Hubo un tiempo en el que leía a Le Carré y añoraba (sin haber tenido la experiencia) la vida de espía solitaria, cínica y con un pasado amoroso desdichado. Esas lecturas tenían lugar en el bus y en el metro. Recuerdo que a los dieciocho años la vida interesante estaba en mi imaginación. Transitaban por mi mente los personajes de las novelas que leía: sufría, me enamoraba, lloraba y reía con ellos. Esta época dorada se acabó, de manera que perdí para siempre la inocencia lectora.
Me fastidia, pero es un hecho que cuando pasan los años pocas son las lecturas que nos asombran y conmueven. El déjà vu asoma como un tic. Todo es previsible, nos percatamos de los trucos argumentales y eso conduce a no entrar de verdad en el territorio sagrado de la historia que otra persona imaginó y escribió.
Ahora que estamos ante el relato de una posible guerra en Ucrania y que los rusos son los malos, un esquema tan maniqueo como falso, de buena gana sería espía rusa. Ni por un momento me gustan las guerras y si esta estallara, sería una atrocidad, una desgracia para miles y millones de personas que habitan la zona conflictiva.
Pienso en los rusos y me viene a la cabeza el sin fin de penalidades históricas que han padecido, pero también la fortaleza de un pueblo que ha aportado a la cultura universal obras que definen un espíritu sensible, comprensivo y compasivo con la naturaleza humana. Tolstoi, Chejov, Dostoievski, Bulgákov, Pasternak, Svetaieva, Ajmátova y tantos otros, pintores, músicos, científicos. Me resisto a aceptar que son nuestros enemigos.
Pertenecemos a la misma cultura humana y ni por un momento los siento ajenos. Si hablara ruso, algo más que unas pocas palabras, ofrecería mis servicios para evitar que Europa se divida -aun más-y que los intereses económicos y geoestratégicos se impongan a la razón pacífica, la que une a los seres humanos en el objetivo de cooperar para el bienestar de todos. Soy pesimista, parece que el mundo está condenado a repetir en bucle la mística bélica, un mal asunto que solo provoca sufrimiento y un regreso a los infiernos. Y comparto la frase de Alice, la que da inicio a la novela de Le Carré (1965), El espejo de los espías: No me importaría ser un peón, si por lo menos pudiera unirme al juego.