Cuando se lee literatura clásica, por curiosidad,
para buscar una cita apropiada, por casualidad, porque no hay otra cosa que
llevarse a los ojos; por cualquier circunstancia en la que nuestra elección ha sido, por
decirlo de alguna manera, empujada hacia un texto clásico, sin que exista un
previo interés en el exclusivo disfrute de la
lectura, se produce, al menos en mi caso, asombro ante el despliegue de la acción narrativa, de la perspicacia y comprensión de la naturaleza humana y de los conflictos que marcan nuestra existencia.
La sensación es que los
narradores sabían o al menos intuían, algo que nosotros, hoy, en una sociedad tecnologizada e hiperinformada
ignoramos. Nuestra cultura abreva
una y otra vez en las fuentes sin llegar a saborear, a localizar el elemento que convierte ese preciado líquido en perenne
sabiduría, que no se marchita y que reverdece con cada generación.
¿Por qué Ulises, Electra, Caín, Horus, el Minotauro o, ya más tardío, el potente relato de La
Divina Comedia, son resucitados una y otra vez?
La Divina Comedia. Giovanni di Paolo, 1444 |
Quizás porque nos muestran el lado oculto de lo que somos y
esa revelación constituye un santo y seña con el que es posible atreverse a vencer el miedo, perseguir
una ilusión, derrotar el Mal, enfrentarse con las infinitas desgracias que nos acompañan, y lo hacen mediante una clara invocación al poder que no vemos
pero que está siempre presente.
El Universo gobernado
por fuerzas invisibles acude para
echarnos una mano siempre que reconozcamos su existencia. Es el poder del Mito,
que nos alimenta incluso a pesar de nosotros mismos.
Ahora importa la Historia con pretensión de ciencia objetiva y
científica, queremos saber lo que ocurrió de verdad, imponer orden cronológico a la
catarata de sucesos caóticos e incesantes de los que recibimos información al
segundo, sin que nos vincule el conocimiento que subyace en el drama o la comedia, es imperioso olvidar rápido para sobrevivir a lo que está desprovisto de poder simbólico y que se sirve en un único plano descriptivo.
Catal Huyuk, Anatólia |
En las sociedades pretecnológicas, lo narración del drama consistía en
ligar el significado con el acontecer diario como clave para afrontar la repetición que
tendría lugar en un tiempo futuro, porque el tiempo no se percibía lineal, sino
como un círculo, la rueda que nunca se
cansa girar.
Un hecho fundamental
y fundacional en las primeras sociedades
humanas era cantado con todo detalle,
generación tras generación, sin apenas cambios, porque era un relato sagrado que
no solo entretenía, también mostraba un modelo social de comportamiento y
un manual para acercarse a lo desconocido, inexplicable y misterioso de la existencia humana.
Algo mágico
nos une con nuestro pasado mítico, las intuiciones se revelan verdaderas para pasmo
de estudiosos. Ocurrió con Schliemman que creyó a pies juntillas en la
veracidad del relato Homérico. Tal era su fe, que se propuso hacerse
millonario -lo consiguió- para dedicarse sin preocupaciones económicas a seguir un texto de más de dos mil quinientos años de antigüedad
y pagar las excavaciones. Su pasión,
unida a la colosal inteligencia que poseía y, quizás alguna ayudita de Paris o Helena, le
llevaron hasta el lugar exacto donde se hallaba Troya. Aquello
fue lo nunca visto, la sociedad arqueológica internacional no tuvo más
remedio que reconocer el mérito de quien no había pisado una Universidad en su
vida y era visto como un estrafalario con la cabeza llena de pájaros.
En su libro
Nueve Vidas, de William Dalrimple, se explica
un caso pasmoso de intuición, esta vez de un joven estudiante de lenguas clásicas, Milman Parry. En las largas jornadas de estudio en la
universidad de Cambridge, en Massachusets, imaginó que las obras de Homero, el cimiento de la literatura occidental, fueron en su
origen poemas orales. Por loco lo trataron, pues se consideraba imposible que miles de versos
fueran memorizados y repetidos durante
cientos de años sin cambiar el sentido y las palabras de la narración.
Parry descubrió que en los Balcanes quedaban bardos que se sacaban unas perras
recitando poemas épicos en los cafés
turcos. En el año 1933 se dedicó a viajar por Yugoslavia, recogió miles de poemas heroicos y epopeyas que en los años
treinta aún se recitaban con éxito.
Por ejemplo, conoció a un anciano bardo que relataban sin cambiar una letra, un poema épico de 16.000 líneas, jamás se equivocó, tal como comprobó Parry durante los meses en los que estuvo presente en sus actuaciones
de café; también grabó en más de media tonelada de discos de aluminio
las hazañas memorísticas de los últimos cantores épicos yugoslavos.
Su teoría se abrió paso cuando pudo demostrar que, efectivamente, era posible, transmitir durante siglos y con extrema exactitud, un relato de características semejantes a los poemas
homéricos.
En la India, en los años setenta y resistiendo el invasión
de la tele, un bardo era capaz de
recitar sin trastabillar el Mahabharata, que equivale a la Ilíada, la Odisea y
la Biblia, todo en uno. Una dimensión narrativa estratosférica que el bardo repetía
durante sucesivas noches en
rituales de puja, sin alterar una letra.
Los bardos compartían una característica imprescindible para el oficio:
eran analfabetos. El hecho es que los bardos que
posteriormente adquirieron las habilidades de lectura y escritura, vieron cómo se esfumaba su capacidad para recitar.