Hace tiempo, pongamos a principios del siglo XVII, en esta parte del mundo, en Inglaterra, en toda Europa, se extendió el desánimo y la creencia de que el final de los tiempos se contaba en días. "Nací en la última era del mundo" escribió el filósofo John Donne, tan seguro estaba de que a la humanidad se le había agotado el tiempo. Y en ese pesimismo crecía, a pesar de todo, un impulso creador y optimista que barrió el miedo y la oscuridad. En 1620, Francis Bacon publicó su Novum Organum, en sus aforismos desdeña la desesperación, las falsas creencias mientras promueve el conocimiento de la naturaleza y el estudio de las causas objetivas sobre las que se apoya la ciencia. Nos dice que no hay límites para la inventiva y el ingenio humano. La promesa en un inagotable progreso humano viene de la conciencia en las propias facultades dirigidas a profundizar en el conocimiento de la naturaleza, incluido el ser humano.
La atmósfera social irradiaba optimismo, así, sin que hubiera mediado nada extraordinario en la vida de la gente, pero las ideas son poderosas y se contagian de la misma manera que la desesperación intoxica a comunidades enteras.
Hoy, entrado el año 2023, nos movemos entre oleadas de miedo y pánico ante futuras pandemias, guerras nucleares, cambios climáticos que conducirá a la extinción de la humanidad; sin olvidar la llegada de extraterrestres malos, volcanes terroríficos y todo eso trufado de las banalidades más absurdas propiciadas por las redes sociales. ¿Existe paralelismo entre el cambio de percepción en el siglo XVII y nuestra época?
Creo que sí, en aquellos tiempos que nos parecen tan remotos, Campanella escribió, también en el siglo XVII, en su Ciudad del Sol: esta época tiene más historia en cien años que todo el mundo en los cuatro mil años que la han precedido.
Exactamente lo mismo que en la actualidad, las ciencias y la tecnología han avanzado tanto en los últimos cincuenta años que están modelando la sociedad con patrones nuevos. Sentimos desconfianza y tememos un retroceso en los derechos y las libertades que hasta hace poco hemos disfrutado, en lo que afecta a este lado del mundo. Y este miedo mezclado con pesimismo ocurre, quizás, porque nuestro cerebro anda desacompasado con la tecnología que no entendemos, aunque ya no podemos prescindir de ella. El ambiente de alarma y descontento por la incomprensión de un presente que apenas atinamos a comprender repliega nuestro poder y nos empequeñece. No hay época histórica que no haya sufrido los vaivenes de guerras, epidemias, auges y declives, pero nunca hasta ahora hemos alcanzado tal grado de conocimiento sobre el universo que habitamos, el pequeño (nosotros mismos, nuestro cerebro y biología) y el grande (el espacio cósmico hasta ahora conocido). ¿Por qué tener miedo?
Concluyo con mi intención ante el nuevo año: el futuro no tiene línea de meta y la vida es un continuo movimiento donde todas las cosas son posibles, incluso la esperanza en mejorar este mundo plagado de peligros.