The new novel. Winston Homer, 1836-1910. |
Algunas nos pasamos la vida en busca del
misterio, y aunque suene grandilocuente, de la trascendencia que ocultan
las obras artísticas transformadoras, las que provocan un cambio interior, una percepción distinta a la que hasta entonces teníamos. En mi caso, han sido decisivas las creaciones literarias en
un sentido muy amplio, aquí incluyo pensamiento filosófico y cualquier otro género que transmita una experiencia o reflexión personal, sin hacer distingos entre ficción o realidad. Desde luego, es una manga muy ancha, creo que está justificada porque la fantasía, pongamos por caso escritores como Mary Shelley Horacio Quiroga o Nathaniel Hawthorne, han conseguido abrir una puerta amplia al conocimiento de lo que somos, agua nada más, pero, a imagen de elemento vital, con un poder ambivalente destructivo y también de gloriosa creación. Como decía al principio, mi personal indagación de esa materia alquímica en la literatura transcurre siempre
por el mismo camino, el de conocer la
vida, los percances, la fortuna o la
desgracias que hay detrás de quien escribe.
Por más que relevantes críticos defiendan la obra que se explica a sí misma, al margen de la biografía, de la peripecias del autor, todos somos hijos de lo que hemos vivido y de las aspiraciones que soñamos alcanzar algún día. Lo queramos o no, las heridas ya curadas o en carne viva, aparecen siempre en la obra, también las fobias y los deseos, confesable o no; todo ese revoltillo vital asoma, tan disfrazado, que para dar con él es preciso que los lectores concentremos la atención en la lectura sosegada y reflexiva.
Por más que relevantes críticos defiendan la obra que se explica a sí misma, al margen de la biografía, de la peripecias del autor, todos somos hijos de lo que hemos vivido y de las aspiraciones que soñamos alcanzar algún día. Lo queramos o no, las heridas ya curadas o en carne viva, aparecen siempre en la obra, también las fobias y los deseos, confesable o no; todo ese revoltillo vital asoma, tan disfrazado, que para dar con él es preciso que los lectores concentremos la atención en la lectura sosegada y reflexiva.
Sul balcone. Adelaida Giannini, 1938. |
Baruch Spinoza, del que he leído su Ética y algo del Tratado teológico-político,
empezó a interesarme de verdad cuando me detuve en las circunstancias en las que había vivido. Comprendí entonces la grandeza del personaje, del individuo que fue capaz de resistirse a la dogmática judía, una ortodoxia
que era incompatible con el filósofo, analítico
e íntegro a quien el aislamiento de su
comunidad y la pobreza no pudieron amargar
el carácter. No se sometió
a la autoridad, ni aceptó postulados con los que no estaba de acuerdo,
su defensa de la individualidad y libertad humana tiene un valor añadido porque está respaldada con sus actos, su presencia era la de un hombre humilde sin artificios ni rastro de soberbia.
En Ética, el filósofo nos conduce hasta una idea muy valiosa: los
seres humanos llevamos en nosotros mismos la
semilla de la felicidad. ¿Qué
significado puede tener ese concepto ahora?
Ahítos estamos de tanta palabrería que
promete un sinfín de placeres, siempre a punto de ser alcanzados, pero que jamás
gozaremos. Sabemos que nos mienten y sin embargo, queremos con desesperación creer en el engaño.
Y es ahí donde el filósofo, su obra y su vida iluminan para ayudarnos a desbrozar el camino. Nos anuncia que está en nosotros la felicidad, un elemento
raro que podemos extraer sin otro artefacto que no sea la voluntad. Con una lámpara en la frente, sin miedo a las sombras
hay que adentrarse en lo profundo de nosotros mismos para dar con la veta,
porque el material precioso está oculto.
O tan a la vista que no sabemos verlo porque anda mezclado con la desdicha general. Un día detrás de otro, con paciencia de
hormiguita y sin rendirnos. Nuestra principal ocupación ha de ser el
hallazgo de ese filón interior, tan extraordinario que una vez
encontrado, según cuentan quienes han dado con él, la existencia
resplandece más que un millón de soles juntos.