Detalle nacimiento de la primavera, Sandro Boticelli, 1485. |
En El
desierto de los Tártaros, Dino Buzzati nos cuenta la esperanza de un hombre fiado a un inminente acontecimiento extraordinario que le ha de liberar de la insoportable rutina. Nunca sucede nada y esa es su perdición. Y aquí
estamos, en nuestro particular desierto tártaro, a las puertas de un anunciado apocalipsis, un
espejismo que hace tanto tiempo que está entre nosotros que nos parece familiar. Nada
preocupante porque antes del 21 de diciembre de 2012 nos han precedido incontables
finales del mundo sin que nada haya
cambiado, a pesar de que todo parecía
que fuera a cambiar para siempre. El catálogo de barbarie, organizada y con ánimo de causar el mayor daño
posible es tan numeroso y conocido, que inútil
es volver sobre los hechos,
algunos tan cercanos en el tiempo y en el espacio que sobrecoge el ánimo la
inagotable capacidad para el mal de la
que somos capaces.
Detalle del manuscrito Voynich, 1400. |
En previsión de que la duración del apocalipsis se prolongue unos cuantos
lustros, me he construido mi propio
refugio, sin agua ni barritas energéticas, y como arma de defensa personal, un
spray de salsa Tabasco -caducado- que pica pero no
mata.
Como todo el mundo sabe o debería saber, el mejor refugio es personal e intransferible, sirve para hacer más llevadera la última hora, que no es poca cosa. Pensar en sobrevivir al Apocalipsis es un oxímoron como una casa, un error conceptual imperdonable que se paga muy caro. Esa pandilla de optimistas descerebrados no saben que acumular comida, bebidas y armas les convertirá -si no lo son ya- en gente mezquina y con un humor intratable, pendientes de las garrafas de agua y sin quitarle el ojo a las raciones, con la pretensión de salir sin anemia al paisaje después del Fin del mundo. Centinelas con la escopeta apuntando al insolidario que afana a escondidas una tableta de chocolate, confinados y revueltos en un sótano maloliente. Un infierno que no se lo deseo a nadie, infinitamente peor que el apocalipsis verdadero, del que no hay quien se libre, pues para eso se llama así y no ciclogénesis explosiva, por ejemplo, y en todo caso, los encerrados en el refugio nuclear se perderán las trompetas, los cielos abiertos y tremenbundos sucesos naturales dignos de contemplar ( una sola vez en la vida)
Como todo el mundo sabe o debería saber, el mejor refugio es personal e intransferible, sirve para hacer más llevadera la última hora, que no es poca cosa. Pensar en sobrevivir al Apocalipsis es un oxímoron como una casa, un error conceptual imperdonable que se paga muy caro. Esa pandilla de optimistas descerebrados no saben que acumular comida, bebidas y armas les convertirá -si no lo son ya- en gente mezquina y con un humor intratable, pendientes de las garrafas de agua y sin quitarle el ojo a las raciones, con la pretensión de salir sin anemia al paisaje después del Fin del mundo. Centinelas con la escopeta apuntando al insolidario que afana a escondidas una tableta de chocolate, confinados y revueltos en un sótano maloliente. Un infierno que no se lo deseo a nadie, infinitamente peor que el apocalipsis verdadero, del que no hay quien se libre, pues para eso se llama así y no ciclogénesis explosiva, por ejemplo, y en todo caso, los encerrados en el refugio nuclear se perderán las trompetas, los cielos abiertos y tremenbundos sucesos naturales dignos de contemplar ( una sola vez en la vida)
Mi refugio tiene apenas dos metros cuadrados, ya ve
usted que sencillez, y está en lo alto
de mi casa, con vistas y la puerta abierta para que quien se le
antoje, pueda quedarse un rato a charlar sobre los fenómenos de los que –dicen- seremos testigos. He empezado a prepararlo hace apenas unos días, como todos los años en
vísperas de Navidad.
Mosaico de Paolo Uccello, 1425. San Marcos, Venecia |
Antes de las fiestas siempre elijo un
libro con la pretensión de leerlo en
cuanto el frenesí de la celebración se apague y lleguen los días tranquilos, entre Año Nuevo y Reyes. Sí, me refiero a ese periodo en el que los adornos
navideños ya están deslucidos, el musgo seco, las aciculas del abeto se caen y
dejan un rastro de pelos verdes en el
suelo; cuando el muérdago verde brillante, que anticipaba la suerte con sus bolitas glaucas ha perdido la tersura y ya solo parece lo que
es, un parásito, una cenicienta de
regreso a la oscura cocina, incapaz de cumplir su promesa.
En mi refugio hay un libro, que ya está listo para ser
leído, bien es verdad que le he echado algunos vistazos y que lo miro muchas
veces porque su portada
es un presagio de felicidad. Y otro libro, pequeño, de bolsillo, que hoy mismo he
empezado a leer. No, no es una auto trampa, pues me he dicho a mi misma que el tocho,
del mismo grosor que el Manual de Derecho procesal penal cuya único servicio es elevar la pantalla del ordenador (alabado sea el Señor) requerirá mucho tiempo, atención y sobre todo, disfrute. Como digo, esta tarde he empezado a leer
el librito de Giuseppe Tomassi di Lampedusa, se trata de una recopilación de ensayos sobre la escuela literaria francesa del siglo
XVI. Lo publicó Bruguera con el título de Conversaciones literarias. Maurice Scève,
el Mallarmé del Renacimiento, según el siciliano, ha sido lo primero que he
leído antes de ponerme a escribir este post.
Toco la superficie, suave y
satinada del volumen estrella de mi refugio para el final de los tiempos, y he de confesar que cuanto más lo abro, más me gusta. Leo el prefacio del autor (sí, sí, he pecado, ya he leído las veinte primeras páginas) y más convencida estoy de que ese libro fue escrito para el gran momento que estamos viviendo. A Harold Bloom no se le
ocurrió mejor idea que escribir Genios, un estudio sobre cien escritores, creadores
divinos del mundo en el que apenas hemos empezado a vivir. Y la obra de 939 páginas la organiza según la representación
del Árbol de la vida, los sefirots de la Cábala dan título a los capítulos. El símbolo cabalístico
supremo de Dios, bajo la emanación divina de sus nombres, los sefirots –probable origen
en la palabra hebrea seppir, záfiro- son
iluminaciones que otorgan la energía vital.
¿Puede
haber mejor refugio que tener entre las manos tal fuerza creadora?
Felices fiestas y un Apocalipsis al aire libre y, si es posible, con el horizonte despejado.