La escritura es una radiografía de la personalidad de quien se atreve a
contar una historia, no importa si en clave costumbrista, elige la experimentación o
se aferra a un género pautado, como puede ser la novela negra. En
cuanto se han leído unas cuantas páginas
aflora la identidad del escritor, incluso me atrevería a decir que podemos
seguir el rastro de sus fobias y filias en los personajes que inventa. Con buen ojo y afición, es posible detectar al escritor inseguro, ese que intenta caer
bien a casi todo el mundo, que mide sus palabras para no significar una molestia para nadie, convencido de que el camino de
la aceptación de editores y críticos le abrirá las puertas de la fama y el dinero. Algunos autores de esa clase triunfan, en el sentido de recibir
la atención de los medios de comunicación, participar en tertulias y leer el pregón de
las fiestas de su pueblo pero, sobre todo, alcanzan su objetivo cuando el
vecindario se dirige a ellos como
gloria de las letras. Y son felices, a
su manera, como las familias felices de
Tolstoi en el primer párrafo de Anna Karenina.
¿Es malo pertenecer a tal estirpe de escritores de entretenimiento, de identidad literaria indefinida, sin marca personal? Pues como en el chiste, no es bueno ni malo,
es hacer uso de la palabra escrita para fines comerciales sin que el fantasma, el espíritu
creador se nos aparezca para comunicar algo que hasta entonces nos era desconocido. A veces el
escritor comercial, el que vende libros como rosquillas, tiene un poderío tal que aunque escriba un folleto de propaganda deja una impronta
inolvidable. Es como esa gente estilosa,
la que con un pingo por ropa y sin peinar, sigue siendo distinta al común de los
mortales.
Lo anterior viene a cuento de un escritor al que vuelvo una y otra vez. Robertson Davies, exitoso, erudito sin ínfulas ni pedantería, perspicaz e irónico. Un sabio
que no pierde jamás el tono que caracteriza a los grandes narradores: cuenta historias
con un perfecto control del tiempo y del ritmo, las escenas y los personajes se
convierten en carne y hueso para que
comprobemos, por nosotros mismos, que la verdadera
creación requiere facultades que muy
pocos poseen. Robertson Davies lucía pinta
de patriarca bíblico, su presencia física era imponente, de aspecto victoriano y
con una mirada inquisitiva que acoquinaba.
La trilogía de Deptford fue la
primera que leí: El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios;
luego, La trilogía de Cornish: Ángeles rebeldes, Lo que arraiga en el hueso y La lira de
Orfeo. Por último, la Trilogía de Salterton: A merced de la tempestad, Levadura
de malicia y Una mezcla de flaquezas.
En todos sus libros es patente que poseía una vasta cultura, imposible de disimular y un
perfecto conocimiento de las grandezas y
debilidades humanas. Su visión del mundo es la de quien todo lo ha vivido y experimentado sin perder la
confianza en la inesperada revelación, en un instante, pues así es como suceden los destellos transformadores, de que la vida es un haz de luz que podemos dirigir hacia nosotros mismos. Era canadiense, fortachón,
actor en su juventud, estudiante en Oxford, periodista, hombre afable y un escritor de primera.