Hubo una vez, en un planeta remoto en el tiempo y en el espacio, ciudades y pueblos en los que sus habitantes se afanaban todos los días en sus obligaciones. Las calles, sobre todo en las grandes ciudades, estaban en aquel tiempo atestadas de paseantes, gente que transitaban de un lugar a otro. En las viejas ciudades del pasado, todas parecidas, las personas aspiraban a alcanzar la ancianidad protegidos por el ahorro acumulado, protegidos por la pensión que esperaban recibir por una vida de trabajo. Suspiraban por la jubilación y los beneficios que el Estado proveía a sus ciudadanos, en recíproca contribución por el dinero que durante la actividad laboral habían aportado. Trabajadores por cuenta ajena, patronos, artistas, personas de todos los oficios y actividades conocidas levantaron Estados y forjaron una sociedad en la que miles de funcionarios velaban por mejorar la salud y asistir a los ciudadanos en los desastres personales y colectivos. El estado del Bienestar, así se conoció esa época, duró apenas seis décadas en Occidente.
En el siglo XXI, en el año 20, en cronología terrestre, un virus rebelde a tratamientos y vacunas apareció en escena. La epidemia destruyó en pocos meses la actividad comercial y económica, el orden internacional se tambaleó mucho más rápido de lo que nadie pudo imaginar. En los años treinta, solo diez años después de la aparición del virus, el mundo se había transformado en una sociedad con un solo gobierno planetario que dictaba las instrucciones, de obligado cumplimiento, para los cuatro mil millones de habitantes. La caída de la demografía, el desarrollo tecnológico, la inteligencia artificial, las ciudades vacías, los edificios abandonados y ruinosos dibujaban un paisaje melancólico, irreal para los más viejos que aún recordaban el mundo anterior. Sin embargo, la humanidad superviviente aceptó de buen grado la desaparición de la vida social y familiar; la reducción del trabajo a unas escasas horas semanales, la renta básica en dinero digital que aseguraba la subsistencia de los habitantes del planeta conformaba a la mayoría.
El desarrollo de la vida virtual, cada vez más sofisticada, hacia innecesaria la presencia física. Los hologramas, representaciones personales indistinguibles de la realidad, interactuaban, según un patrón social amigable diseñado para la felicidad. Los escenarios eran lugares que reproducían a la perfección paisajes de antaño donde siempre lucía el sol. La actividad social fuera de las cuatro paredes de la vivienda era rara e inusual y requería un permiso de las autoridades. Los humanos se habían convertido en residuales e innecesarios para el progreso de la civilización terrestre. Llegó el tiempo de los robots humanoides, miles de veces más rápidos, eficientes y duraderos que sus inventores biológicos. La Tierra del año 2031 celebró el solsticio de invierno, con una celebración universal en los salones planetarios virtuales. Los hologramas brindaron por la paz mundial y la estrategia contra el virus, en camino de ser vencido. Algunos de ellos se enamoraron, dos hologramas se besaron en directo. Una anciana de noventa años, desconectada de la red, ajena a la celebración, sola en un rincón no identificado de la costa mediterránea, abrió la última botella de champán y brindó consigo misma, era Navidad y empezaba a despuntar el alba.