La esperada. Ferdinand Georg Waldmuller, 1860. |
Esta expresión, tópica y mil veces repetida, encierra una gran verdad, yo diría que la única verdad donde echar el ancla sin miedo a equivocarnos. En la nadería de nuestra existencia ocurren cosas, personales y colectivas que nos ponen en el lugar que corresponde: la irrelevancia.
Hace unos meses que no escribo en el blog porque el no somos nada, pasaba ante mí todos los días para invitarme a callar. ¿Qué necesidad tengo de dar la tabarra en este blog? Cualquier cosa que escriba ya se ha escrito antes y, además, miles, millones de personas, lanzan mensajes en todos los soportes digitales conocidos y no hay público para tanta tontuna. Es asombroso el ruido inmenso que provocamos sin otra finalidad que lograr que alguien se percate de nuestra existencia. Ahí reside el corazón palpitante de esta fiebre por escribir, posar, figurar, darnos a conocer, en definitiva. Afirmamos nuestra identidad cuando alguien nos mira, le interesa lo que decimos e incluso toma en cuenta nuestras palabras. Detrás del ansia en busca de notoriedad y atención creo que hay mucho desamparo vital, incluso si nos rodean personas afectuosas y comprensivas.
Es una teoría personal, sí, pero conozco un caso que demuestra que no voy desencaminada. Existe una persona joven que conocí hace poco, a quien las redes sociales y el trasiego digital le produce aversión. En consecuencia, usa un teléfono móvil que solo permite llamadas y, desde luego, en su casa no se engancha a internet. ¿Quién es este tipo raro? Pues un joven de veintisiete años, matemático de profesión y músico aficionado. Cuando le pregunté sobre los porqués de su desconexión, su respuesta fue un para qué. Me dijo que no hay nada interesante que enseñen las redes, mucho menos el raudal de información que cambia a cada momento. Los algoritmos actuales con los que trabaja internet, desde la publicidad dirigida a la jerarquía informativa, tienen como finalidad crear adicción. En cualquier lugar donde haya gente sentada, las cabezas inclinadas sobre la pantallita del móvil son el paisaje habitual. Pues es verdad, tuve que reconocer, él siguió ilustrándome, mientras caminaba a mi vera.
Lo diabólico de internet es que entretiene las veinticuatro horas del día, nos mantiene en un estado de atención que es malsano porque está enfocado a eliminar el pensamiento reflexivo, por lo tanto, la capacidad crítica. Sin contar con la angustia que provoca a quienes buscan una respuesta rápida a sus mensajes y creaciones audiovisuales, le repliqué convencida de que me hallaba ante un visionario y que era preciso estar a la altura de sus inteligentes observaciones. Debajo de las capas de datos e imágenes, no hay nada, solo ruido y furia.
Caray, le contesté, has citado a Shakespeare, me miró interrogativo, añadí, sí, él escribió: la vida es un cuento contada por un idiota lleno de ruido y furia que no significa nada. Es una frase de Macbeth. De acuerdo, nunca he leído a Shakespeare, contestó, pero seguramente esa frase la han dicho millones de personas antes y después de él. Es puro sentido común, remató.
Si yo fuera una mujer consecuente, pues estoy de acuerdo en todo con el joven matemático, debería poner punto final a este blog y salir de los grupos de whatsapp en los que participo; incluso, por coherencia, me daría de baja en el correo electrónico. Sin embargo, sigo aquí, porque si nada somos, quienes están detrás de los cerebros digitales son también insignificantes, y como nosotros, atravesarán el tiempo para diluirse en la nada.