película ni sabía quién era su director, así que doy por probable que mi recuerdo es una recreación personal, pero no importa porque no existen recuerdos fidedignos, según explica la actual neurociencia.
Abadía de Cluny |
Nuestro cerebro edita la memoria, forma parte de una de sus funciones. Lo hace continuamente, de manera que hemos de aceptar que los recuerdos son el resultado de los retoques manejados por las emociones que sentimos en el momento de evocarlos. Me parece un hallazgo maravilloso que certifica la capacidad creativa del cerebro; y también es un poco estremecedor porque los sentimientos manipulan la memoria. Hoy, cuando rememoro el primer viaje en solitario, lo lleno de detalles enternecedores.
Las sillas y mesas de la cantina, tan limpias y de color verde musgo; la camarera, una señora casi anciana que me recordaba a alguien conocido. La veo en mi recuerdo –editado y reajustado en esta tarde de lunes- con un limpio delantal de florecitas y una sombra de bigote en su rostro sonriente. En la madrugada lluviosa, pero acogedora, me sirvió un vaso de leche caliente y una tostada con mantequilla y mermelada de fresa, mange, petit.
Hablamos en francés, la señora me entendió a la primera. Esta parte del recuerdo me entusiasma y me asombra. Yo hablaba el francés que nos había enseñado una monja del colegio, que era de Palencia y muy enamoradiza, primero se ennovió con el fontanero y después con el profesor de matemáticas, para ser precisa y si mi memoria me engaña poco. Sor Adoración no explicaba gramática ni por asomo, nos enseñó a saludar, contar hasta cien y dos poesías que debíamos memorizar y recitar para aprobar la asignatura. Jamás las he olvidado, por lo visto mi cerebro no ha podido hacer de las suyas con las poesías porque las recito, aún hoy, perfectamente sin añadir ni quitar una palabra. La primera es de Verlaine: les sanglots longs des violons de l’automne blessent mon coeur d’une largueur monotone.
La segunda, de Éluard: Je te l’ai dit pour les nuages.Je te l’ai dit pour l’arbre de la mer. Pour chaque vague pour les oiseaux dans les feuilles.
Años más tarde, cuando el colegio desapareció y el solar se convirtió en un aparcamiento, una antigua compañera me dijo que todas las monjas habían dejado los hábitos. La mayoría se casaron, excepto una que se hizo monje de Montserrat y Sor Adoración, en su nueva circunstancia, Paquita. Durante una temporada fue adepta de los Niños de Dios, una secta que llegó a España desde Estados Unidos. Por lo visto, le costó dejar el mono de pertenecer a una congregación. Un día de julio del año 2000, entré en una zapatería, la dependienta se acercó sonriente para preguntarme si la reconocía. Por no desairarla le dije que sí, que la conocía, pero que no atinaba con su nombre. Yo era tu profesora de francés del colegio.