Peter Gric, ciudad apocalíptica |
lunes, 20 de abril de 2020
El Regreso
Insurgencia,
resistencia, palabras que en boca de mi vecina
sonaban a invocación diabólica.Una notaria tan formal, tan conformista, de pronto,
bueno, de pronto, no, en 37 días se había convertido en una rebelde contra el
Estado, contra todo.
martes, 17 de marzo de 2020
¿Dónde está Maripuri?
En el cuarto día de encierro lamento la escasa visión que
tuve cuando, hace dos semanas, me ofrecieron un cachorro de perro. Tres meses atrás
murió la perra de la familia, vieja y ciega, éramos nosotros sus lazarillos,
también le fallaba el olfato y en su decrepitud la conducíamos por la casa y
los paseos para que no se diera contra los muebles y las farolas.
Guardo aún el luto y me niego a tener en casa otro perro, me
parece una traición a su memoria. Sin embargo, las circunstancias aconsejan
tener cerca un can para salir a tomar el sol y respirar aire fresco. Un motivo
utilitarista y francamente egoísta. Es como tener un hijo con la finalidad de
conservar una relación, me parece intolerable y el colmo del desprecio por la
vida ajena.
Todo es confuso y extraño, a ratos pienso que la cuarentena es
la medida más apropiada. Que los chinos y coreanos han aplicado el método correcto;
otros veces sospecho que esto es una operación de ingeniería social para
colapsar la sociedad. Que estamos ante una tercera guerra mundial sin bombas ni
enemigo conocido, pero con daños económicos y sociales idénticos. Caerá este
modelo económico, ya en las últimas según opina un sector de economistas, y cuando
pasen cinco o seis meses, florecerá un sistema social, político y económico,
temo que más controlador y restrictivo.
Quiero pensar que sin perro podré salir de casa en cuanto se
flexibilicen las medidas. Por ahora subo y bajo los dieciocho escalones de mi
casa, los que comunican la planta baja con las habitaciones. Treinta veces al
día, quince por la mañana y quince por la tarde. Si hace sol, salgo al patio y
me tumbo en una hamaca, escucho música y veo pasar las nubes, pero hoy llueve y
mañana también, según anuncia la meteorología. Así que he sustituido el sol por
una película: La mujer del cuadro.
Película de Fritz Lang, de 1944. Es
una historia criminal, psicológica y muy acorde con los días que vivimos. Una
mujer fatal, la ilusión óptica en un escaparate y el tiempo representado por
todo tipo de relojes que aparecen en las escenas clave. Lang nos advierte de
que el tiempo tiene un final, cuando
se reinicien los relojes marcarán horas distintas. Es mi interpretación, a lo
mejor será una chifladura, pero a todo le veo el sesgo de que estamos ante la
caída de nuestra civilización.
No todo es tan malo, he tenido que interrumpir la escritura
porque acabo de recibir una llamada de mi vecina. Una mujer de cincuenta años
que vive sola, su única compañía, un perro que atiende por Maripuri, se ha fugado. No,
no me he equivocado, el perro es macho, el nombre en un dialecto hindú significa
danzante alegre. Eso afirma ella. Mi
vecina es muy original y moderna y no sabe idiomas, así que cada cual saque sus
conclusiones.
Vamos a lo que importa.
¿Qué podemos hacer para recuperar a Maripuri? ¡Y yo que sé! Las dos nos hemos asomado a la ventana y en voz en cuello hemos
gritado: Maripuri, Maripuri y así un
buen rato.
La calle es un clamor, los vecinos en sus ventanas a
grito pelado y sin melodía conocida, llaman a Maripuri , y el perro sin dar señales de vida. Yo creo que ha sido
una fuga muy bien planeada, y mira lo que te digo, le envidio.
domingo, 16 de febrero de 2020
Dies Irae
Detalle El triunfo de la muerte, Giacomo Borlone de Buschis, 1485 |
Cuando suceden hechos inesperados, los que obligan a cambiar nuestras rutinas
y tuercen planes y previsiones, la vida deja de ser un
sobrentendido. No sabemos qué pasará
mañana, lo cierto es que nunca sabemos que ocurrirá al día siguiente, pero el
paso de los días sin alteración,
provoca la ilusión de que
gobernamos en nuestro tiempo. Hasta que
ocurre un hecho fortuito y todo se va al garete, la agenda queda
convertida en un cuaderno de ejercicios que carece de otro sentido que no sea
el sentimental.
Estos días de epidemia en China, recuento de contagiados,
enfermos y muertos, de cuarentenas de
país militarizado, de vídeos que muestran un paisaje de pesadilla
enmascarada, me pregunto cuánto de verdad hay en todo lo que nos enseñan. Y si llega hasta aquí con semejante virulencia,
¿cómo reaccionaremos?
Desconfío de las cifras, desconfío de los síntomas, desconfío de las teorías conspiranoicas y vuelvo
la mirada a las otras pestes que asolaron esta parte del mundo.
Entre 1348 y 1444, en dos oleadas de la denominada peste negra, disminuyó la población europea en un 20 por ciento. Tal fue el promedio, pero en algunas zonas, por ejemplo L’Ille de France, la población disminuyó un 50 por ciento. En la Corona de Aragón, la reducción fue del 37 por ciento.
Las consecuencias las imaginamos, pero sobre todo las conocemos porque quedan documentos, registros y crónicas: hambrunas, desaparición de circuitos comerciales, crisis económica y territorios despoblados. Hubo otras pestes, cólera, tifus, gripe de 1918, tuberculosis y tantas a lo largo de los siglos, porque por mucho que pensemos que hoy es más fácil librarse de los virus y las bacterias, que la medicina y la tecnología aliadas pueden salvarnos, lo cierto es que pueden poco. La muerte provocada por persistentes organismos vivos, con capacidad para reproducirse y adaptarse demuestra que estamos indefensos y que ni siquiera sabemos el alcance que tendrán el presente virus y sus descendientes.
Agarrada al estoicismo, contemplo como la vida sigue un curso incontrolable y me consuelo con las lecturas que ayudan a entender la fragilidad de la vida, pero también nos acercan a la enorme generosidad de tantos que en circunstancias como la actual, pierden la propia vida por salvar otras.
En La peste, de Albert Camus hay un personaje central, el Dr. Rieux, quien alerta de la peste a las autoridades cuando observa, primero cadáveres de ratas y luego de vecinos. Como pasa siempre, los políticos van por detrás de la realidad, primero niegan, luego, ante la evidencia, acepta los hechos (o los recrean a su conveniencia).
Nuestro Dr. Rieux intenta, con sus escasos medios, contener la peste. En su crónica nos describe cómo avanza la muerte, las reacciones ante la cuarentena en la ciudad; los remedios y supersticiones de los vecinos y las actitudes frente al mal acechante.
Albert Camus destaca al personaje del médico por su voluntad ética y por creer, como escribe al final de su crónica, que los seres humanos somos más dignos de admiración que de desprecio.
Hoy, día 16 de febrero de 2020, aún no sabemos si este virus será en el resto del planeta como una gripe con un pico más alto de muertes o conducirá a una pandemia de proporciones devastadoras.
En China, la peste ha demostrado que hay muchos Dr. Rieux, gente que arriesga sus vidas para salvar otras. Albert Camus escribió que la enfermedad activa la palanca de la decencia y de la generosidad entre personas a las que no une ningún vínculo, y yo añado que ante las grandes catástrofes la bondad aparece, como también el pillaje y la mezquindad, pero un acto de amor tiene un efecto más expansivo y multiplicador que el mal campando a sus anchas.
jueves, 2 de enero de 2020
La cumbre de la felicidad
Escalera del Chateau de Chambord. |
Es de sobras conocido que la industria de la alimentación ha descubierto la fórmula diabólica del engorde humano sin efectos nutritivos. Masticar y tragar productos con los que apenas sentimos saciedad y nos impulsan a seguir comiendo, sean patatas fritas o rosquillas de factura industrial. La combinación de sal, azúcar y grasa, en proporciones que desconozco, crea el bliss point un concepto que significa que comerlos nos lleva casi a la felicidad, pero sin alcanzarla nunca. Por eso no es suficiente una patata frita, unos crujientes de maíz o cualquiera de las versiones de picoteo que se venden en los supermercados. Consumir y no dejar sobras es el objetivo.
La idea de llegar a ese punto de felicidad, que casi se toca pero que jamas se disfrutará, es una de las características más llamativas de estos tiempos y foco de la industria para crear necesidades consumistas improrrogables.
Es una desgracia aspirar a la felicidad, a pesar de la muy citada frase de Jefferson que la señala como justificación de toda vida humana. La ciega persecución del simulacro de felicidad, a través del consumo de bienes o de estados emocionales ortopédicos, es la prueba de que ha culminado con éxito la idiotez como modelo social.
Aquello que no sirve para una satisfacción inmediata o un beneficio material, desaparece de nuestro horizontes personal. La frustración y el perpetuo anhelo de la promesa de un cielo cercano que se aleja cuanto más cerca creemos tenerlo, provoca sufrimiento, agota y anula nuestra capacidad de pensar. Lloramos y odiamos las promesas porque el goce es menor de lo esperado, una sombra apenas vista, sin embargo se ha creado en un nuestro cerebro la adicción a la felicidad imposible.
Contra ese mal solo existe un antídoto, la comprensión de que la vida es, ante todo, una sucesión de episodios que conducen a un final seguro. Tal certeza debería servir para abrazar nuestros actos desde la perspectiva de lo inútil, de lo que no proporciona ganancias ni enriquecimiento en bienes y fama. Si hubiera un secreto para vivir con serenidad y aprovechamiento, creo que no serían otros que la curiosidad por el conocimiento y la alegría que proporciona el amor, la amistad y la creación artística en cualquiera de sus manifestaciones.
Con estas reflexiones he empezado el feliz año 20, mi propósito, el único, no es alcanzar el cielo, sino esquivar el infierno de los vivos, tal como aconseja Italo Calvino en el diálogo final de Ciudades invisibles.
El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y hacerlo durar y darle espacio.
domingo, 17 de noviembre de 2019
Almas sin paraíso
Hace unos días alguien que conoce a fondo, al menos así me lo parece, la influencia y el futuro de esta hiperrealidad construida por internet en apenas treinta años, me avanzó que muy pronto todos los humanos seremos ángeles. ¿Cómo? ¿Ángeles?
¿Nosotros convertidos en seres descarnados en vuelo rasante de aquí para allá?
Me gustaría que fuera verdad, la versión actualizada de los ángeles benéficos, aquellos imaginados por Dionisio Areopagita en el siglo V, quien quiso convertir los dáimones platónicos en mensajeros de la divinidad deseosos de ayudar a los descarriados y dolientes humanos.
Mi fuente fidedigna me corrigió: no ese tipo de ángeles con alas y belleza sobrenatural; seremos un holograma, una visión desmaterializada de lo que hoy somos, o de lo que fuimos ayer, elegiremos con qué imagen nos quedamos para socializar con otros como nosotros, mientras nuestro cuerpo será destruido y solo se conservará la información neuronal para vincularla a la imagen tridimensional.
Esta predicción descabellada me pareció una broma, claro que estaba ante alguien que dirige una investigación de primer nivel en Inteligencia Artificial, un ateo con mucho sentido del humor y que tiene la facultad de enmudecer a las ignorantes como yo. Así que el plazo no será muy largo, en quince o veinte años, sino antes, la humanidad en su versión biológica desaparecerá, es la consecuencia lógica si queremos que la especie humana evolucione. Habrá una extinción de todo ser vivo, quedará el planeta devastado, como Marte, ya no necesitaremos ni oxígeno, ni alimentos, ni nada de lo que ahora es tan necesario para vivir.
¿Y este apocalipsis quién lo ha decidido? A ti te lo voy a decir, me ha contestado. O sea, que no sé si me estaba tomando el pelo. Los argumentos para llegar al exterminio biológico programado son dos.
El primero, que la humanidad está en un bucle histórico donde se suceden guerras, hambrunas y conflictos territoriales aniquiladores. Si no se corta de cuajo este ciclo diabólico, también nos aniquilaremos sin remedio entre sufrimientos inútiles, eliminando la posibilidad de evolución de la actual humanidad.
El segundo, que toda especie inteligente alcanza su mayor evolución cuando supera la fase biológica para convertirse en inmortal, en un proceso de perfeccionamiento tecnológico. No nacerán nuevos humanos, los que habiten la Tierra en el momento de transición alcanzarán nuevas versiones de sí mismos, cada vez mejores, destinadas a poblar el Cosmos desde su naturaleza incorpórea.
Esta conversación, a la que no he dejado de darle vueltas, tiene visos de no ser una invención para pasar la sobremesa de un domingo. Me imagino un próximo futuro donde todos los que hoy habitamos este planeta, nos relacionaremos en un infinito mundo de recreaciones de cuando éramos de carne y hueso, acogidos en una Tierra habitable. Todo será gozo y sabiduría, y de vez en cuando un impulso eléctrico nos llevará a aquella playa, al verano donde dimos el primer beso a aquel chico tan simpático del que hoy no recordamos ni su nombre.
domingo, 22 de septiembre de 2019
Malas compañías
Hubo una época en la que Lovecraft era lectura compartida con un grupo de amigos en nuestros encuentros, casi siempre en excursiones por la montaña. Nos dedicábamos a citarlo, recrear sus personajes y parafrasearlo. Chulthu y El Wendigo eran nuestros preferidos. Nos gustaba, sin venir a cuento, clamar: ¡Ah, mis ardientes pies de fuego! y así pasábamos el rato hasta que llegaba la noche y pocos se atrevían a levantarse de las literas de los refugios para ir al baño. Por si El Wendigo merodeaba.
Desde esa tierna edad, al final de la adolescencia, no he vuelto a Lovecraft, pero este verano he leído a uno de sus discípulos: Thomas Ligotti, un escritor que sigue la estela del relato tenebroso inolvidable, del que nace un terror sin sangre ni sierra eléctrica. El horror de lo incomprensible, de aquello que no vemos pero que sabemos que está ahí, echándonos su aliento mortal en la nuca.
En La Conspiración contra la especie humana, Thomas Ligotti desarrolla su tesis contra el engaño colectivo (es su afirmación) e intenta demostrar la estupidez y el sinsentido de la vida humana. Desnuda la conspiración que ha arrinconado a pensadores que se han reído del canto a la vida, porque tal don es un invento para ocultar la inutilidad de la existencia humana.
Ligotti escribe bien, reflexiona muy bien y es un placer dañino leerle. Se carga el pensamiento positivo y las invocaciones para disfrutar de la vida porque es un regalo maravilloso. Al contrario, advierte de que estamos fascinados por la quimera de la felicidad merecida. Esa fascinación esclaviza por eso a él, las alabanzas y las promesas de una vida de provecho le chupan un pie.
Giotto, 1266-1337. Capilla de Scrovegni, Padua |
Es nihilismo, sí, y muy bien argumentado porque Ligotti tiene una parte considerable de verdad cuando destruye los sofismas sobre los que se ha levantado la cultura occidental. El sufrimiento, y la consciencia de su existencia, inevitable en toda vida humana, nos hace temerosos y maleables, dúctiles a discursos optimistas.
Queremos promesas de una vida plena y feliz en el horizonte, a ella queremos llegar, aunque sepamos y sea inaceptable reconocer que nos espera la enfermedad, el deterioro físico y la muerte. No hay nada heroico en vivir.
Ligotti es una mala compañía que no ha podido con mi naturaleza optimista, aunque ahora soy como aquella protagonista del chiste, la que va a la psicóloga para que le cure una manía. Al cabo del tiempo se encuentra con una amiga que le pregunta por el tratamiento y nuestra protagonista contesta: sigo con la manía pero ahora me importa un pito. Esa soy yo.
domingo, 16 de junio de 2019
¿Qué puede ir mal?
Hace unos días leí un artículo sobre el falsificador literario, Mark Hofman. Según confesó durante el juicio, podía imitar a la perfección cualquier autor, vivo o muerto. La técnica empleada y su habilidad eran tan sofisticadas que ningún experto desconfió de él durante años. Todo se torció cuando decidió asesinar a dos mormomes -él también lo era- con quienes tenía tratos. Había quedado en entregarles documentos (falsificados) de la Iglesia a la que pertenecían y de la que obtuvo una millonada por sus casuales hallazgos de las profecías del fundador, pero decidió poner una bomba lapa en los coches de sus dos clientes.
La historia es ejemplar por muchos motivos, no, desde luego, por las acciones de Hofman, pero sí porque cuestiona el valor de la obra y la incompetencia de algunos expertos y responsables de certificar la autenticidad de las obras artísticas y por último, desarbola la veracidad y validez de los documentos, de todos. Y en el papel de cooperador necesario, la codicia insaciable de los que mercadean con todas las modalidades de la obra artística.
El valor económico de una creación es el resultado de un consenso académico, cultural y de mercado, no sabemos en qué proporciones actúan las tres variables y hasta qué punto están viciadas por el beneficio e interés personal. Afirma el historiador del Arte, y en un tiempo director del Museo metropolitano de Nueva York, Thomas Hoving, que las falsificaciones en artes pictóricas superan al menos el 40% de lo que se mueve en museos y galerías, sin contar el material que se subasta y vende.
Hofman consiguió que se aceptara -y subastara en Sothebys-¡Oh, my God! un poema de E.Dickinson sin levantar sospechas. Durante quince años elaboró cientos de documentos que siguen en circulación o en bibliotecas, la del Capitolio, por ejemplo, que pasan como documentos auténticos. El catálogo de caligrafías extraordinarias y de contenido nada desdeñable recorre Emerson, Whitman, Abraham Licoln, Jorge Luis Borges, Dickinson y muchos más.
Hofman habría sido un escritor extraordinario de su propia obra, pero su estupidez unida a la imaginación dirigidas al engaño, destruyeron su ascenso al altar de autores consagrados. Disfrutaba colocando sus escritos en prestigiosas casas de subastas, instituciones y coleccionistas. Era capaz de inventar un poema, un discurso, un relato o una profecía, clonar la caligrafía, expresión y singularidades del trazo, métrica, vocabulario y sintaxis. ¿Es razonable negar idéntico valor literario al original y su copia?
¿Hay menos fraude en la literatura en comparación con las artes visuales? Dudo que sea así. Estoy segura de que en este instante, en algún lugar del planeta se está clonando una obra que ostenta marca -firma-identificable, prestigio y valor económico en el mercado para ponerlo en circulación cuanto antes. Una obra de arte, un texto manuscrito de un autor reconocido es a la vez un objeto para el disfrute de quien lo posee y una inversión financiera. Peligrosa combinación que facilita la producción y falsificación de obras, no solo destinada a incautos coleccionistas, también a instituciones culturales prestigiosas.
Volviendo a la literatura, Hofman es un asesino, un idiota y un escritor de primera línea, al mismo tiempo sus actos son la prueba de lo que ya anticipó Max Aub con sus apócrifos: no existe medio humano para otorgar veracidad a un escrito, la realidad es inaprensible y susceptible de ser manipulada hasta transformarla en un artefacto con apariencia real y legítima.
Para demostrar su punto de vista, Max Aub escribió varios textos apócrifos, el más sonado e irrefutable fue la creación de la biografía de Jusep Torres Campalans, un desconocido pintor vanguardista catalán que acabó sus días en Chiapas. Publicó la biografía en 1958, la diseñó como si fuera una monografía al estilo de las colecciones de arte. Se aceptó que Torres Campalans era un pintor que, por los avatares de la Guerra Civil española, fue relegado al olvido. Algunos expertos en arte del siglo XX aseguraron que tuvieron la suerte de conocerlo y contemplar algunas de sus extraordinarias pinturas.
Max Aub desveló la naturaleza ficticia de Torres Campalans y, desde luego, se ganó bastantes enemigos, no hay nada más vergonzoso que dárselas de especialista y quedar como un papanatas y un farsante.
Hofman sigue en una prisión de Utah y según dicen los guardianes se pasa el día escribiendo ¿Qué puede ir mal cuando un estúpido, con dotes sobresaliente para la literatura, dedica seis horas al día a escribir obras inmortales?
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