miércoles, 3 de noviembre de 2010

Polen


A young girl hiding behind a muff
Pintura de Pietro Antonio Rotari, 1707-1762.



Alergia al polen, por eso voy todo el día con el pañuelo, para evitar respirar esas minúsculas partículas que irritan la mucosa de mi nariz y entristecen mis ojos. 

Aquí estoy, ya me estáis viendo, frente a la pantalla, atenta, casi sin pestañear; lo veo todo un poco borroso, y aunque me gustaría salir a la calle ni lo intento, prefiero seguir en el trabajo, tedioso y absurdo. Con la mano izquierda voy rellenando las casillas que identifican a los morosos mientras que con la derecha me tapo media cara. 

De hecho, no soy alérgica, ni siquiera estornudo, al menos  estos días, pero esa es una buena excusa para evitar parlotear con mis compañeros. Yo le llamo  la técnica Ernesto, por el pretexto que ponía el personaje de Wilde para cancelar compromisos sociales desagradables. En mi caso, soy una solitaria, una insociable que necesita trabajar, por eso me inventé una  alergia que es un mal  moderno y agradecido porque no  es contagioso, que se sepa.  Es un pretexto perfecto que me libera de participar en reuniones y comidas de trabajo. A veces me quedo afónica por culpa de los ácaros que hay en la oficina, pero eso sólo ocurre en fechas señaladas cuando  a última hora se celebra un cumpleaños o  una fiesta de jubilación.

Ahora, mientras  miro la pantalla, veo de reojo como mi jefe mueve la cabeza disgustado, claro, le fastidia mi lentitud. Respondo con un  suspiro y aprieto contra mi boca el pañuelo que huele a rosa de Bulgaria, esencia que uso para perfumarme. Desde el calendario que reposa en mi mesa, en la hoja de noviembre, una castañera ofrece un cucurucho de papel de periódico, es una oportunidad que no dejo escapar,  huyo  de mi cubículo para ocupar la  otra silla vieja, detrás del asador de castañas. 



martes, 26 de octubre de 2010

Alienígenas


Óleo de Robert Llimós, Visitants. 2009.


Madeleine Peyroux cantaba Got you in my mind, mientras desde la nave dos horripilantes criaturas la miraban con fijeza. ¿Qué querrán de mí? ¿Por qué me han elegido? Lara quería entrar en casa, cerrar todas las ventanas y esconderse debajo de la cama,  pero una fuerza inexplicable mantenía sus pies desnudos pegados al suelo de la terraza.  El aparato volador tenía tres grandes ventanales, como si fuera la galería de un piso del ensanche barcelonés; en el centro, los dos seres de mirada hipnótica la tenían cautiva sin que  a pesar de todas las leyendas, el cedé se estropeara por la acción extraterrestre, tampoco se descuajeringó  el ventilador eléctrico. Al contrario, la Peyroux continuaba ahora con Don't cry baby y el sonido era excepcional. 

¡Vaya sarcasmo!  Lara quería llorar y gritar pero no podía, como en esas pesadillas en las que quieres huir de una persecución pero tu cuerpo se niega a mover un músculo. Ahora se arrepentía  de tomar la fresca  y dos chupitos de ginebra Larios para relajarse en aquella bochornosa noche de verano.  ¿Estaré soñando? Los alienígenas le dieron la respuesta en forma de hecho físico, prueba de que la cosa no era ninguna broma.
Un rayo azul, fino como hilo dental salió del dedo de la mujer del otro mundo  para dirigirse al  ordenador portátil abierto sobre la mesa plegable. Un nubecilla de vapor cubrió la pantalla e impidió que Lara pudiera ver de reojo el estropicio, pero no hubo estallido ni salió humo, sólo se oía la voz de  cantar J'ai deux amours. De pronto, la nave osciló como una peonza para perderse detrás del Tibidabo, por fin  Lara recuperó el gobierno de su cuerpo,  la nube sobre el ordenador se desvanecíó  y en la  pantalla apareció una palabra:  ZORROCLOCOS, en mayúsculas y en Times New Roman tamaño 20,  que estuvo  colgada durante dos meses,  sin que el ordenador obedeciera los reseteados, ni le importara la desconexión del fluido eléctrico. La tarde del  13 de octubre se fundió para siempre la pantalla en la que permaneció tatuada la  rara palabra, cuyo significado  ya conocía Lara. Enterró el portátil en el tiesto del Hibiscus. Ahora sabía que  los alienígenas  están aquí, nos observan y saben de nosotros más que si nos hubieran parido.  



martes, 12 de octubre de 2010

Sol

Judy's portrait  de Rafal Olbinski.

       

Cuentan que una vez, una mujer vieja con las legañas aún pegadas en los ojos, llegó hasta el acantilado para contemplar la salida de sol sobre el mar. Al acercarse vio que una joven muy bella ocupaba la única roca donde la mujer vieja pretendía sentarse. Rabiosa por lo que consideraba una usurpación,  chupó su dedo índice y tocó con él el hombro desnudo de la bella joven.  
-Buenos días, ahí me he sentado yo siempre.

La joven echó a volar su melena trigueña, elevó los largos brazos y relajó la frente sin decir ni mú ni desviar su mirada de ámbar del horizonte.

Sin saber a qué carta quedarse ante semejante gesto, la mujer vieja cerró la mano derecha y luego la izquierda. Los puños los tenía preparados pero dudaba si debía golpear  o, por el contrario,  juntar los nudillos para implorar la propiedad de la roca. En ese punto de la disquisición se hallaba, cuando el sol apareció como una joroba dorada sobre el mar y  ya no hizo falta decidir la táctica, ni pensar en la estrategia del desalojo  porque la muchacha, de un salto, abandonó el pétreo asiento.
-Ahí tienes tu roca -le dijo a la anciana-siéntate en ella y espera la puesta de sol.

-Yo he venido a contemplar el sol naciente y tú  me lo has impedido.

-No -contestó la joven que estaba a punto de echar a correr campo a través, no por miedo sino 
por su condición de atleta de maratón, has sido tú misma quien ha elegido qué y dónde mirar. 
La mujer vieja reflexionó sobre estas palabras sin alcanzar ninguna conclusión aceptable. Miró al sol que era ya redondo y abrasador. Si lo sé, no vengo, se dijo mientras desplegaba una sombrilla negra y regresaba a casa.                          

viernes, 1 de octubre de 2010

Grafología



La postal de la Torre Eiffel había quedado presa en un libro de segunda mano y siguió allí durante varios días, junto con otros dos libros, todos ellos comprados a bulto, por siete euros, un  domingo por la mañana en el Mercado de Sant Antoni

La manía del asiduo comprador de mercadear a ciegas, suscitaba recelo entre los comerciantes. A  nadie se le ocurre pedirle al librero que elija  los libros sin echarles antes un vistazo;  más de uno sospechaba  que tanta indiferencia y ausencia de regateo era un signo más cercano a la neurastenia que al amor libresco, aunque hay que reconocer  que bastantes veces  coinciden la una y el otro.

El comprador se vanagloriaba de ser un lector empedernido a quien le interesaba la letra  y lo mismo pagaba por hacerse con un tratado de botánica que con un manual de cunicultura. Un amante de la lectura  se distingue del lector  fortuito  porque selecciona con atención y criterio, conforme a sus inclinaciones e intereses.

No como Ramón, que en su enorme piso de la calle Aribau, en lo que fue el salón familiar, amontonaba pilas de libros, diez columnas de un metro y medio de altura por  hilera, diez perfectas líneas con espacio suficiente entre ellas para que una silla rodante de oficina pudiera circular. 

Durante horas,  Ramón recorría los estrechos pasillos de suelo hidráulico. Abría y cerraba los libros de manera metódica, hojeaba con detalle su interior  y de vez en cuando se quedaba pensativo con el volumen entre las  manos, como si cavilara sobre el contenido de las páginas. En una palabra: buscaba.

Entre las páginas de un libro se hallaba su salvación y estaba dispuesto a perseguirla hasta el final.  La joya rara y deslumbrante,  objeto de sus sueños, apareció  un jueves cobijada detrás de los hierros de la Torre Eiffel y en medio de un ensayo de termodinámica.  El mensaje escrito en el reverso de la postal,  fechado el 1 de septiembre de 1994  decía así:

Querido Ramón, como prometí, te escribo de puño y letra  a fin de que puedas analizar mis verdaderos sentimientos hacia ti.  Un perito grafólogo de tu valía no necesitará más prueba  de la sinceridad de mis intenciones. Nuestro amor lo pongo en manos del azar, por esta razón  meto esta postal en un libro de la biblioteca de mi abuelo, que acabamos de vender. Circunstancia que te haré saber esta misma tarde. Si no destruyen los libros y así lo quiera el destino, leerás el proverbio chino -perdona por el ripio- que escribo a continuación para que tengas material de estudio suficiente sobre mi persona. Quien espera ansioso la llegada de un jinete debe cuidarse muy bien de no confundir el sonido de los cascos en galope con los latidos de su propio corazón.

Pili. (firma limpia sin rúbrica)

Ramón, con los ojos anegados en lágrimas, releyó la caligrafía picuda, antigua, de trazo lento; observó las jambas de las g, ampulosas y con ancho lóbulo como si fueran orquídeas, prometedoras de un sin fin de  alegrías carnales. Por un instante se deleitó en la contemplación del texto de márgenes estrechos y libre de borrones, luego corrió por el salón, hasta  alcanzar el teléfono, marcó un número y farfulló con voz temblorosa: 
-Pili... la encontré,  yo también... te quiero.
-Lo siento, ahora escribo con redondilla y sobre las íes pongo un círculo grandote.
-No me importa, te querría aunque escribieras las oes con un caracolillo dentro.   



jueves, 16 de septiembre de 2010

Anillo de ópalo

Wallace Goldsmith. The Canterville Ghost. Boston 1906.




Todos los jueves  por la tarde acabo ante el mismo escaparate, ansiosa por descubrir una ganga. Quiero decir que pretendo un objeto valioso, muy por debajo de su precio de mercado. 

No me interesa un velador -los hay a docenas arrinconados al final de la tienda-; tampoco espejos –más docenas,  algunos de Art-decó, con azogue y mujer mariposa en los adornos-. Lo que yo busco  es un ópalo transparente engarzado en una sortija.  Detrás de la Plaza Molina, según se baja hacia Travesera de Gracia,  subsisten algunos comercios antiguos que han resistido los últimos cincuenta años sin tocar el vano de la puerta, ni  cambiar los anaqueles sobre los que reposan mercancías que ya no interesan a nadie, o casi nadie.

El  lugar al que me refiero y del que no voy a dar más pistas, es una vieja casa de dos plantas, en la que reside una anciana con muy malas pulgas, un carácter receloso que hace muy difícil el regateo, por no decir imposible. Reconozco que mi interés por su comercio le mosquea, y es natural  que desconfíe pues  en tantos años, más de uno le habrá birlado alguna piez.  El último jueves puso a la venta un puñado de rosarios: de azabache, de boj, de nácar y uno de ámbar. Una rareza rusa, según dijo a un cliente a quien también interesaban los rosarios, sin perder de vista las cuentas que movía entre mis dedos. 

Es una chamarilería, tienda de antigüedades, según la propietaria, de objetos viejos, pasados de moda, usados hace muchos años y que fueron olvidados en un cajón, en el fondo de un armario, debajo de una cama o en un trastero.

Objetos de los que se deshacen con precipitación los herederos  y que la anciana se apresura a comprar al peso para revender sin  pasarles la gamuza ni sacarles brillo. Quise comprar el rosario de ámbar con sus insectos prehistóricos cautivos, pero no  hubo manera de que quisiera atender mi oferta, con chulería, como si el negocio le fuera a todo trapo,  me dio la espalda para sentarse ante la puerta de entrada, sin hacerme ni caso. Hoy he visto mi ópalo, quiero decir mi anillo, sobre el montón de mi colección de postales de islas, dentro de mi neceser de piel  de cocodrilo que estaba abierto sin reparo, a la vista de todo el mundo.  Cuando he puesto los pies en la tienda, la anciana me ha propinado un golpe con uno de esos periódicos gratuitos que reparten en el metro. 
No me ha dolido a pesar de que me ha atizado en la cabeza, al contrario, me ha hecho  recapacitar, como si dijéramos,  he abierto los ojos a mi nuevo y definitivo estado civil.      





sábado, 4 de septiembre de 2010

Cebollas

Cartel anónimo, supermercado de Ciudad Real
                                                       The key to Dreams. René  Magritte.


La bolsa de cebollas de Figueras iba sin código de barras. En la caja número cinco guardaban cola siete personas, todas agarradas a carros llenos de productos apilados en  desorden como si hubieran sido echados deprisa, sin criterio dietético, para arramblar con lo que hubiera de comestible en los estantes antes de ser pillados por la autoridad.

-Yesi, a caja cinco, por favor.

La voz de la megafonía tenía un tono grave y áspero. Yesi, tardaba en llegar. Un carro tirado por su cliente de alquiler desertó de la cola; con gesto avergonzado el  impaciente pasó a ocupar el octavo lugar de la caja número tres, en ese instante, Yesi  apareció para llevarse  la bolsa de cebollas y traer otra debidamente identificada. La cajera recibía  tales azarosas incidencias con un secreto  placer y aunque no era religiosa ni pretendía, por sustitución, llegar a convertirse en una mujer espiritual, rezaba y daba gracias -sin concretar destinatario-siempre que ocurría una perturbación del orden comercial y el consiguiente atasco de clientela en la cola de su caja

Cuantas más plegarias más acontecimientos anormales ocurrían y, en consecuencia, la inactividad del lector de código de barras aumentaba en sincronía con la irritación silenciosa de quienes aguardaban turno.

Como es sabido, cualquier hija de vecina repite la secuencia de actos con los que en una ocasión obtuvo éxito a fin de lograr idéntico resultado. La constatación del misterioso efecto  le provocó a la cajera un  exceso de confianza en sí misma,  en el  poder inexplicable de los ruegos y agradecimientos que recitaba para sus adentros  cuando le sobrevenía el cansancio mezclado con aburrimiento, que era más o menos cada cuarenta y cinco minutos.    
  
-Oye, chica, tienes la negra  o qué.  Llevas toda la semana con problemas, estamos hartos de quejas. ¿Qué ha pasado ahora? 
La cajera sonrió al encargado con simpatía y  un poco de compasión.
-No sé qué será porque siempre es el mismo problema: vienen con los artículos sin la etiqueta de códigos. 
-Pues no puede ser, esto tiene que arreglarse- resopló el encargado dándole la espalda  y echando a andar en dirección a la verdulería.
-Eso digo yo-  murmuró  mientras Yesi le entregaba una bolsa de cebollas
etiquetadas, sin mirar al cliente añadió:

-Son cuarenta y cinco con cuarenta y cinco.

-¡Qué casualidad! Esa es la fecha de mi cumpleaños: el cuatro del mayo del cuarenta y cinco.

-Y el  final  de la segunda guerra mundial- dijo su mujer que estaba al otro lado de la cinta con los productos ya en el carro.

La cajera puntualizó:

-Señora, ese día fue exactamente el de la rendición alemana del norte de Alemania, Dinamarca y Holanda. El final de la guerra  fue el 8 de mayo de 1945.
-Y va a venir de cuatro días -contestó la clienta picada en su amor propio.

-A ver ¿qué pasa aquí? - interrumpió el encargado  que había escuchado la conversación desde detrás del dispensador de actimel.

-No, nada, todo está correcto, era sólo que la cuenta de estos señores  coincide con una fecha histórica y  estábamos concretando la efemérides.

-A mi no te me pongas chula, que ya estoy harto. Cierra la caja. Te quiero ver en
Personal ahora mismo. Perdonen, señores clientes, ahora misma les atenderá otra señorita

La cajera sintió mucha pena pero no tuvo más remedio que seguirle, en el pasillo de conservas rogó con  toda su fuerza que la pila de botes de tomate triturado se le viniera encima al encargado, cosa que efectivamente ocurrió, dejándole amnésico y con un brazo roto. Para la cajera ese era su mejor trabajo desde que acabó el doctorado en Historia contemporánea. En el supermercado, al frente de la caja, había descubierto su  enorme potencial mental que sólo se manifestaba en el cubículo donde pasaba siete horas al  día


Una suerte de estado contemplativo que propiciaba el desarrollo de sus facultades mentales. Como si la caja fuera un Asram, una escuela de enseñanzas místicas, pero con todas las comodidades: aire acondicionado en verano y calefacción en invierno. ¿Qué más podía desear en  esta vida?



                          

viernes, 13 de agosto de 2010

Premio literario



   El atardecer  se vistió con luz dorada como si fuera la pátina de una joya rara y misteriosa
-Qué cursi  ¿Y por qué una joya rara? El anillo de sello de mi abuelo también es dorado y  como ese hay a patadas;  tampoco pongas el atardecer porque  está muy visto.

-Pues será casualidad pero todos los días atardece y muchas veces el cielo  está casi amarillo, yo sólo soy el notario  de la realidad y escribo lo que veo y tal como lo ven mis sentidos. Lo que pasa es que me tienes envidia, te joroba que sea tan famoso y que me hayan concedido  tres premios en estos últimos cuatro años. 

-Tres premios, ja, ja, ja, me río en tres sílabas. Tienes al jurado comprado, cacho mamón. 

-¿Quién, yo?  Te daría de leches si no fuera porque dentro de un hora he de estar en el Casino para una lectura dramatizada de mi obra. Y no puedo  alterarme, se me quiebra la voz con el nerviosismo y eso para un  autor consagrado es una muestra de debilidad intolerable. No me importa tu opinión y no quiero que me acompañes ¿me has oído?

-Perfectamente, pero  voy a ir y me vas a ver en primera fila. Pretendo regodearme con la ceremonia y, de paso, hacerme con material sensible para la próxima novela.  A tu costa, lo reconozco. ¿No te gusta?

-Qué insana mente podrida la tuya.

-¿Qué insana o qué insania? Concreta, es importante porque las palabras han de representar de la manera más fehaciente nuestro pensamiento, bueno el tuyo,  que poco tienes ahí dentro, pero algo asoma  de vez en cuando, lo admito.  ¿Me has querido insultar?

-Estás como una cabra, peor aún,  como un trozo de estiércol seco. No alcanzas la cordura de un animalito, esas criaturas no andan, como tú, todo el día al acecho de una oportunidad para ensañarse con el prójimo. No estás bien del coco. 

-En ese caso la palabra justa es insania, me falta el juicio. Quizás, pero gracias a mis locuras estás donde estás.  Acabemos de una vez ¿cómo era el atardecer? 
Atardeció  tarde y las gaviotas tardías sobrevolaron la tartera.   
-Vamos de mal en peor, Tobías. 
-Me has puesto muy nervioso y eso me deja atrancada la inspiración.
-Deja ahí el papel y abróchate el  botón de la americana. Anda, vete de una vez si no quieres llegar tarde.
-¿Y  tú? 
-Ya te he dicho que estaré allí, y ahora haz como si no me vieras, como si no existiera. Adiós, Tobías, nos vemos. 

La música de Baden Powell  sonaba cuando Tobías echó el cierre a la puerta del piso. Sonrió en el rellano con gesto seductor, en un ensayo de su actuación en el Casino. La terapia de la Sombra era lo mejorcito que se había inventado para estimular la creatividad, de paso servía para bajarse los humos uno mismo, darse caña y evitar la autocomplacencia. ¡Qué hallazgo!  En la  portería, dos vecinas le felicitaron. 

-Hombre Tobías, ya nos hemos enterado que te han dado otro premio en la revista del barrio, si es que eres  un poeta como la copa un pino. 

-¡Bah! se hace lo que se puede.

-Pues el lunes nos pasamos por la carnicería y nos cuentas cómo fue el acto.Iríamos pero hemos de recoger a los nietos. Por cierto, necesitaré un redondo tiernecito para el miércoles ¿tendrás? 

-Claro, reina, ya sabes que solo vendo primera calidad.