sábado, 19 de febrero de 2011


Esta semana he recibido el correo electrónico de una señora alemana que sigue este blog desde hace un año. Finaliza su mensaje pidiéndome que no le conteste  pues considera que todo lo que tenía que decirme ya está  dicho, no es amiga de polémicas y, por lo tanto,  no desea discutir sobre la opinión que le merecen mis relatos. En cinco párrafos de diez líneas, arial 12, reflexiona y se interroga  por los motivos que  me animan a presentar siempre, indefectiblemente  -reproduzco en cursiva sus palabras- personajes pobres, contrahechos, penosos, fracasados sin esperanza. Le indigna mi recurso a los tipos miserables en la narración, cuando el mundo está lleno de seres bellos y satisfechos. Opina que aumentarían mis lectores si  relatara el lado amable de la humanidad y olvidara para siempre la marginalidad en la que me recreo, como si  se tratara de una enfermedad.   Aquí, mi crítica lectora me pregunta si acaso esta malsana inclinación está relacionada con mis experiencias vitales. Escribe: he comprobado a lo largo de mi vida, soy una profesora de español, ya jubilada, que los escritores cuya obra se centra en las desgracias han sido o son portadores de alguna anomalía física y/o mental ¿es ese su caso? Me gustaría que fuera capaz de superarse a si misma con un buen relato en el que aparezca  gente feliz. Acaba su correo  con un frío atentamente y la posdata que ciega el paso a una respuesta. 

Señora O.. respeto su deseo y no voy a contestarle  por correo electrónico, ahora bien, creo que debo responder a  los interrogantes que me plantea, sirva este post para aclarar sus dudas  y sea también el  punto final a sus preocupaciones sobre mi estado físico y/o psíquico.  Hasta el momento conservo mis plenas facultades físicas; no padezco acromegalia ni enanismo, como sugiere en el tercer párrafo de su mensaje. Acabo de medir mi altura, puedo afirmarle que sigo siendo una mujer de 170 centímetros, sin marcas, cicatrices ni  tatuajes en mi piel, el resto de medidas anatómicas guardan proporción y son conformes a los cánones exigidos en estas fechas.  En cuanto a mi  salud psíquica, he de confesar que es posible, bastante probable diría yo, que padezca alguna tara, de la que soy consciente a ratos y según el día. Para su tranquilidad, ese desajuste no requiere ni medicación ni camisa de atar. Me reta usted  a escribir un relato de gente feliz. Pues ahí va: 



Todo estaba a punto para la gran fiesta, Diego se abrochó el  último botón de la camisa de seda blanca ,  el cuello y rostro habían sido rasurados con tanta meticulosidad que la piel estaba punteada de enrojecidas y minúsculas protuberancias, pero ¿qué importaba esa leve irritación? Nada. Observó su boca y  porte  en el espejo,  reconoció que su facha era deslumbrante, apenas deslucida por una joroba a consecuencia de una cifoescoliosis    una hombrera más alta que otra. En ese instante entró su esposa, una mujer bellísima,  de enormes ojos grises y una inteligencia portentosa, pero tales dones los ensombrecía  su  voz de timbre, un pito tan agudo que chirriaba en los oídos la pena que le ocasionaba no poder expresar toda la gama de sentimientos que albergaba en su tierno corazón. 
-Amor mío ¿han llegado ya los invitados?
Ella le calló la  boca  con un beso y otro y otro. 
Alguien aporreó la puerta de la casa adosada donde tan felices eran. En el jardín se oyeron las risas y los gritos de sus tres niños, rubios, listos y tan guapos que eran la envidia del vecindario. Los niños eran un  atajo de criaturas repelentes y malcriadas espontáneos y dicharacheros, un gran entretenimiento para todos los vecinos de la calle.
- Estamos insuperables, somos un matrimonio tan feliz.... murmuró Diego mientras le chupeteaba el cuello a su bella esposa - recibamos juntos a los invitados, querida mía. 
Cuando abrieron la puerta, la jodida comitiva judicial les mostró la sentencia y el requerimiento de desahucio señalado para ese día a las doce sus queridos amigos, que acababan de llegar de un crucero por el Báltico, se hicieron cruces de lo verde y crecido que tenían el césped  en pleno mes de agosto y en  Murcia, luego entraron  en el salón refrigerado, donde el servicio de catering tenía preparado un  aperitivo copiado de la carta de El Bulli,  que no pudieron probar porque acababa de llegar la policía local en auxilio del juzgado  para desalojar la vivienda  los bomberos para advertirles que estaba a punto de caer un meteorito. 

Continuará.
       
           
Ilustración de Ferdinand Misti-Miflier para la revista Le Critique. 1896-1900
NYPL. Digital Gallery.

Colette Calascione, The love letter. American Gallery
 

     

sábado, 12 de febrero de 2011



-¿Quién es usted?
- Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución
- Es usted el engranaje más adorable que he visto en mi vida...
Amadeo echó un vistazo a la imagen reflejada en el espejo, que para más señas era la propia. Se ajustó bien la gorra de  polipiel, forrada en su  interior de poliéster imitación lana de carnero. Con la visera de la gorra y las gafas de sol podía pasar por uno de cincuenta años. Se limpió las puntas de los zapatones negros  -cuatro centímetros más que se añadían a su metro sesenta y cinco- restregándolos en la pernera del pantalón tejano, estiró la espalda y dudó un instante si crecer otros tres centímetros con las plantillas de silicona que se compró en las rebajas. Eligió quedarse como estaba porque  si la  mujer con quien estaba citado se enamoraba de él, que era lo más probable,  quería ser sincero desde el principio. Bebió un sorbo de tila antes de cortarse los pelos de las orejas, los muy puñeteros, se asomaban desde el tímpano, frondosos y duros como púas de erizo. ¡En fin!  la testosterona  tenia esos indeseables efectos, se decía Amadeo mientras regresaba a la salita  para  poner el cedé de los Creedence y escuchar Cotton fields, su canción amuleto para salir airoso en las aventuras amorosas. Ensayó su baile,  sin mover  los pies,  usando sólo la fuerza de sus hombros para contraer el pecho y estirar el cuello, lo hacía con suavidad, demorándose  en ese singular gesto, inimitable y de propia  invención. Paténtalo, le dijo uno la última vez que bailó  en La Paloma, a lo que Amadeo respondió: el copirrai es para los fracasados. La frase no era suya, la había leído en un dominical  y le gustó tanto que  la repetía siempre que tenia oportunidad e incluso sin que  viniera a cuento. Madre mía,  si él  hubiera querido, se decía al ritmo de Fortunate son, la canción de la siguiente pista, habría   sacado patente de todos sus inventos  y ahora viviría de rentas y en la Bonanova,  pero ¿y qué?  también era feliz en la Barceloneta, se apañaba con su pensión  y no necesitaba que nadie le ayudara a limpiar el piso. Concéntrate Amadeo, aspiró el aire y resopló. Si  Ella  no contestara:   Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución,  yo no  podré decirle lo del engranaje más adorable y entonces será  Huston, tenemos un problema. Acercando mucho la cara al espejo del  baño, a donde había regresado sin optimismo,  se arrancó tras varias tentativas, cuatro pelos de las cejas, encrespados y blancos.  Se sentía decepcionado porque  la  mujer que iba a conocer esa tarde no habría visto jamás Ninotchka  y, por lo tanto, no podía ser la mujer de su vida.  De buena gana se quedaría en casa, pero tenía que ir a la cita  porque él era un hombre de palabra, y ella la prima de su amigo. 
-¿Quién es usted? - preguntó Amadeo a la mujer que estaba sentada  en la cafetería del Hotel Suizo con la  revista Punto de cruz, sobre la mesa. 
-Sólo lo que ve, una mujer fastidiada. 
La respuesta no era correcta pero demostraba que la mujer tenia temperamento y  reuma.   
-En ese caso, tengo un plan,  quinquenal, si usted quisiera compartirlo ... 

La imagen y el diálogo en cursiva que inicia el relato pertenece a la  pelicula Ninotchka,  dirigida por Ernest Lubistch en 1939  y   protagonizada por Greta Garbo y  Melvin Douglas.             

                                   

sábado, 5 de febrero de 2011







Quien conozca la obra del escritor y caricaturista británico Max Beerbhom, sabrá de un relato fantástico inolvidable: Enoch Soames. Quien tenga interés en disfrutar de un cuento perfecto lo encontrará, gratis en pdf, tecleando el título en Google. No  voy a destripar el argumento porque sería traicionar el espíritu que inspiró una historia redonda en su planteamiento y desenlace,  ahora bien, he de reconocer que si hubo un escritor que supo  viajar en el tiempo  a lomos del diablo, la vanidad humana y la ironía, fue ese caballero británico, atildado y socarrón. Vender el alma al diablo es el asunto de muchas obras literarias, en las que el comprador sale siempre victorioso, como no, pues el que vende esa delicada mercancía  a cambio de una perentoria necesidad o capricho -riqueza, poder y sexo es lo habitual- a la fuerza ha de ser un tonto o un ignorante, o ambas cosas porque bien sabemos  que en este mundo no se venden duros a cuatro pesetas, así que en el más allá, esa ley de sentido común estará tan vigente como aquí,  pues de lo contrario el diablo, conocido por su astucia,  no presentaría tal oferta.  A  Enoch Soames le pierde la inmortalidad literaria, es un miserable y  mal poeta que desea pasar a la posteridad como un Dante. Al final del cuento sabremos el precio del alma del poeta y nos asombrará  la visión profética del autor que nos presenta un lugar mítico de la cultura occidental a finales del siglo XX, en unas condiciones exactas a las que hay en la actualidad. 



Detalle del cuadro  Destiny, pintado en  1900  por J.William Waterhouse.

martes, 25 de enero de 2011

Magnolias tronchadas

Foto de 1949.  Yngve Johnson, 1928-1974.


Empezó la tormenta a las ocho de la tarde, las magnolias de la calle sacudidas por el viento, parecían a punto de troncharse y caer sobre las motos aparcadas en la acera. Mientras esperaba el bus, cobijada debajo de la marquesina, la deslumbró un filamento incandescente que iluminó esa zona de la ciudad como si fuera el escenario ajado de un teatro de variedades.


El agua caía en cascada y apenas se veía a dos metros de distancia, el apagón convirtió las calles en un paisaje de tinieblas que pocos se atrevían a transitar. A pesar del miedo y del agua, salió de su perentorio refugio e inició la marcha hacía  la avenida principal, a unos dos kilómetros de distancia. Los pies se movían con  holgura  en los zapatos mojados,  caminaba casi a ciegas, sin paraguas y con las gafas inservibles por la lluvia y el vaho de su aliento. Las lágrimas, no de pena sino de miedo,  se unían al presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, o quizás acababa de ocurrir y ella era la única superviviente de la ciudad. A tientas, golpeándose con los palos de las señales de tráfico, los bancos del paseo y  las  papeleras, llegó  a un cruce de calles, se detuvo, miró a su alrededor, con espanto observó  los coches, con las  luces apagadas,  las radios a todo volumen y los ocupantes dentro, inmóviles, momificados. El granizo  había sustituido a la lluvia y el estruendo la ensordecía, se acercó hasta uno de los coches:

-¡Oiga, abra, por favor!
La ventanilla se deslizó  unos centímetros, los suficientes para que pudiera oír la voz de un hombre: 


-¡Shhh! ¡ No moleste, qué está a punto de acabar el partido! 
Un rayo cayó sobre la fuente pública,  la luz regresó a las calles y aunque  el granizo  le propinaba capones en  la  cabeza, se sintió de pronto muy feliz  por  vivir en esa  ciudad tan caótica donde su equipo de fútbol  acababa de obtener la victoria del partido. 

   

domingo, 16 de enero de 2011

Abro este post con la Melancolía de Durero, una de las tres estampas alegóricas del pintor alemán, más misteriosa y simbólica. El grabado está encerrado en un espacio de 31 cm de alto por 26  cm de ancho y en él, amontonados y en desorden  hay un buen catálogo de elementos que parecen puestos allí para que puedan devanarse los sesos  semiólogos y otras especies en los siglos venideros.  Melancolía es un ángel, una mujer con alas y  gesto enfurruñado que sostiene un compás con la mano; un niño sentado sobre una piedra de molino, un perro en los huesos y en el plano superior al ángel, objetos que poseen una carga simbólica que invita a descubrir mensajes ocultos o, al menos,  reconocer el propósito del pintor de mostrar un estado anímico, la melancolía, rodeado de objetos propios de actividades racionales  y técnicas; vemos un enorme poliedro tras el que aparece un crisol y  se  mezclan los objetos con lo irracional, representado, por ejemplo,  por el cuadrado mágico cuyas cifras, sumadas, siempre dan el mismo resultado: 34.  La Melancolía ilustra el primer capítulo del libro de Ernest Jünger, El Libro del Reloj de arena, una lectura que he disfrutado durante los primeros días de este año, siguiendo el consejo de un amigo asturiano, a quien agradezco su siempre acertado criterio literario. Si observamos el grabado de Durero, vemos el reloj de arena acompañado de  la balanza, una campanilla y el cuadrado mágico. Alegorías, imágenes que, como bien expresa Jünger, no están sometidas a ningún orden jerárquico. ¿Qué representa el reloj de arena?  es el  esmerado símbolo del Tiempo, el concepto puro que ignora las divisiones creadas para referirnos a las actividades cotidianas;  el Tiempo que se escapa y que perdemos -o tal vez ganamos con el transcurrir de los días- el que nos entristece y nos proporciona alegrías, cuando comprendemos que todo esfuerzo y sufrimiento  acabarán un día,  pues el reloj de arena, los granos minúsculos de tiempo se deslizan sin descanso hasta consumir el último segundo. Nuestra existencia  está dominada por un tiempo mecánico,  alejado   del   que marca las ampolletas en las que la arena se escurre y marca  el instante elemental, propio de la naturaleza que, a diferencia de los relojes actuales, nos promete una contemplación amable y sosegada de un tiempo sin segunderos ni minutos que destierra  el frenesí del cronómetro. 
 

Melencolia 1,  Alberto Durero, 1514.

Tiempos Modernos, Charles Chaplin, 1936. 
  

sábado, 8 de enero de 2011

Jueves

William Bastiaan Tholen, 1860-1931 A view in a forest

El jueves era el mejor día de la semana. Durante años creyó que no podía sucederle nada malo en ese día. Las mejores oportunidades de su vida ocurrieron, precisamente, los jueves. Los hechos demostraban que su creencia tenía un fundamento empírico, era una fe  documentada que  demostraba, calendario perpetuo en mano, que le parieron, se casó, firmó  el mejor contrato de trabajo, nacieron sus dos hijos en el quinto día, el  jupiterino.
Sin contar otros sucesos menores en los que la buena suerte apareció el jueves para echarle una mano. Los miércoles al atardecer  sentía un optimismo liberador ante la proximidad de la jornada  en la que nada se torcía,  pues si era jueves, el destino se ponía siempre de su parte; el acontecimiento más nimio le insuflaba tal entusiasmo que incluso el dolor de su rodilla izquierda desaparecía por unas horas. A media mañana del último jueves, salió de casa con una sonrisa apenas disimulada y los ojos humedecidos por culpa de la fiebre del heno. ¿Acaso debía preocuparse?  ¿No era un jueves de primavera radiante a pesar del polen que flotaba en el aire?   Pues claro, hombre. Sólo había motivos de alegría  a su alrededor. En la barra del bar después de secarse las lágrimas, pidió un cortado descafeinado que le fue servido por una camarera nueva. La miró un instante para  regresar, fulminantes los ojos,  al reloj que bailaba en la delgada muñeca; con súbito interés científico observó el asombroso  lento avance del segundero. Las diez y media, mientras la camarera derramaba una espuma de crema de leche sobre el café.

-¿Así o más?

Ya está bien, gracias, contestó sin levantar la cabeza. ¿Por qué a mí?  esa estúpida interrogación la repitió hasta que el cortado se quedó frío, entonces  sacó de su monedero con cremallera dos euros, los dejó sobre la barra y se dirigió a la salida. ¿Está malo? ¿quiere que se lo vuelva a calentar?  No, no. Adiós, dijo, mientras se ajustaba, sin éxito, la correa del reloj.  En la calle se miró las manos temblorosas y, esta vez, las lágrimas eran de emoción y de temor al mismo tiempo porque acababa de sufrir los efectos de un repentino enamoramiento. La incredulidad y el estupor  se reflejaban en su cara, tenía la certeza de que tal hecho era una fatalidad que auguraba un mal desenlace. A las pocas horas, como un autómata  esclavo  de una pasión,  regresó al bar, pidió una tónica  con ginebra a la camarera de cuello largo y  pelo  cortado casi al cero.

-¿Qué tal? ¿Está mejor que esta mañana?

Sin apenas fuerzas debido a la turbación, afirmó con la cabeza antes de beber de un sólo trago la bebida,  sintió unas palpitaciones en el pecho, pidió una segunda tónica, en esta ocasión con vodka, los golpes del corazón resonaban como un tambor de guerra  dentro de su cuerpo, minutos más tarde cayó al suelo. Era jueves, definitivamente, su día de suerte.             

martes, 14 de diciembre de 2010

Plegaria




Pinturas de Marc Chagall, El concierto y Tres velas.
Colección de Evelyn Sharp. Nueva York y  Museo de arte moderno de Céret.  


Una noche de otoño del año 2000,  una mujer contemplaba el mar y el cielo desde un lugar oscuro, un escondite entre dos barcas en una pedregosa playita cercana al Hotel Rocamar. Con la espalda apoyada en la quilla de una vieja barca, tarareaba la canción, Blueberry Hill.  Poca letra recordaba, de manera que de vez en cuando  añadía a la melodía la misma frase: Oh blueberry hill... my dream came true. No era una solitaria,  ni una artista, era una mujer corriente, una camarera que trabajaba en uno de los cafés del Paseo  y a quien le gustaba mirar la luna llena, sin otra pretensión que  pasar el rato, acompañada del sonido suave de las olas rompiendo a  escasos  metros, tan cerca que de vez en cuando recibía salpicaduras en los zapatos. 
Durante unos minutos, la mujer normal  entrecerró  los párpados para enfocar  mejor la luna, pues era miope -y  no tenía intención de operarse para dejar de serlo-. Lo cierto es que  era su segundo mes de  luna llena desde aquel rincón. Le parecía una  experiencia saludable que pretendía convertir en costumbre, sin imaginar que pronto cambiaría de opinión.  La mujer normal era parlanchina y confiada, con un corazón generoso y  dispuesto a dar calor si  se presentaba la ocasión.  La noche era templada y el olor a salitre se mezclaba con el de cebolla frita. Alguien está haciendo un sofrito, se dijo; ese olor doméstico  amplió  su sensación de bienestar y hasta le pareció que la luna era más grande y más blanca. Al  poco rato, oyó unos pasos que se acercaban y el olor del humo de un cigarrillo, levantó  la cabeza en el momento  en el que  un hombre se desplomaba sobre la  otra barca.  La mujer se acurrucó en la sombra para no ser  vista. Espía del  dolor,  la visión del hombre que lloraba y golpeaba con  los puños la madera podrida de la barca, le sobrecogía el ánimo y le quitaba el valor necesario para interrumpir un desahogo que le era muy familiar. 
El cigarrillo encendido, caído a pocos centímetros de su muslo, le provocaba sin saber por qué, aún mas tristeza y  también ganas de toser. Con mucha prevención alargó la  mano, cogió un guijarro y aplastó con delicadeza la brasa. ¿Qué hago? se preguntaba. Si es un pobre loco quizás me pegue o  me mate. Y si fuera un  desgraciado se sentirá doblemente humillado cuando sepa que le he visto llorar las penas. La indecisión le duró poco porque el hombre se percató de su presencia  cuando sacaba del bolsillo un pañuelo con el que, en primer lugar, se limpió los mocos y luego  las lágrimas.
-Perdone señora - dijo con  voz templada a pesar de los gimoteos- no sabía que hubiera alguien, no quiero  molestar. 
-Si no molesta - la mujer normal se levantó,  el hombre,  ya de pie,  le ofreció la mano que ella estrechó  con  poca fuerza, sintiendo, en cambio, que él la retenía con vigor, resuelto a no dejarla marchar. Ella se soltó   de un tirón,  al tiempo que le preguntaba:
-¿Puedo ayudarle?
-Sí, necesito toda la ayuda del mundo. 
-¿Qué le pasa? 
-Mañana seré ciego.

La mujer se llevó la mano, la del apretón,  a la boca, incrédula y asombrada.
-¿Cómo puede ser eso? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo  lo sabe?
-Lo he soñado esta tarde. 
-¡Ah, los sueños!  no haga caso, jamás se cumplen. Yo he soñado tanto... 
-No, no -dijo el hombre- los sueños que recuerdo al despertar siempre se cumplen. En la siesta he soñado que un accidente en la cocina me dejaba ciego; vi como una cascada de aceite hirviendo  caía sobre mi cabeza, me desfiguraba la cara y fundía  mis  ojos. 
-¡Dios Santo! ¡No diga eso!  Pues no entre jamás en una cocina y por cierto ¿qué decía usted cuando lloraba tendido en la barca? perdone mi curiosidad, pero me pareció oir... 
-Rezaba. Y no puedo evitar entrar en una cocina porque soy cocinero. ¿Se da cuenta de mi drama?  
-¿Quiere que recemos juntos? Yo no soy muy creyente,  pero si le consuela rezaré con usted, aunque estoy segura de que su sueño no se cumplirá. 
-¿Por qué está tan segura?  ¿Es que no me cree? 
-No, no le creo. 
El hombre miró la luna, luego se sentó donde antes había estado la mujer. 
-Rece usted a mi lado, por favor. Si no le importa, me dormiré un ratito, cuando despierte le contaré si  sus ruegos han cambiado mi sueño. 
Durante una larguísima media hora la mujer rezó sin descanso pidiendo  a Dios que el desconocido que roncaba a su lado, soñara que se quemaba el meñique de la mano izquierda, pues no se le ocurrió  otro sueño más prometedor y favorable para desbaratar el anterior.  A poco de llegar la medianoche, cuando la luna brillaba en el  centro del  cielo, el hombre se rebulló, chasqueó la lengua varias veces antes de mirarla.
-He soñado que me quemaba el dedo meñique de la mano izquierda.
-¡Es imposible! si es precisamente eso lo que yo he pedido en mi oración. Entonces...- Y no  acabó la frase porque el prodigio  la había dejado sin  palabras, ensimismada en el misterio que acababa de suceder.
Se levantaron ambos, él era un hombre delgado, feo y pálido  y ella era una mujer de escasa estatura,  hermosa y gordezuela.

-Sí-dijo él con tono inexplicablemente sosegado-  lo hemos conseguido,  no me quedaré ciego, sólo el dedo y le mostró el meñique con la uña pequeña y recomida. Ella miró el dedo, nudoso y torcido sin abrir la boca. 

-Gracias, mil gracias, jamás podré olvidar lo que esta noche ha hecho por mí-
Así se despidió el hombre, con reverencias, sin darle la espalda mientras caminaba hacia atrás. Cuando llegó al paseo asfaltado, echó a correr perdiéndose en las sombras de una calleja que subía a la iglesia. 
La mujer normal respiró hondo con los ojos cerrados y luego emprendió la vuelta a casa.