Cuenta Arthur Koestler en su apasionante autobiografía, que su apellido es una invención de su abuelo, quien en la guerra de Crimea escapó a través del monte hasta llegar a Hungría. Kestler o Koestler, era allí un apellido común, perfecto para pasar inadvertido. El abuelo se casó en Budapest, donde vivió desde 1860. Jamás reveló su verdadero apellido y origen, quizás para proteger a sus descendientes o para ocultar un pasado del que se avergonzaba.
El último recuerdo de su abuelo se remonta al año 1911 y está enlazado con el bocadillo de jamón que le compraba los domingos. Jamón que se comía el niño Koestler, mientras el abuelo se abstenía sin dar otras razones que los prejuicios, de los que no se pudo zafar nunca, fruto de la estricta educación que recibió en Rusia. La ley mosaica, el judaísmo no explícito de su familia marcó la vida del escritor en sus primeras aventuras políticas.
Desde que leí sus autobiografía, sus novelas y más tarde los ensayos sobre ciencia, psicología social y por último, parapsicología - por este orden- no queda rastro de mi fe en la bondad de las ideologías políticas (o eso creo) que dejaron su mortífera huella en el siglo XX.
La personalidad de Arthur Koestler fue magnética, concitó odios y simpatías, cosa nada rara en un intelectual que atravesó el siglo con una valentía personal insólita. No me refiero a viajes físicos, que también, sino al permanente desafío ideológico, cuando muy pocos se atrevían a denunciar el totalitarismo. Con Albert Camus escribió un libro contra la pena de muerte, ambos abominaron de las purgas estalinistas y del fascismo.
Recibió como premio por sus desvelos, dos condenas de muerte: una dictada por Franco, en Málaga, durante la guerra civil, acusado de espiar para los comunistas; la otra estaba escrita en alemán, con la firma de Hitler. Sobrevivió a los fusilamientos gracias a azarosas circunstancias que analizó más tarde, en su época de escritor de fenómenos extrasensoriales.
Recibió como premio por sus desvelos, dos condenas de muerte: una dictada por Franco, en Málaga, durante la guerra civil, acusado de espiar para los comunistas; la otra estaba escrita en alemán, con la firma de Hitler. Sobrevivió a los fusilamientos gracias a azarosas circunstancias que analizó más tarde, en su época de escritor de fenómenos extrasensoriales.
En 1932 atravesó la URSS y China en unas condiciones arriesgadas, sometido al control y la desconfianza de las autoridades. El viaje le permitió conocer de primera mano a comunistas convencidos, escritores y poetas caídos en desgracia por no someterse a la disciplina del partido y supo de la impávida ceguera de los burócratas que solo obedecían órdenes. De esa experiencia se nutrió para posteriores obras, también le convenció de que era un régimen indefendible. En 1939 abandonó su militancia comunista, fundó ese mismo año un periódico en París en el que denunció el pacto ruso alemán de no agresión. Su actividad y actitud crítica le costó el confinamiento en un campo de concentración en 1941, lo relató poco después de su liberación, en la novela La espuma de la Tierra. En El cero y el infinito, novela de 1937, se encargó de explicar al mundo cómo funcionaban los juicios estalinistas, a través del personaje de un anciano bolchevique que es acusado de crímenes contra el Estado y cuya inocencia enterrará con la confesión forzada de los inexistentes delitos.
En 1978 publicó un extraordinario ensayo: Jano, sobre la cuestión que más le había interesado durante toda su vida: las raíces del Mal encarnado en cualquier totalitarismo, sea la fe ciega en un sistema religioso, social o ideológico; aquéllos que a lo largo de la historia han provocado millones de muertes e incontables sufrimientos. El libro se publicó en España en 1981, no ha vuelto a reeditarse, creo que está descatalogado.
Jano era el dios romano de las puertas, según explica Frazer en La rama Dorada. La efigie del dios de las dos cabezas se ponía en la entrada de la casa como protección del hogar, simbolizaba la perfecta custodia, con una mirada al interior y otra al exterior. La doble cabeza del dios aseguraba una vigilancia sin fisuras. En la obra de A. koestler, Jano adquiere un poderoso significado: las dos cabezas son el reflejo del ser humano, de su parte visible e invisible; de nuestros anhelos por la persecución fanática del Bien que puede acabar convirtiéndose en una fuerza destructiva pavorosa; del pasado que da la espalda al futuro.
El escritor niega que el egoísmo personal sea el culpable de las barbaridades a las que nos entregamos de manera cíclica, disfrazadas con el nombre de guerra, mito nacional, campo de reeducación, paraíso social, religiones y sectas de todo pelaje.
Examina el funcionamiento del individuo dentro de un grupo. Estos últimos años se han conocido experimentos sociales y psicológicos de laboratorio que confirman la tesis de Koestler en relación a la influencia del grupo y la autoridad sobre los individuos. Hay un buen ejemplo en la película La ola, basada en un caso real de adoctrinamiento fanático de un grupo de estudiantes.
"El hombre no es ni ángel ni demonio, pero es en los intentos de hacer de ángel cuando se convierte en demonio". Esta cita, conocida como la paradoja de Pascal, le sirve a Koestler para señalar el fanatismo como la raíz del Mal. La tentación totalitaria es una constante en las sociedades humanas. Quienes se someten a la Causa Justa por la que merece la pena morir y matar, se rinden a la autoridad de un líder.Un sometimiento infantil que anula los valores personales y la facultad crítica a cambio de la seguridad que proporciona pertenecer al grupo. La siguiente pregunta que se hace A.Koestler -y tantas personas- es el porqué de nuestra incapacidad para sacar lecciones del pasado, por qué caemos en los mismos errores, siglo tras siglo. Quizás sea la combinación de ideas simples, débiles argumentos racionales y potentes consignas que excitan la emoción, donde reside el núcleo de esa fascinación del ser humano siempre dispuesto a abrazar una identidad colectiva que satisfaga el deseo de pertenecer a algo grande, trascendente, más allá de su humilde yo irresponsable de sus actos, por más horrendos que sean.
En una de las últimas entrevistas que concedío antes de suicidarse los 77 años, afirmó que era un hombre con indignación crónica cuyo paraíso personal se reducía a escribir todos los días mil palabras, de las que solo doscientas consideraba aceptables. De las que cierran esta entrada puede sentirse orgulloso.
"La forma más elevada de creatividad humana es intentar salvar el espacio entre el plano trivial y el trágico de la vida humana"