Pinturas de Marc Chagall, El concierto y Tres velas.
Colección de Evelyn Sharp. Nueva York y Museo de arte moderno de Céret.
Una noche de otoño del año 2000, una mujer contemplaba el mar y el
cielo desde un lugar oscuro, un escondite entre dos barcas en una pedregosa
playita cercana al Hotel Rocamar. Con la espalda apoyada en la quilla de una
vieja barca, tarareaba la canción, Blueberry Hill. Poca letra
recordaba, de manera que de vez en cuando añadía a la melodía la misma
frase: Oh blueberry hill... my dream came true. No era una
solitaria, ni una artista, era una mujer corriente, una camarera que trabajaba
en uno de los cafés del Paseo y a quien le gustaba mirar la luna llena,
sin otra pretensión que pasar el rato, acompañada del sonido suave de las
olas rompiendo a escasos metros, tan cerca que de vez en cuando
recibía salpicaduras en los zapatos.
Durante unos
minutos, la mujer normal entrecerró los párpados para enfocar
mejor la luna, pues era miope -y no tenía intención de operarse para
dejar de serlo-. Lo cierto es que era su segundo mes de luna llena
desde aquel rincón. Le parecía una experiencia saludable que pretendía
convertir en costumbre, sin imaginar que pronto cambiaría de opinión. La
mujer normal era parlanchina y confiada, con un corazón generoso y
dispuesto a dar calor si se presentaba la ocasión. La noche era
templada y el olor a salitre se mezclaba con el de cebolla frita. Alguien está
haciendo un sofrito, se dijo; ese olor doméstico amplió su
sensación de bienestar y hasta le pareció que la luna era más grande y más
blanca. Al poco rato, oyó unos pasos que se acercaban y el olor del humo
de un cigarrillo, levantó la cabeza en el momento en el que
un hombre se desplomaba sobre la otra barca. La mujer se acurrucó
en la sombra para no ser vista. Espía del dolor, la visión del
hombre que lloraba y golpeaba con los puños la madera podrida de la barca,
le sobrecogía el ánimo y le quitaba el valor necesario para interrumpir un
desahogo que le era muy familiar.
El cigarrillo
encendido, caído a pocos centímetros de su muslo, le provocaba sin saber por
qué, aún mas tristeza y también ganas de toser. Con mucha prevención
alargó la mano, cogió un guijarro y aplastó con delicadeza la brasa. ¿Qué
hago? se preguntaba. Si es un pobre loco quizás me pegue o me mate. Y si fuera un desgraciado se
sentirá doblemente humillado cuando sepa que le he visto llorar las penas. La
indecisión le duró poco porque el hombre se percató de su presencia
cuando sacaba del bolsillo un pañuelo con el que, en primer lugar, se limpió
los mocos y luego las lágrimas.
-Perdone
señora - dijo con voz templada a pesar de los gimoteos- no sabía que
hubiera alguien, no quiero molestar.
-Si no
molesta - la mujer normal se levantó, el hombre, ya de pie,
le ofreció la mano que ella estrechó con poca fuerza, sintiendo, en
cambio, que él la retenía con vigor, resuelto a no dejarla marchar. Ella se
soltó de un tirón, al tiempo que le preguntaba:
-¿Puedo
ayudarle?
-Sí, necesito
toda la ayuda del mundo.
-¿Qué le
pasa?
-Mañana seré
ciego.
La mujer se
llevó la mano, la del apretón, a la boca, incrédula y asombrada.
-¿Cómo puede
ser eso? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo lo sabe?
-Lo he soñado
esta tarde.
-¡Ah, los
sueños! no haga caso, jamás se cumplen. Yo he soñado tanto...
-No, no -dijo
el hombre- los sueños que recuerdo al despertar siempre se cumplen. En la
siesta he soñado que un accidente en la cocina me dejaba ciego; vi como una
cascada de aceite hirviendo caía sobre mi cabeza, me desfiguraba la cara
y fundía mis ojos.
-¡Dios Santo!
¡No diga eso! Pues no entre jamás en una cocina y por cierto ¿qué decía
usted cuando lloraba tendido en la barca? perdone mi curiosidad, pero me
pareció oir...
-Rezaba. Y no
puedo evitar entrar en una cocina porque soy cocinero. ¿Se da cuenta de mi
drama?
-¿Quiere que
recemos juntos? Yo no soy muy creyente, pero si le consuela rezaré con
usted, aunque estoy segura de que su sueño no se cumplirá.
-¿Por qué
está tan segura? ¿Es que no me cree?
-No, no le
creo.
El hombre
miró la luna, luego se sentó donde antes había estado la mujer.
-Rece usted a
mi lado, por favor. Si no le importa, me dormiré un ratito, cuando despierte le
contaré si sus ruegos han cambiado mi sueño.
Durante una
larguísima media hora la mujer rezó sin descanso pidiendo a Dios que el
desconocido que roncaba a su lado, soñara que se quemaba el meñique de la mano
izquierda, pues no se le ocurrió otro sueño más prometedor y favorable
para desbaratar el anterior. A poco de llegar la medianoche, cuando la
luna brillaba en el centro del cielo, el hombre se rebulló,
chasqueó la lengua varias veces antes de mirarla.
-He soñado que me quemaba el dedo
meñique de la mano izquierda.
-¡Es imposible! si es precisamente eso lo que yo he pedido en mi oración.
Entonces...- Y no acabó la frase porque el prodigio la había dejado
sin palabras, ensimismada en el misterio que acababa de suceder.
Se levantaron ambos, él era un hombre delgado, feo y pálido y ella era
una mujer de escasa estatura, hermosa y gordezuela.
-Sí-dijo él con tono inexplicablemente sosegado- lo hemos
conseguido, no me quedaré ciego, sólo el dedo y le mostró el meñique con
la uña pequeña y recomida. Ella miró el dedo, nudoso y torcido sin abrir la
boca.
-Gracias, mil gracias, jamás podré olvidar lo que esta noche ha hecho por mí-
Así se despidió el hombre, con
reverencias, sin darle la espalda mientras caminaba hacia atrás. Cuando llegó
al paseo asfaltado, echó a correr perdiéndose en las sombras de una calleja que
subía a la iglesia.
La mujer normal respiró hondo con los ojos cerrados y luego emprendió la vuelta
a casa.