William Bastiaan Tholen, 1860-1931 A view in a forest |
El jueves era
el mejor día de la semana. Durante años creyó que no podía sucederle nada malo
en ese día. Las mejores oportunidades de su vida ocurrieron, precisamente, los
jueves. Los hechos demostraban que su creencia tenía un fundamento empírico,
era una fe documentada que demostraba, calendario perpetuo en mano,
que le parieron, se casó, firmó el mejor contrato de trabajo, nacieron
sus dos hijos en el quinto día, el jupiterino.
Sin contar otros sucesos menores
en los que la buena suerte apareció el jueves para echarle una mano. Los
miércoles al atardecer sentía un optimismo liberador ante la proximidad
de la jornada en la que nada se torcía, pues si era jueves, el
destino se ponía siempre de su parte; el acontecimiento más nimio le insuflaba
tal entusiasmo que incluso el dolor de su rodilla izquierda desaparecía por
unas horas. A media mañana del último jueves, salió de casa con una sonrisa
apenas disimulada y los ojos humedecidos por culpa de la fiebre del heno.
¿Acaso debía preocuparse? ¿No era un jueves de primavera radiante a pesar
del polen que flotaba en el aire? Pues claro, hombre. Sólo había motivos
de alegría a su alrededor. En la barra del bar después de secarse las
lágrimas, pidió un cortado descafeinado que le fue servido por una camarera
nueva. La miró un instante para regresar, fulminantes los ojos, al
reloj que bailaba en la delgada muñeca; con súbito interés científico observó
el asombroso lento avance del segundero. Las diez y media, mientras la
camarera derramaba una espuma de crema de leche sobre el café.
-¿Así
o más?
Ya está bien,
gracias, contestó sin levantar la cabeza. ¿Por qué a mí? esa estúpida
interrogación la repitió hasta que el cortado se quedó frío, entonces
sacó de su monedero con cremallera dos euros, los dejó sobre la barra y se
dirigió a la salida. ¿Está malo? ¿quiere que se lo vuelva a calentar?
No, no. Adiós, dijo, mientras se ajustaba, sin éxito, la correa del
reloj. En la calle se miró las manos temblorosas y, esta vez, las lágrimas
eran de emoción y de temor al mismo tiempo porque acababa de sufrir los efectos
de un repentino enamoramiento. La incredulidad y el estupor se reflejaban
en su cara, tenía la certeza de que tal hecho era una fatalidad que auguraba un
mal desenlace. A las pocas horas, como un autómata esclavo de una
pasión, regresó al bar, pidió una tónica con ginebra a la camarera
de cuello largo y pelo cortado casi al cero.
-¿Qué tal?
¿Está mejor que esta mañana?
Sin apenas
fuerzas debido a la turbación, afirmó con la cabeza antes de beber de un sólo
trago la bebida, sintió unas palpitaciones en el pecho, pidió una segunda
tónica, en esta ocasión con vodka, los golpes del corazón resonaban como un
tambor de guerra dentro de su cuerpo, minutos más tarde cayó al suelo.
Era jueves, definitivamente, su día de suerte.