A young girl hiding behind a muff
Pintura de Pietro Antonio Rotari, 1707-1762.
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Alergia al
polen, por eso voy todo el día con el pañuelo, para evitar respirar esas
minúsculas partículas que irritan la mucosa de mi nariz y entristecen mis ojos.
Aquí estoy, ya me estáis viendo, frente a la pantalla, atenta, casi sin
pestañear; lo veo todo un poco borroso, y aunque me gustaría salir a la calle
ni lo intento, prefiero seguir en el trabajo, tedioso y absurdo. Con la mano
izquierda voy rellenando las casillas que identifican a los morosos mientras
que con la derecha me tapo media cara.
De hecho, no soy alérgica, ni siquiera
estornudo, al menos estos días, pero esa es una buena excusa para evitar
parlotear con mis compañeros. Yo le llamo la técnica Ernesto, por el
pretexto que ponía el personaje de Wilde para cancelar compromisos sociales
desagradables. En mi caso, soy una solitaria, una insociable que necesita
trabajar, por eso me inventé una alergia que es un mal moderno y
agradecido porque no es contagioso, que se sepa. Es un pretexto
perfecto que me libera de participar en reuniones y comidas de trabajo. A veces
me quedo afónica por culpa de los ácaros que hay en la oficina, pero eso sólo
ocurre en fechas señaladas cuando a última hora se celebra un cumpleaños
o una fiesta de jubilación.
Ahora, mientras miro la pantalla, veo
de reojo como mi jefe mueve la cabeza disgustado, claro, le fastidia mi
lentitud. Respondo con un suspiro y aprieto contra mi boca el pañuelo que
huele a rosa de Bulgaria, esencia que uso para perfumarme. Desde el calendario
que reposa en mi mesa, en la hoja de noviembre, una castañera ofrece un
cucurucho de papel de periódico, es una oportunidad que no dejo escapar,
huyo de mi cubículo para ocupar la otra silla vieja, detrás del
asador de castañas.