Esta semana he recibido el correo electrónico de una señora alemana que sigue este blog desde hace un año. Finaliza su mensaje pidiéndome que no le conteste pues considera que todo lo que tenía que decirme ya está dicho, no es amiga de polémicas y, por lo tanto, no desea discutir sobre la opinión que le merecen mis relatos. En cinco párrafos de diez líneas, arial 12, reflexiona y se interroga por los motivos que me animan a presentar siempre, indefectiblemente -reproduzco en cursiva sus palabras- personajes pobres, contrahechos, penosos, fracasados sin esperanza. Le indigna mi recurso a los tipos miserables en la narración, cuando el mundo está lleno de seres bellos y satisfechos. Opina que aumentarían mis lectores si relatara el lado amable de la humanidad y olvidara para siempre la marginalidad en la que me recreo, como si se tratara de una enfermedad. Aquí, mi crítica lectora me pregunta si acaso esta malsana inclinación está relacionada con mis experiencias vitales. Escribe: he comprobado a lo largo de mi vida, soy una profesora de español, ya jubilada, que los escritores cuya obra se centra en las desgracias han sido o son portadores de alguna anomalía física y/o mental ¿es ese su caso? Me gustaría que fuera capaz de superarse a si misma con un buen relato en el que aparezca gente feliz. Acaba su correo con un frío atentamente y la posdata que ciega el paso a una respuesta.
Señora O.. respeto su deseo y no voy a contestarle por correo electrónico, ahora bien, creo que debo responder a los interrogantes que me plantea, sirva este post para aclarar sus dudas y sea también el punto final a sus preocupaciones sobre mi estado físico y/o psíquico. Hasta el momento conservo mis plenas facultades físicas; no padezco acromegalia ni enanismo, como sugiere en el tercer párrafo de su mensaje. Acabo de medir mi altura, puedo afirmarle que sigo siendo una mujer de 170 centímetros, sin marcas, cicatrices ni tatuajes en mi piel, el resto de medidas anatómicas guardan proporción y son conformes a los cánones exigidos en estas fechas. En cuanto a mi salud psíquica, he de confesar que es posible, bastante probable diría yo, que padezca alguna tara, de la que soy consciente a ratos y según el día. Para su tranquilidad, ese desajuste no requiere ni medicación ni camisa de atar. Me reta usted a escribir un relato de gente feliz. Pues ahí va:
Todo estaba a punto para la gran fiesta, Diego se abrochó el último botón de la camisa de seda blanca , el cuello y rostro habían sido rasurados con tanta meticulosidad que la piel estaba punteada de enrojecidas y minúsculas protuberancias, pero ¿qué importaba esa leve irritación? Nada. Observó su boca y porte en el espejo, reconoció que su facha era deslumbrante, apenas deslucida por una joroba a consecuencia de una cifoescoliosis una hombrera más alta que otra. En ese instante entró su esposa, una mujer bellísima, de enormes ojos grises y una inteligencia portentosa, pero tales dones los ensombrecía su voz de timbre, un pito tan agudo que chirriaba en los oídos la pena que le ocasionaba no poder expresar toda la gama de sentimientos que albergaba en su tierno corazón.
-Amor mío ¿han llegado ya los invitados?
Ella le calló la boca con un beso y otro y otro.
Alguien aporreó la puerta de la casa adosada donde tan felices eran. En el jardín se oyeron las risas y los gritos de sus tres niños, rubios, listos y tan guapos que eran la envidia del vecindario. Los niños eran un atajo de criaturas repelentes y malcriadas espontáneos y dicharacheros, un gran entretenimiento para todos los vecinos de la calle.
- Estamos insuperables, somos un matrimonio tan feliz.... murmuró Diego mientras le chupeteaba el cuello a su bella esposa - recibamos juntos a los invitados, querida mía.
Cuando abrieron la puerta, la jodida comitiva judicial les mostró la sentencia y el requerimiento de desahucio señalado para ese día a las doce sus queridos amigos, que acababan de llegar de un crucero por el Báltico, se hicieron cruces de lo verde y crecido que tenían el césped en pleno mes de agosto y en Murcia, luego entraron en el salón refrigerado, donde el servicio de catering tenía preparado un aperitivo copiado de la carta de El Bulli, que no pudieron probar porque acababa de llegar la policía local en auxilio del juzgado para desalojar la vivienda los bomberos para advertirles que estaba a punto de caer un meteorito.
Continuará.
Ilustración de Ferdinand Misti-Miflier para la revista Le Critique. 1896-1900
NYPL. Digital Gallery.
Colette Calascione, The love letter. American Gallery