Desde hace unos días ando un poco despistada, algo más de lo que es habitual en mí, casi había olvidado este blog hasta ayer, cuando una buena noticia me sacó la tontería de golpe. Tengo un buen motivo para escribir aquí. He recibido Las cartas olvidadas de Jane Eyre y Anna Karenina, editado por Funambulista. La literatura es el elixir de la eterna juventud, cada lectura resucita los personajes que viven entre sus páginas. Anna Karenina, sin permiso de Tolstoi, escribe a la escritora Charlotte Brontë porque admira aJane Eyre y desea ser amiga de la escritora. La respuesta a su carta viene de la mano de Jane y, como aquello que imaginamos y escribimos sucede en el universo mental, tan real o más que la realidad material, hete aquí que ambas atraviesan los años más significativos de sus vidas novelescas, con un pie fuera del argumento de sus creadores. Intemporales, inteligentes, indómitas y, a ver qué se me ocurre para cerrar con otro adjetivo que contenga el mismo prefijo, sí, Jane y Anna son inolvidables.
La barbarie significa falta de cultura y civilidad, según la Rae; también, fiereza y crueldad. Docta barbarie es una expresión absurda porque si es lo primero, no puede ser lo segundo, de acuerdo a la voz principal del diccionario. Quien inventó este broma semántica fue un hombre que escribió para sí mismo como diversión y sin pretender pasar a la posteridad. Ni siquiera publicó nada en vida y fueron dos amigos quienes se empeñaron en publicar los aforismos, observaciones y bromas literarias de Georg Christoph Lichtenberg (1 de julio de 1741-24 de febrero de 1799)*. De las notas biográficas sabemos que fue profesor de física en Gotinga, investigador notable y escritor de pluma irónica que se divertía señalando las paradojas de la realidad.
La docta barbarie es uno de sus aforismos y si lo traigo hasta aquí es porque mi experiencia vital me confirma la verdad de este sinsentido. En el primer año de pandemia y vacunas, ansiamos conocer la voz de los doctos, anhelamos escuchar voces competentes que informen sobre el maldito virus y sus terribles consecuencias; que nos expliquen con datos, estudios comparativos y objetivos sobre la conveniencia de las vacunas, los confinamientos sanitarios, las mascarillas, las cuarentenas. Sin embargo, entre tanto ruido y cacofonía, algunos doctos se han convertido en figurantes de criterios políticos veletas que cambian a menudo de enfoque sanitario. Unas veces para contentar a tal o cual gremio; otras ,y como recurso desesperado, para parchear el desastre económico. Para confundirnos aún más, nos enfrentamos a la barbarie de doctos que han sacrificado las búsqueda de la verdad por intereses espurios, sin duda más rentables que investigar con el único afán de saber más y sanar o aliviar al enfermo.
Nos hemos quedado huérfanos, ahogados por un maremoto de propaganda y desinformación constante que nos deja sin aliento. Seamos responsables y cumplamos las instrucciones, y así lo hacemos la mayoría. Salgo de casa con mascarillas de repuesto, por si pierdo la que me emboza; intento no acercarme a la gente a menos de dos metros; he eliminado de mi vida las reuniones con amigos y familia. Quiero vacunarme, sí, pero las noticias sobre los efectos de la que me toca por edad: Astrazeneca, me despierta dudas razonables sobre su seguridad en mi organismo.
Esta Semana Santa me he quedado en casa, ni siquiera he dado vueltas por mi comunidad, no fuera que por mi culpa alguien se contagiara, aunque no estoy enferma, pero quién sabe si no soy asintomática. En los paseos por el campo que se extiende cerca de casa o cuando tomo el sol en el patio, me pregunto cómo hemos llegado a esta situación. Tenemos la tecnología más avanzada que ha conocido la humanidad, los medios de comunicación más poderosos, la capacidad de relacionarnos como nunca antes y, a pesar de todos estos avances, vivimos en la ignorancia más absoluta en relación a la peste que esta transformando el mundo y que experimentamos en directo. LaTV fumiga sin parar sentimentalismo que en nada ayuda a comprender si el virus seguirá con nosotros o alcanzaremos pronto la inmunidad. ¿Regresará la vida sin tutela en la que cada cuál asuma los riesgos que implica la libertad? ¿Cuándo llegaremos a la inmunidad de rebaño? Al rebaño sí, en él estamos, el resto de interrogantes quizás tenga respuesta en los próximos años.
*Aforismos, Georg Christoph Lichtenberg. Edición de Juan José del Solar, 1990.Edhasa
Parece que está todo dicho desde hace más dos mil años. Quienes nos precedieron conocían el carácter volátil y caprichoso del ser humano y cómo, las civilizaciones, acaban por sucumbir enterradas en sus ruinas. El esplendor cae para dejar paso a tiempos oscuros. Así ha ocurrido siempre, ¿podría ser distinto ahora?
En la autobiografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer, leemos: "...por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo, que envenena al flor de nuestra cultura europea".*
Su reflexión se detiene en el sentimiento de euforia ante los mayores avances tecnológicos de la humanidad. Maravillados por la llegada de la luz eléctrica, la radio, el teléfono y tantos otros progresos, su generación creyó en la imposibilidad de nuevas guerras en territorio europeo y por extensión en todo el mundo occidental. Ya sabemos -y él lo supo mucho antes- qué fácil es engañarnos a nosotros mismos.
Esos días releo su autobiografía y me asombra la perspicacia y sus emociones tan cercanas. El escritor, confinado en una habitación de hotel, en tierra extraña, desposeído de todo lo que un día tuvo, nos regala su legado, la memoria, los recuerdos de aquel tiempo de euforia y posterior descalabro social y moral.
Hoy, 3 de febrero de dos mil ventiuno, los jinetes del apocalipsis siguen con nosotros. Intuimos un paisaje hostil y, como en las guerras que no padecimos, nos levantamos todos los días con el recuento de contagiados y muertos. Sin embargo, nada es más letal para el ser humano que la pérdida de esperanza, recobrarla es requisito imprescindible para conjurar el mal. La luz, energía creadora del Universo es más poderosa que las tinieblas, Mozart no podía estar equivocado y yo creo en él.
* Stefan Zweig, El mundo de ayer. Editorial Acantilado.Traducción de J.Fontcuberta y A.Orzeszek
Hubo una vez, en un planeta remoto en el tiempo y en el espacio, ciudades y pueblos en los que sus habitantes se afanaban todos los días en sus obligaciones. Las calles, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en aquel tiempo atestadas de paseantes, gente que transitaban de un lugar a otro. En las viejas ciudades del pasado, todas parecidas, las personas aspiraban a alcanzar la ancianidad protegidos por el ahorro acumulado, protegidos por la pensión que esperaban recibir por una vida de trabajo. Suspiraban por la jubilación y los beneficios que el Estado proveía a sus ciudadanos, en recíproca contribución por el dinero que durante la actividad laboral habían aportado. Trabajadores por cuenta ajena, patronos, artistas, personas de todos los oficios y actividades conocidas levantaron Estados y forjaron una sociedad en la que miles de funcionarios velaban por mejorar la salud y asistir a los ciudadanos en los desastres personales y colectivos. El estado del Bienestar, así se conoció esa época, duró apenas seis décadas en Occidente.
En el siglo XXI, en el año 20, en cronología terrestre, un virus rebelde a tratamientos y vacunas apareció en escena. La epidemia destruyó en pocos meses la actividad comercial y económica, el orden internacional se tambaleó mucho más rápido de lo que nadie pudo imaginar. En los años treinta, solo diez años después de la aparición del virus, el mundo se había transformado en una sociedad con un solo gobierno planetario que dictaba las instrucciones, de obligado cumplimiento, para los cuatro mil millones de habitantes. La caída de la demografía, el desarrollo tecnológico, la inteligencia artificial, las ciudades vacías, los edificios abandonados y ruinosos dibujaban un paisaje melancólico, irreal para los más viejos que aún recordaban el mundo anterior. Sin embargo, la humanidad superviviente aceptó de buen grado la desaparición de la vida social y familiar; la reducción del trabajo a unas escasas horas semanales, la renta básica en dinero digital que aseguraba la subsistencia de los habitantes del planeta conformaba a la mayoría.
El desarrollo de la vida virtual, cada vez más sofisticada, hacia innecesaria la presencia física. Los hologramas, representaciones personales indistinguibles de la realidad, interactuaban, según un patrón social amigable diseñado para la felicidad. Los escenarios eran lugares que reproducían a la perfección paisajes de antaño donde siempre lucía el sol. La actividad social fuera de las cuatro paredes de la vivienda era rara e inusual y requería un permiso de las autoridades. Los humanos se habían convertido en residuales e innecesarios para el progreso de la civilización terrestre. Llegó el tiempo de los robots humanoides, miles de veces más rápidos, eficientes y duraderos que sus inventores biológicos. La Tierra del año 2031 celebró el solsticio de invierno, con una celebración universal en los salones planetarios virtuales. Los hologramas brindaron por la paz mundial y la estrategia contra el virus, en camino de ser vencido. Algunos de ellos se enamoraron, dos hologramas se besaron en directo. Una anciana de noventa años, desconectada de la red, ajena a la celebración, sola en un rincón no identificado de la costa mediterránea, abrió la última botella de champán y brindó consigo misma, era Navidad y empezaba a despuntar el alba.
Hay casualidades que bien parecen el resultado de un juego
planeado por una inteligencia caprichosa e insensible, aunque algunas veces
decida gastarnos una broma y parezca que
se apiada de nosotros. Cuando leí el relato de Tsevan Rabtan en la revista Jot
downhttps://www.jotdown.es/2016/08/una-voluta/ pensé que lo más increíble que podamos
imaginar es susceptible de ocurrir. No sé si en este universo o en otros.
En el
relato fascinante y verídico de Rabtan, donde da noticia de un accidente de aviación en el que viajaban un
famoso boxeador francés y también dos hermanos, violinistas destacados que
iniciaban una gira por Estados Unidos y Canadá: Ginette y Jean Paul Neveau. El 28 de
octubre de 1949, el avión se estrelló cerca de las Azores, no hubo supervivientes.
Los músicos llevaban dos instrumentos valiosísimos, un
Stradivarius y un Guadagnini. Los violines eran bien conocidos por un lutier, Étienne Vatelot, quien tiempo más
tarde reconoció los dos arcos que fueron
encontrados casi intactos.
En cómo llegaron
los arcos hasta el lutier reside una parte del interés de esta historia.
La peripecia de los violines tuvo un final asombroso. En el año 1982 en un
programa de la televisión francesa, en el que estaba presente el lutier y se
homenajeaba a los violinistas, el pianista Bernard Ringeissen, presente en el
estudio, quiso enseñar una voluta de
violín que un pescador portugués encontró y le regaló años antes. La emoción y
las lágrimas asomaron a los ojos del lutier, esa voluta pertenecía al violín Guadagnini
propiedad de Ginette Neveau.
Nos parece raro, incluso sospechoso que se produzcan estas
improbables casualidades, pero ¡ay, amigos,existen! Yo misma he vivido varias a lo largo de mi vida. Contaré la última. A
principios deoctubrecaminaba porPaseo de Gracia, cuando me llamó la atención una mujer tumbada en un
banco. Acurrucada en su manta de dibujo
de leopardo, miraba pasar a los pocos que transitábamos a esa primera hora de
la mañana. Gritó mi nombre, cuando me acerquése echó a mis brazos, olía a patchulí yno lucía mascarilla.
No la reconocí, pero
ella a mí, sí. ¿Cómo era posible si las gafas de sol y la mascarilla camuflaban
mi cara? Me pidió que me sentara a su lado, le propuse invitarla a un café en una de las terrazas que
aún quedan abiertas en el paseo. Dobló la manta, la metió en un carrito de
supermercado que tenía al lado con sus pocas pertenencias y, dicharachera e
indiferente a su pobreza, me contó que
desde hacía tres mesesvivía en la
calle. Intentaba ubicarla en mi vida pero no había manera. Sí, su voz era
familiar y las anécdotas que relataba en ristra sin parar, entrecortada por las
risas, las viví en sus más tontos detalles; la gente
de la que hablaba eran también mis amigos y parte de mi familia. Aquellas
escenas en los veranos de mi juventud eran un calco de lo que conservaba en mis
recuerdos.
Me dolía preguntarle quién era, pues cuando alguien da prueba de conocernos, nuestra ignorancia se convierte en un insulto.Al fin, me atreví cuando se zampaba el último
bocado de cruasán. ¡Que quién soy, no me fastidies, soytu prima!Ahí estaba Elisa, como si un velo invisible acabara de
caer, descubrí sus rasgos al instante. Mi
prima, la que un día desapareció a la francesa, solo dejó una nota dirigida a su madre, con quien por aquel entonces vivía:
no te soporto más, adiós para siempre.Años
más tarde supimos que se había instalado en Australia. Luego, una Navidad, su madre nos
llamó para decirnos, con la frialdad de un forense, que sudesagradecida hijahabía muerto
la semana anterior en un accidente de coche, en Adelaida. Mentira.
A velocidad de vértigo, recompuse su historia ¡Por
todos los santos, qué delgada yguapa
estaba a pesar de la mala vida que da la calle! Pedimos otro café con leche y más cruasanes. Sin inmutarse me dijo que tenía un don, y que de
ese talento secreto y prodigioso el
culpable era un libro. Echó mano en su
carrito, protegido en una bolsa de plástico sacó un libro que reconocí al
instante. El Tarot de Mategna, de Raimon Arola, un tratado de las cuarenta cartas dibujadas a mediados del siglo XV que
el escritor desvela en su significado y símbolomás profundo. Aquí viene la primera casualidad. ¡La mañana que relato tenía una cita con Raimon Arola y Pere
Montaner! Con elloshabía quedado dos horas más tarde para la grabación de un programa. ¡No, sí! ¡No
puede ser! Estuvimos unos minutos entretenidas con esta sucesión de
exclamaciones contradictorias. Esta casualidad me provocó un estado de euforia,
común en la gente que tiene la
experiencia de vivir una casualidad más
que improbable. Cuando suceden esta clase de hechos que unen personas yacontecimientos en un escenario impensable, es como si se abriera una
ventana a lo invisible.
Me señaló la carta del libro dedicada a Calíope, la
musa de la elocuencia y de la poesía. Esa
soy yo, me dijo, las páginas manoseadas estaban llenas de dibujos y anotaciones a mano. Su
dedo me condujo a una frase, una firma
y una fecha: Tu verdad es la única verdad. Guillem J, 4 de marzo de 1998 .¡La letra
diminuta pertenecía a quien fue un amigo
mío de juventud! Se casaron en Australia y él fue el verdadero
muerto en el accidente de coche. Antes de matarse, conducía Guillem, le pidió que
nunca olvidara su don y de pronto
se estamparon contra un jacarandá. Hace pocos meses compré un jacarandá para mi
patio. Por ahora está más muerto que vivo. Y yo ya no sé si esto es una trola o toda la verdad.
El paso de la laguna de Estigia, Joachim Patinir, 1519
¡Cómo nos gustaría poder planificar nuestra vida y dirigirla con buen tino al instante del apagón definitivo! Finales prácticos es el título de un libro de ajedrez de Paul Keres. El análisis sobre las mejores jugadas de aperturas y medio juego captan el interés de todos los jugadores de ajedrez, sin embargo, el meollo de la vida, que es también un juego, reside en salir bien parado del lance vital. Un bel morir tutta la vida onora, escribió Petrarca. El perfeccionamiento de las últimas jugadas es fundamental y quien se aturulla, precipita o subestima al contrario, perderá de la peor manera, con vergüenza y desprecio de todo el esfuerzo anterior.
La muerte deseada es la que ocurre en el silencio de la casa, cuando todos duermen y una leve brisa -o sin ella- se lleva a quien, hasta ese segundo, dormía. Dormir es también una muerte, en este caso transitoria, se desvanece con el despertar cuando volvemos a la vida consciente. No sabemos que dormimos mientras nuestro cuerpo y cerebro permanecen ajenos al mundo material que nos rodea. Este mecanismo que se enciende y apaga todas las noches, nos parece de lo más normal y lo es, pero también es un indicio de que la mente recrea territorios ignotos al margen de nuestra voluntad.
Los misterios que rodean la muerte humana son tantos, y lo peor, no existe nadie que pueda dar un testimonio fidedigno de lo que nuestra mente consciente barrunta en el último instante. El gran viaje es un asunto que nos acongoja y del que huimos, sin embargo está tan presente en nuestra vida que me parece una mala idea no indagar ni acercarnos con curiosidad ante el hecho que cierra el ciclo vital.
Estos meses de encierro, y al que parece volveremos pronto, he buscado en la filosofía, en la ciencia, en la literatura, en al arte, en la calle, una visión comprensiva, abierta y desprovista de prejuicios sobre la muerte, la que viene por causas no violentas, invitada por la enfermedad y la vejez.
En los tiempos de epidemia nuestra vida ha quedado suspendida, algunos viven con mucho temor el contagio, otros desconfían de que se tomen medidas porque perciben poco peligro. Detrás de esta amenaza, y de tantas otras, la muerte sobrevuela nuestras vidas. No hemos entendido que morir es un acto inapelable e improrrogable, nos tocará siempre a pesar de cerrar los ojos, agarrados a un modelo social hedonista y paradójico. En la mayoría de series de plataformas de televisión, la muerte, en sus versiones más horrendas e inhumanas, divierte, engancha al espectador y, al mismo tiempo, hay un rechazo a conversar sobre ella para entender mejor la vida y aceptar el final. El carpe diem, disfrutar el presente es el código, pocos se atreven a encararse con ella, pretenden ignorar los mil riesgos azarosos que acechan.
¿No es acaso esta evidencia el mejor motivo para dar sentido a nuestra existencia y dotarla de significado, para nosotros y para quienes nos rodean? La conversación interior, aquella en la que observamos nuestra existencia y contemplamos sin temor su punto final, es apartada porque este mundo vive en el delirio permanente del presente continuo. Y como afirma Woody Allen, tan atento a la muerte, no estoy de acuerdo con ella, pero es inevitable y por eso quiero entenderla antes de que llegue.
Ayer, día 37 de confinamiento, volvió a casa Maripuri. Tenía un aspecto excelente, le
lucía el pelo como nunca, pero ya no ladraba con la misma alegría de antes.
Después de una inspección detenida, mi vecina aceptó que, dónde fuera que hubiera
estado las últimas semanas, lo habían tratado muy bien. Sin embargo, algo se
había roto entre ellos. Los celos entraron en juego, mi vecina se sentía
despechada, recelaba de las caricias de Maripuri
y ya no lo quería en casa.
Ya no lo quiero,
seguro que estará mejor contigo, total, mira qué poco ha sufrido, si no parece
el mismo. Lo es, fíjate en la oreja, no creo que existan dos perros con una
oreja cortada al bies con esa misma inclinación. No me importa, he descubierto
que vivir sola es mejor que vivir con perro. No echo en falta salir a la calle,
además, con estas pintas, ni me atrevo a poner los pies fuera del felpudo de la
entrada. ¡Anda, quédate al perro!
Con ese sentido tan desarrollado para detectar emociones,
Maripuri se acercó a mis pies y se
sentó sobre ellos.
De
acuerdo, me lo quedo, pero solo hasta que se levante el estado de alerta y
podamos volver a salir. No pienso salir nunca más de casa. ¡Qué dices, no me lo creo! ¿Es por el disgusto?
A ti lo que te ha fastidiado es que Maripuri no haya vuelto despeluchado y
enflaquecido, con las patitas sangrantes después de una larga travesía de
vuelta a casa, o sea, una tragedia perruna. Acepta que lo más probable es que alguien
lo recogió, lo tuvo a su lado y lo ha dejado en tu puerta cuando ya se ha
cansado o no ha podido cuidarlo. A lo mejor era un enfermo de covid-19 ¿Qué crees que me chupo el dedo? Seguro
que estaba en la casa de un vírico. Y yo no quiero contagiarme, soy todavía muy
joven y he descubierto grandes verdades en este encierro. ¡Por favor! No eres
tan joven, rozas los cincuenta y esa poca compasión por el animalito dice mal
de ti. Se nota que te has vuelto muy egoísta, últimamente no te veo salir a la
ventana a aplaudir. Ni me verás, ya
no creo en los aplausos, ya no creo en casi nada, y nunca más pondré los pies
en la calle. ¿Y se puede saber en qué crees ahora? En la insurgencia, en la
resistencia, el covid es el pretexto, pero en el fondo lo que se oculta es un
objetivo maléfico de magnitud planetaria.
Esta conversación
tenía lugar en el rellano de la escalera, como es natural, los vecinos de los
otros dos pisos, escuchaban nuestra conversación detrás de la puerta. De vez en
cuando, Maripuri levantaba su cabeza
para mirarme y yo le decía: guapo perrito.
No fuera que pensara que tenía intención de desentenderme de él, como su ama.
Insurgencia,
resistencia, palabras que en boca de mi vecina
sonaban a invocación diabólica.Una notaria tan formal, tan conformista, de pronto,
bueno, de pronto, no, en 37 días se había convertido en una rebelde contra el
Estado, contra todo.
Poca
insurgencia vas a practicar si no sales de casa, además ya me explicarás de que
vas a vivir. Tú también eres una
borrega, así que no merece la pena que te explique nada. Seguid creyendo en la
versión oficial ¡tontos útiles!
Las dos últimas palabras las dijo a gritos, para que
la oyera media escalera de vecinos. A continuación cerró la puerta. Y aquí
estoy, con Maripuri en mi regazo,
sentada en el sofá y sin ganas de aplaudir. ¿Será que me ha contagiado la insurgencia?¿Tendrá razón mi vecina y estamos viviendo una conspiración
planetaria con una finalidad perversa? Maripuri, como si siguiera el hilo de
mis dudas y quisiera decirme algo, bostezó. Juraría que su oreja cortada emitió un bip
bip, parecido al aviso de llegada de mensaje en el móvil.