Parece que está todo dicho desde hace más dos mil años. Quienes nos precedieron conocían el carácter volátil y caprichoso del ser humano y cómo, las civilizaciones, acaban por sucumbir enterradas en sus ruinas. El esplendor cae para dejar paso a tiempos oscuros. Así ha ocurrido siempre, ¿podría ser distinto ahora?
En la autobiografía de Stefan Zweig, El mundo de ayer, leemos: "...por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes, el nacionalismo, que envenena al flor de nuestra cultura europea".*
Su reflexión se detiene en el sentimiento de euforia ante los mayores avances tecnológicos de la humanidad. Maravillados por la llegada de la luz eléctrica, la radio, el teléfono y tantos otros progresos, su generación creyó en la imposibilidad de nuevas guerras en territorio europeo y por extensión en todo el mundo occidental. Ya sabemos -y él lo supo mucho antes- qué fácil es engañarnos a nosotros mismos.
Esos días releo su autobiografía y me asombra la perspicacia y sus emociones tan cercanas. El escritor, confinado en una habitación de hotel, en tierra extraña, desposeído de todo lo que un día tuvo, nos regala su legado, la memoria, los recuerdos de aquel tiempo de euforia y posterior descalabro social y moral.
Hoy, 3 de febrero de dos mil ventiuno, los jinetes del apocalipsis siguen con nosotros. Intuimos un paisaje hostil y, como en las guerras que no padecimos, nos levantamos todos los días con el recuento de contagiados y muertos. Sin embargo, nada es más letal para el ser humano que la pérdida de esperanza, recobrarla es requisito imprescindible para conjurar el mal. La luz, energía creadora del Universo es más poderosa que las tinieblas, Mozart no podía estar equivocado y yo creo en él.
* Stefan Zweig, El mundo de ayer. Editorial Acantilado.Traducción de J.Fontcuberta y A.Orzeszek
Hubo una vez, en un planeta remoto en el tiempo y en el espacio, ciudades y pueblos en los que sus habitantes se afanaban todos los días en sus obligaciones. Las calles, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en aquel tiempo atestadas de paseantes, gente que transitaban de un lugar a otro. En las viejas ciudades del pasado, todas parecidas, las personas aspiraban a alcanzar la ancianidad protegidos por el ahorro acumulado, protegidos por la pensión que esperaban recibir por una vida de trabajo. Suspiraban por la jubilación y los beneficios que el Estado proveía a sus ciudadanos, en recíproca contribución por el dinero que durante la actividad laboral habían aportado. Trabajadores por cuenta ajena, patronos, artistas, personas de todos los oficios y actividades conocidas levantaron Estados y forjaron una sociedad en la que miles de funcionarios velaban por mejorar la salud y asistir a los ciudadanos en los desastres personales y colectivos. El estado del Bienestar, así se conoció esa época, duró apenas seis décadas en Occidente.
En el siglo XXI, en el año 20, en cronología terrestre, un virus rebelde a tratamientos y vacunas apareció en escena. La epidemia destruyó en pocos meses la actividad comercial y económica, el orden internacional se tambaleó mucho más rápido de lo que nadie pudo imaginar. En los años treinta, solo diez años después de la aparición del virus, el mundo se había transformado en una sociedad con un solo gobierno planetario que dictaba las instrucciones, de obligado cumplimiento, para los cuatro mil millones de habitantes. La caída de la demografía, el desarrollo tecnológico, la inteligencia artificial, las ciudades vacías, los edificios abandonados y ruinosos dibujaban un paisaje melancólico, irreal para los más viejos que aún recordaban el mundo anterior. Sin embargo, la humanidad superviviente aceptó de buen grado la desaparición de la vida social y familiar; la reducción del trabajo a unas escasas horas semanales, la renta básica en dinero digital que aseguraba la subsistencia de los habitantes del planeta conformaba a la mayoría.
El desarrollo de la vida virtual, cada vez más sofisticada, hacia innecesaria la presencia física. Los hologramas, representaciones personales indistinguibles de la realidad, interactuaban, según un patrón social amigable diseñado para la felicidad. Los escenarios eran lugares que reproducían a la perfección paisajes de antaño donde siempre lucía el sol. La actividad social fuera de las cuatro paredes de la vivienda era rara e inusual y requería un permiso de las autoridades. Los humanos se habían convertido en residuales e innecesarios para el progreso de la civilización terrestre. Llegó el tiempo de los robots humanoides, miles de veces más rápidos, eficientes y duraderos que sus inventores biológicos. La Tierra del año 2031 celebró el solsticio de invierno, con una celebración universal en los salones planetarios virtuales. Los hologramas brindaron por la paz mundial y la estrategia contra el virus, en camino de ser vencido. Algunos de ellos se enamoraron, dos hologramas se besaron en directo. Una anciana de noventa años, desconectada de la red, ajena a la celebración, sola en un rincón no identificado de la costa mediterránea, abrió la última botella de champán y brindó consigo misma, era Navidad y empezaba a despuntar el alba.
Hay casualidades que bien parecen el resultado de un juego
planeado por una inteligencia caprichosa e insensible, aunque algunas veces
decida gastarnos una broma y parezca que
se apiada de nosotros. Cuando leí el relato de Tsevan Rabtan en la revista Jot
downhttps://www.jotdown.es/2016/08/una-voluta/ pensé que lo más increíble que podamos
imaginar es susceptible de ocurrir. No sé si en este universo o en otros.
En el
relato fascinante y verídico de Rabtan, donde da noticia de un accidente de aviación en el que viajaban un
famoso boxeador francés y también dos hermanos, violinistas destacados que
iniciaban una gira por Estados Unidos y Canadá: Ginette y Jean Paul Neveau. El 28 de
octubre de 1949, el avión se estrelló cerca de las Azores, no hubo supervivientes.
Los músicos llevaban dos instrumentos valiosísimos, un
Stradivarius y un Guadagnini. Los violines eran bien conocidos por un lutier, Étienne Vatelot, quien tiempo más
tarde reconoció los dos arcos que fueron
encontrados casi intactos.
En cómo llegaron
los arcos hasta el lutier reside una parte del interés de esta historia.
La peripecia de los violines tuvo un final asombroso. En el año 1982 en un
programa de la televisión francesa, en el que estaba presente el lutier y se
homenajeaba a los violinistas, el pianista Bernard Ringeissen, presente en el
estudio, quiso enseñar una voluta de
violín que un pescador portugués encontró y le regaló años antes. La emoción y
las lágrimas asomaron a los ojos del lutier, esa voluta pertenecía al violín Guadagnini
propiedad de Ginette Neveau.
Nos parece raro, incluso sospechoso que se produzcan estas
improbables casualidades, pero ¡ay, amigos,existen! Yo misma he vivido varias a lo largo de mi vida. Contaré la última. A
principios deoctubrecaminaba porPaseo de Gracia, cuando me llamó la atención una mujer tumbada en un
banco. Acurrucada en su manta de dibujo
de leopardo, miraba pasar a los pocos que transitábamos a esa primera hora de
la mañana. Gritó mi nombre, cuando me acerquése echó a mis brazos, olía a patchulí yno lucía mascarilla.
No la reconocí, pero
ella a mí, sí. ¿Cómo era posible si las gafas de sol y la mascarilla camuflaban
mi cara? Me pidió que me sentara a su lado, le propuse invitarla a un café en una de las terrazas que
aún quedan abiertas en el paseo. Dobló la manta, la metió en un carrito de
supermercado que tenía al lado con sus pocas pertenencias y, dicharachera e
indiferente a su pobreza, me contó que
desde hacía tres mesesvivía en la
calle. Intentaba ubicarla en mi vida pero no había manera. Sí, su voz era
familiar y las anécdotas que relataba en ristra sin parar, entrecortada por las
risas, las viví en sus más tontos detalles; la gente
de la que hablaba eran también mis amigos y parte de mi familia. Aquellas
escenas en los veranos de mi juventud eran un calco de lo que conservaba en mis
recuerdos.
Me dolía preguntarle quién era, pues cuando alguien da prueba de conocernos, nuestra ignorancia se convierte en un insulto.Al fin, me atreví cuando se zampaba el último
bocado de cruasán. ¡Que quién soy, no me fastidies, soytu prima!Ahí estaba Elisa, como si un velo invisible acabara de
caer, descubrí sus rasgos al instante. Mi
prima, la que un día desapareció a la francesa, solo dejó una nota dirigida a su madre, con quien por aquel entonces vivía:
no te soporto más, adiós para siempre.Años
más tarde supimos que se había instalado en Australia. Luego, una Navidad, su madre nos
llamó para decirnos, con la frialdad de un forense, que sudesagradecida hijahabía muerto
la semana anterior en un accidente de coche, en Adelaida. Mentira.
A velocidad de vértigo, recompuse su historia ¡Por
todos los santos, qué delgada yguapa
estaba a pesar de la mala vida que da la calle! Pedimos otro café con leche y más cruasanes. Sin inmutarse me dijo que tenía un don, y que de
ese talento secreto y prodigioso el
culpable era un libro. Echó mano en su
carrito, protegido en una bolsa de plástico sacó un libro que reconocí al
instante. El Tarot de Mategna, de Raimon Arola, un tratado de las cuarenta cartas dibujadas a mediados del siglo XV que
el escritor desvela en su significado y símbolomás profundo. Aquí viene la primera casualidad. ¡La mañana que relato tenía una cita con Raimon Arola y Pere
Montaner! Con elloshabía quedado dos horas más tarde para la grabación de un programa. ¡No, sí! ¡No
puede ser! Estuvimos unos minutos entretenidas con esta sucesión de
exclamaciones contradictorias. Esta casualidad me provocó un estado de euforia,
común en la gente que tiene la
experiencia de vivir una casualidad más
que improbable. Cuando suceden esta clase de hechos que unen personas yacontecimientos en un escenario impensable, es como si se abriera una
ventana a lo invisible.
Me señaló la carta del libro dedicada a Calíope, la
musa de la elocuencia y de la poesía. Esa
soy yo, me dijo, las páginas manoseadas estaban llenas de dibujos y anotaciones a mano. Su
dedo me condujo a una frase, una firma
y una fecha: Tu verdad es la única verdad. Guillem J, 4 de marzo de 1998 .¡La letra
diminuta pertenecía a quien fue un amigo
mío de juventud! Se casaron en Australia y él fue el verdadero
muerto en el accidente de coche. Antes de matarse, conducía Guillem, le pidió que
nunca olvidara su don y de pronto
se estamparon contra un jacarandá. Hace pocos meses compré un jacarandá para mi
patio. Por ahora está más muerto que vivo. Y yo ya no sé si esto es una trola o toda la verdad.
El paso de la laguna de Estigia, Joachim Patinir, 1519
¡Cómo nos gustaría poder planificar nuestra vida y dirigirla con buen tino al instante del apagón definitivo! Finales prácticos es el título de un libro de ajedrez de Paul Keres. El análisis sobre las mejores jugadas de aperturas y medio juego captan el interés de todos los jugadores de ajedrez, sin embargo, el meollo de la vida, que es también un juego, reside en salir bien parado del lance vital. Un bel morir tutta la vida onora, escribió Petrarca. El perfeccionamiento de las últimas jugadas es fundamental y quien se aturulla, precipita o subestima al contrario, perderá de la peor manera, con vergüenza y desprecio de todo el esfuerzo anterior.
La muerte deseada es la que ocurre en el silencio de la casa, cuando todos duermen y una leve brisa -o sin ella- se lleva a quien, hasta ese segundo, dormía. Dormir es también una muerte, en este caso transitoria, se desvanece con el despertar cuando volvemos a la vida consciente. No sabemos que dormimos mientras nuestro cuerpo y cerebro permanecen ajenos al mundo material que nos rodea. Este mecanismo que se enciende y apaga todas las noches, nos parece de lo más normal y lo es, pero también es un indicio de que la mente recrea territorios ignotos al margen de nuestra voluntad.
Los misterios que rodean la muerte humana son tantos, y lo peor, no existe nadie que pueda dar un testimonio fidedigno de lo que nuestra mente consciente barrunta en el último instante. El gran viaje es un asunto que nos acongoja y del que huimos, sin embargo está tan presente en nuestra vida que me parece una mala idea no indagar ni acercarnos con curiosidad ante el hecho que cierra el ciclo vital.
Estos meses de encierro, y al que parece volveremos pronto, he buscado en la filosofía, en la ciencia, en la literatura, en al arte, en la calle, una visión comprensiva, abierta y desprovista de prejuicios sobre la muerte, la que viene por causas no violentas, invitada por la enfermedad y la vejez.
En los tiempos de epidemia nuestra vida ha quedado suspendida, algunos viven con mucho temor el contagio, otros desconfían de que se tomen medidas porque perciben poco peligro. Detrás de esta amenaza, y de tantas otras, la muerte sobrevuela nuestras vidas. No hemos entendido que morir es un acto inapelable e improrrogable, nos tocará siempre a pesar de cerrar los ojos, agarrados a un modelo social hedonista y paradójico. En la mayoría de series de plataformas de televisión, la muerte, en sus versiones más horrendas e inhumanas, divierte, engancha al espectador y, al mismo tiempo, hay un rechazo a conversar sobre ella para entender mejor la vida y aceptar el final. El carpe diem, disfrutar el presente es el código, pocos se atreven a encararse con ella, pretenden ignorar los mil riesgos azarosos que acechan.
¿No es acaso esta evidencia el mejor motivo para dar sentido a nuestra existencia y dotarla de significado, para nosotros y para quienes nos rodean? La conversación interior, aquella en la que observamos nuestra existencia y contemplamos sin temor su punto final, es apartada porque este mundo vive en el delirio permanente del presente continuo. Y como afirma Woody Allen, tan atento a la muerte, no estoy de acuerdo con ella, pero es inevitable y por eso quiero entenderla antes de que llegue.
Ayer, día 37 de confinamiento, volvió a casa Maripuri. Tenía un aspecto excelente, le
lucía el pelo como nunca, pero ya no ladraba con la misma alegría de antes.
Después de una inspección detenida, mi vecina aceptó que, dónde fuera que hubiera
estado las últimas semanas, lo habían tratado muy bien. Sin embargo, algo se
había roto entre ellos. Los celos entraron en juego, mi vecina se sentía
despechada, recelaba de las caricias de Maripuri
y ya no lo quería en casa.
Ya no lo quiero,
seguro que estará mejor contigo, total, mira qué poco ha sufrido, si no parece
el mismo. Lo es, fíjate en la oreja, no creo que existan dos perros con una
oreja cortada al bies con esa misma inclinación. No me importa, he descubierto
que vivir sola es mejor que vivir con perro. No echo en falta salir a la calle,
además, con estas pintas, ni me atrevo a poner los pies fuera del felpudo de la
entrada. ¡Anda, quédate al perro!
Con ese sentido tan desarrollado para detectar emociones,
Maripuri se acercó a mis pies y se
sentó sobre ellos.
De
acuerdo, me lo quedo, pero solo hasta que se levante el estado de alerta y
podamos volver a salir. No pienso salir nunca más de casa. ¡Qué dices, no me lo creo! ¿Es por el disgusto?
A ti lo que te ha fastidiado es que Maripuri no haya vuelto despeluchado y
enflaquecido, con las patitas sangrantes después de una larga travesía de
vuelta a casa, o sea, una tragedia perruna. Acepta que lo más probable es que alguien
lo recogió, lo tuvo a su lado y lo ha dejado en tu puerta cuando ya se ha
cansado o no ha podido cuidarlo. A lo mejor era un enfermo de covid-19 ¿Qué crees que me chupo el dedo? Seguro
que estaba en la casa de un vírico. Y yo no quiero contagiarme, soy todavía muy
joven y he descubierto grandes verdades en este encierro. ¡Por favor! No eres
tan joven, rozas los cincuenta y esa poca compasión por el animalito dice mal
de ti. Se nota que te has vuelto muy egoísta, últimamente no te veo salir a la
ventana a aplaudir. Ni me verás, ya
no creo en los aplausos, ya no creo en casi nada, y nunca más pondré los pies
en la calle. ¿Y se puede saber en qué crees ahora? En la insurgencia, en la
resistencia, el covid es el pretexto, pero en el fondo lo que se oculta es un
objetivo maléfico de magnitud planetaria.
Esta conversación
tenía lugar en el rellano de la escalera, como es natural, los vecinos de los
otros dos pisos, escuchaban nuestra conversación detrás de la puerta. De vez en
cuando, Maripuri levantaba su cabeza
para mirarme y yo le decía: guapo perrito.
No fuera que pensara que tenía intención de desentenderme de él, como su ama.
Insurgencia,
resistencia, palabras que en boca de mi vecina
sonaban a invocación diabólica.Una notaria tan formal, tan conformista, de pronto,
bueno, de pronto, no, en 37 días se había convertido en una rebelde contra el
Estado, contra todo.
Poca
insurgencia vas a practicar si no sales de casa, además ya me explicarás de que
vas a vivir. Tú también eres una
borrega, así que no merece la pena que te explique nada. Seguid creyendo en la
versión oficial ¡tontos útiles!
Las dos últimas palabras las dijo a gritos, para que
la oyera media escalera de vecinos. A continuación cerró la puerta. Y aquí
estoy, con Maripuri en mi regazo,
sentada en el sofá y sin ganas de aplaudir. ¿Será que me ha contagiado la insurgencia?¿Tendrá razón mi vecina y estamos viviendo una conspiración
planetaria con una finalidad perversa? Maripuri, como si siguiera el hilo de
mis dudas y quisiera decirme algo, bostezó. Juraría que su oreja cortada emitió un bip
bip, parecido al aviso de llegada de mensaje en el móvil.
En el cuarto día de encierro lamento la escasa visión que
tuve cuando, hace dos semanas, me ofrecieron un cachorro de perro. Tres meses atrás
murió la perra de la familia, vieja y ciega, éramos nosotros sus lazarillos,
también le fallaba el olfato y en su decrepitud la conducíamos por la casa y
los paseos para que no se diera contra los muebles y las farolas.
Guardo aún el luto y me niego a tener en casa otro perro, me
parece una traición a su memoria. Sin embargo, las circunstancias aconsejan
tener cerca un can para salir a tomar el sol y respirar aire fresco. Un motivo
utilitarista y francamente egoísta. Es como tener un hijo con la finalidad de
conservar una relación, me parece intolerable y el colmo del desprecio por la
vida ajena.
Todo es confuso y extraño, a ratos pienso que la cuarentena es
la medida más apropiada. Que los chinos y coreanos han aplicado el método correcto;
otros veces sospecho que esto es una operación de ingeniería social para
colapsar la sociedad. Que estamos ante una tercera guerra mundial sin bombas ni
enemigo conocido, pero con daños económicos y sociales idénticos. Caerá este
modelo económico, ya en las últimas según opina un sector de economistas, y cuando
pasen cinco o seis meses, florecerá un sistema social, político y económico,
temo que más controlador y restrictivo.
Quiero pensar que sin perro podré salir de casa en cuanto se
flexibilicen las medidas. Por ahora subo y bajo los dieciocho escalones de mi
casa, los que comunican la planta baja con las habitaciones. Treinta veces al
día, quince por la mañana y quince por la tarde. Si hace sol, salgo al patio y
me tumbo en una hamaca, escucho música y veo pasar las nubes, pero hoy llueve y
mañana también, según anuncia la meteorología. Así que he sustituido el sol por
una película: La mujer del cuadro.
Película de Fritz Lang, de 1944. Es
una historia criminal, psicológica y muy acorde con los días que vivimos. Una
mujer fatal, la ilusión óptica en un escaparate y el tiempo representado por
todo tipo de relojes que aparecen en las escenas clave. Lang nos advierte de
que el tiempo tiene un final, cuando
se reinicien los relojes marcarán horas distintas. Es mi interpretación, a lo
mejor será una chifladura, pero a todo le veo el sesgo de que estamos ante la
caída de nuestra civilización.
Detalle de retrato de Catalina de Meddenburgo, Lucas Cranach, 1506
No todo es tan malo, he tenido que interrumpir la escritura
porque acabo de recibir una llamada de mi vecina. Una mujer de cincuenta años
que vive sola, su única compañía, un perro que atiende por Maripuri, se ha fugado. No,
no me he equivocado, el perro es macho, el nombre en un dialecto hindú significa
danzante alegre. Eso afirma ella. Mi
vecina es muy original y moderna y no sabe idiomas, así que cada cual saque sus
conclusiones.
Vamos a lo que importa.¿Qué podemos hacer para recuperar a Maripuri? ¡Y yo que sé! Las dos nos hemos asomado a la ventana y en voz en cuello hemos
gritado: Maripuri, Maripuri y así un
buen rato.
La calle es un clamor, los vecinos en sus ventanas a
grito pelado y sin melodía conocida, llaman a Maripuri , y el perro sin dar señales de vida. Yo creo que ha sido
una fuga muy bien planeada, y mira lo que te digo, le envidio.
Detalle El triunfo de la muerte, Giacomo Borlone de Buschis, 1485
Cuando suceden hechos inesperados,los que obligan a cambiar nuestras rutinas
ytuercen planes y previsiones, la vida deja de ser un
sobrentendido.No sabemos qué pasará
mañana, lo cierto es que nunca sabemos que ocurrirá al día siguiente, pero el
paso de los días sin alteración,provocala ilusión de que
gobernamos en nuestro tiempo.Hasta que
ocurre un hecho fortuito y todo se va al garete, la agenda queda
convertida en un cuaderno de ejercicios que carece de otro sentido que no sea
el sentimental.
Estos días de epidemia en China, recuento de contagiados,
enfermos y muertos, de cuarentenas depaís militarizado, de vídeos que muestran un paisaje de pesadilla
enmascarada, me pregunto cuánto de verdad hay en todo lo que nos enseñan. Y si llega hasta aquí con semejante virulencia,
¿cómo reaccionaremos?
Desconfío de las cifras, desconfío de los síntomas,desconfío de las teorías conspiranoicas y vuelvo
la mirada a las otras pestes que asolaron esta parte del mundo.
Entre1348 y 1444, en
dos oleadas de la denominada peste negra, disminuyó la población europea en un
20 por ciento. Tal fue el promedio, pero en algunas zonas, por ejemplo L’Ille
de France, la población disminuyó un 50 por ciento.En la Corona de Aragón, la reducción fue del37 por
ciento.
Las consecuenciaslas
imaginamos, pero sobre todo las conocemos porque quedan documentos, registros y
crónicas: hambrunas, desaparición de
circuitos comerciales, crisis económica y territorios despoblados. Hubo otras pestes, cólera, tifus, gripe de 1918, tuberculosis y tantas a lo
largo de los siglos,porquepor mucho que pensemos que hoy es más fácil librarse
de los virus y las bacterias, que la medicina y la tecnología aliadas pueden salvarnos, lo cierto es que pueden poco. La
muerte provocada porpersistentes
organismos vivos, con capacidad para reproducirse y adaptarse demuestra que
estamos indefensos y que ni siquiera sabemos el alcance que tendrán el presente
virus y sus descendientes.
Agarrada al estoicismo, contemplo como la vida sigue un
curso incontrolable y me consuelo con las lecturas que ayudan a entender la
fragilidad de la vida, pero también nos acercan ala enorme generosidad de tantosque en circunstancias como la actual, pierden la propia vida por salvar otras.
En La peste, de Albert Camus hay un personaje central, el Dr. Rieux, quien alerta de la peste a las autoridades cuando observa, primero
cadáveres de ratas y luego de vecinos. Como pasa siempre, los políticos van por
detrás de la realidad, primero niegan, luego,ante la evidencia, acepta los hechos (o los recrean a su conveniencia).
Nuestro Dr. Rieux intenta, con sus escasos medios, contener
la peste. En su crónica nos describe cómo avanza la muerte, las reacciones ante
la cuarentena en la ciudad; los remedios ysupersticiones de los vecinos y las actitudes frenteal mal acechante.
Albert Camus destaca al personaje del médico por suvoluntad ética y por creer, como escribe al
final de su crónica, que los seres humanos somos más dignos de admiración que
de desprecio.
Hoy, día 16 de febrero de 2020, aún no sabemos si este virus
será en el resto del planeta como una
gripe con un pico más alto de muertes o conducirá
a una pandemia de proporciones devastadoras.
En China, la peste ha demostrado que hay muchosDr. Rieux, gente que arriesga sus vidas para
salvar otras. AlbertCamus escribió que la enfermedad activala palanca de la decenciay de la generosidad entre personas a las que
no une ningún vínculo, y yo añado que ante las grandes catástrofes la bondad
aparece, como también el pillaje y la mezquindad, pero un acto de amor tiene un efecto más expansivo y
multiplicador que el mal campando a sus anchas.