Judy's portrait de Rafal Olbinski. |
Cuentan que una vez, una mujer vieja con las legañas aún pegadas en los ojos, llegó hasta el acantilado para contemplar la salida de sol sobre el mar. Al acercarse vio que una joven muy bella ocupaba la única roca donde la mujer vieja pretendía sentarse. Rabiosa por lo que consideraba una usurpación, chupó su dedo índice y tocó con él el hombro desnudo de la bella joven.
-Buenos días,
ahí me he sentado yo siempre.
La joven echó
a volar su melena trigueña, elevó los largos brazos y relajó la frente sin
decir ni mú ni desviar su mirada de ámbar del horizonte.
Sin saber a
qué carta quedarse ante semejante gesto, la mujer vieja cerró la mano derecha y
luego la izquierda. Los puños los tenía preparados pero dudaba si debía
golpear o, por el contrario, juntar los nudillos para implorar la
propiedad de la roca. En ese punto de la disquisición se hallaba, cuando el sol
apareció como una joroba dorada sobre el mar y ya no hizo falta decidir
la táctica, ni pensar en la estrategia del desalojo porque la muchacha,
de un salto, abandonó el pétreo asiento.
-Ahí tienes
tu roca -le dijo a la anciana-siéntate en ella y espera la puesta de sol.
-Yo he venido
a contemplar el sol naciente y tú me lo has impedido.
-No -contestó
la joven que estaba a punto de echar a correr campo a través, no por miedo sino
por su condición de atleta de maratón, has sido tú misma quien ha elegido qué y
dónde mirar.
La mujer
vieja reflexionó sobre estas palabras sin alcanzar ninguna conclusión
aceptable. Miró al sol que era ya redondo y abrasador. Si lo sé, no
vengo, se dijo mientras desplegaba una sombrilla negra y regresaba a casa.