Escultores en su taller. Nanni di Banco, 1412 |
La última vez que lo vi fue en el túnel de
lavado, allí estaba, sacando brillo a la máquina, aislado por completo del
mundo. Podría haber pasado por su lado y no me habría visto. Él era así, un
tonto. Lo digo con cariño, un tonto que no percibía mis señales. Era
la suya una incapacidad natural y
prevista en seres de su condición. No padecía enfermedad de ningún tipo,
tampoco era un narcisista a quien le
importara una higa la felicidad ajena. Al contrario, se desvivía por satisfacer
a la gente, o sea, a mí, aunque sin atravesar jamás la superficie.
No supiste, vida mía, interpretar lo que se ocultaba detrás de mis palabras, gestos y miradas que revelaban el deseo de una mujer enamorada. Durante el tiempo que estuvimos juntos, sobre todo al principio, su naturaleza me parecía una ventaja, un don que aseguraba la convivencia pacífica. No era suspicaz, picajoso o quejica, ni siquiera se ofendía por los comentarios que le dirigía –bastante a menudo-con ánimo de herirle o de burlarme de él, por culpa de mi corazón despechado. Era un bendito, de una inocencia angelical, ¿cómo pude enfadarme con él?
No supiste, vida mía, interpretar lo que se ocultaba detrás de mis palabras, gestos y miradas que revelaban el deseo de una mujer enamorada. Durante el tiempo que estuvimos juntos, sobre todo al principio, su naturaleza me parecía una ventaja, un don que aseguraba la convivencia pacífica. No era suspicaz, picajoso o quejica, ni siquiera se ofendía por los comentarios que le dirigía –bastante a menudo-con ánimo de herirle o de burlarme de él, por culpa de mi corazón despechado. Era un bendito, de una inocencia angelical, ¿cómo pude enfadarme con él?
Rememoro ahora, mientras lo recuerdo frotando el capó del coche, con ese afán infantil que une gesto y acción, sacando la lengua cuando la mancha requería une esfuerzo físico suplementario para borrarla. ¡Qué limpio era!
El día que le dije que lo nuestro había llegado al final de su recorrido, me respondió: pero si hace una
hora que no nos movemos del sofá.
Y así continuó durante
un rato la conversación, sin pies ni cabeza. Yo acusándole de no saber leerme y
él, con esos ojos divinos, oscuros como
la obsidiana, contestando que si no sabía leerme era porque nunca le
había dado nada escrito por mí. Me desquiciaba. Yo solo quiero estar contigo. Me dijo, y a continuación, con idéntico tono de voz: es el título de una
canción, la cantaba Dusty Springfield, fue un éxito de 1964 I only want to be with you. ¿Quieres que te la seleccione?
Cerraba las puertas a todos mis intentos de que asumiera su culpa y se corrigiera. Que sí, que era muy fácil la convivencia, sin broncas y con quien tenía respuestas para todo, sin embargo, sentía que algo nos separaba porque yo necesitaba cariño, mucho cariño y él no tenía en cuenta mis sentimientos.
¡Me equivoqué, lo reconozco! Lloro todas las semanas un rato, los jueves a las seis, que era
cuando hacíamos juntos la compra semanal. Antes de llegar a la caja ya había
contado las calorías y el precio de cada
producto. Desde que devolví a Manolo he engordado cinco kilos. Lo que más me duele es verlo con otra, que le
limpie el coche a esa petarda, que le lleve la agenda y la entretenga con sus mil habilidades domésticas y sus
saberes que se renuevan amplían y doblan cada dos días. ¿Qué quieres, una receta de verduras al
horno? Tengo un millar. ¿Necesitas entender el contrapunto y profundizar en el barroco español? No te apures, ahora te lo cuento y de paso,
te muestro ejemplos para que lo
entiendas.
Han reseteado a mi Manolo. Lo han revendido y actualizado. Ya no guarda
memoria de mí y eso es lo que más me duele. ¡Qué gran error fue apagarlo! ¡Shhh! fue su último sonido, como un
globo al desinflarse. Mi Manolo. ¡En
mala hora te saqué la batería de tu oreja izquierda y la tiré al fuego de la chimenea!