El otro día
rebuscaba en un baúl desvencijado donde guardo libretas viejas, estampas
y cualquier cosa que hace años me parecieron dignas de conservar. Durante
mucho tiempo había olvidado que el baúl estaba en un rincón del
trastero, la memoria lo había relegado a una zona mental en sombra, de manera
que cuando aparté una bicicleta vieja y un par de tablas de esquí de la época
de Amundsen, el baúl emergió como una joya roñosa de gran valor
sentimental. ¡Anda! ¡el baúl! dije en voz alta y me acerqué a él con
precipitación infantil, sin reparar que el canto de un somier se interponía
entre los dos, a la altura de la espinilla. El dolor fue intenso pero no
tanto como para hacerme olvidar mi objetivo, materializado en objetos con
mucho significado para mí, eso creía, pues de lo contrario no los hubiera
encerrado entre grilletes oxidados, dada mi naturaleza de cigarra tan contraria
a almacenar cualquier cosa que no tenga un uso definido e inmediato.
No desfallecí
ante el primer obstáculo: la cerradura estaba atascada, busqué a mi
alrededor hasta encontrar un viejo piolet. Con la escasa luz de la única
bombilla, descerrajé el baúl y ante mi apareció un sobre, tamaño folio, de
color rojo sin ninguna indicación en el exterior. No recordaba qué podía ser,
quizás unas instrucciones ¿tal vez quise advertir o dar explicaciones a quien
abriera el baúl, en el caso de que lo hiciera otra persona que no fuera
yo?
Me
saqué los guantes de jardinería para limpiarme las lágrimas con el
dorso de las manos, la espinilla no sólo latía sino que se regodeaba en el
dolor hasta hacerme llorar. Encontré una esquela recortada de La
Vanguardia del año 1984. Empezamos mal, me dije, leí el nombre del
finado, que omitiré por respeto y que no me provocó ninguna emoción porque en
ese momento no tenía pajolera idea de quién pudo haber sido y, sobre todo, qué
motivo tuve para conservar la necrológica dentro de un sobre rojo; también
había guardado un breve obituario del difunto, publicado en otro
periódico.
Mientras leía
las virtudes que adornaron al difunto y sus muchas actividades filantrópicas,
afloró una escena de mi pasado. Fulano de tal había muerto sin dejar
descendencia, ni testamento, su fortuna valorada en más de 1000 millones
de pesetas sería distribuida entre sus parientes, en caso de que hubiera
alguno, y pasado el plazo legal sin que nadie la reclamara acabaría en
manos del Estado. Recordé que en 1984, el difunto había estado en mi pueblo.
Ahondando entre las nebulosas de mi memoria, rescaté el día que lo conocí.
Fue
durante una cena de fiesta mayor; la imagen que recordaba era la de un
tipo raro y desagradable, un pobre infeliz que acababa casi todos sus frases
con un guiño seguido de un "estoy forrao" que siendo
verdad, luego lo supimos, sonaba a gran mentira como recurso para concitar
interés. Pocas semanas después murió, pero antes había donado cien millones de
pesetas para la investigación de una cura contra la enfermedad de La Tourette -él
la padecía- y otros cincuenta millones para construir un refugio para
animales abandonados.
Se había
hecho millonario con un negocio de chatarrería industrial. Apenas sabía leer y
escribir, su origen, mitad payo y mitad gitano, ahuyentaba a personas que
se tenían por mejor condición, era un desclasado que luchaba a
brazo partido, y a golpe de billetes, por conseguir el amor y la amistad de sus
congéneres sin conseguirlo.
Volví a
dejar los recortes de periódico en el sobre. El resto de lo que
encontré en el baúl fue a parar al contenedor de basuras porque nada de lo que
guardé años antes merece ser recordado. El sobre rojo, un corazón vivo,
duerme solitario en el baúl hasta que dentro de otros tantos años
alguien, con suerte tal vez yo misma, rescate su nombre y lo pronuncie en
voz alta como si fuera un rito mágico que pudiera borrar el desprecio de
una noche de verano.