Cartel anónimo, supermercado de Ciudad Real |
La bolsa de
cebollas de Figueras iba sin código de barras. En la caja número cinco
guardaban cola siete personas, todas agarradas a carros llenos de productos
apilados en desorden como si hubieran sido echados deprisa, sin criterio
dietético, para arramblar con lo que hubiera de comestible en los estantes
antes de ser pillados por la autoridad.
-Yesi,
a caja cinco, por favor.
La voz de la megafonía
tenía un tono grave y áspero. Yesi, tardaba en llegar. Un carro
tirado por su cliente de alquiler desertó de la cola; con gesto avergonzado
el impaciente pasó a ocupar el octavo lugar de la caja número tres, en
ese instante, Yesi apareció para llevarse la bolsa de
cebollas y traer otra debidamente identificada. La cajera recibía tales
azarosas incidencias con un secreto placer y aunque no era religiosa ni
pretendía, por sustitución, llegar a convertirse en una mujer espiritual, rezaba y
daba gracias -sin concretar destinatario-siempre que ocurría una
perturbación del orden comercial y el consiguiente atasco de clientela en la
cola de su caja.
Cuantas más plegarias más acontecimientos anormales ocurrían
y, en consecuencia, la inactividad del lector de código de barras aumentaba en
sincronía con la irritación silenciosa de quienes aguardaban turno.
Como es
sabido, cualquier hija de vecina repite la secuencia de actos con los que en
una ocasión obtuvo éxito a fin de lograr idéntico resultado. La constatación
del misterioso efecto le provocó a la cajera un exceso de confianza
en sí misma, en el poder inexplicable de los ruegos y
agradecimientos que recitaba para sus adentros cuando le sobrevenía el
cansancio mezclado con aburrimiento, que era más o menos cada cuarenta y cinco
minutos.
-Oye, chica,
tienes la negra o qué. Llevas toda la semana con problemas, estamos
hartos de quejas. ¿Qué ha pasado ahora?
La cajera
sonrió al encargado con simpatía y un poco de compasión.
-No sé qué
será porque siempre es el mismo problema: vienen con los artículos sin la
etiqueta de códigos.
-Pues no puede
ser, esto tiene que arreglarse- resopló el encargado dándole la espalda y
echando a andar en dirección a la verdulería.
-Eso digo
yo- murmuró mientras Yesi le entregaba una bolsa
de cebollas
etiquetadas,
sin mirar al cliente añadió:
-Son cuarenta y cinco con cuarenta y cinco.
-¡Qué casualidad! Esa es la fecha de mi cumpleaños: el cuatro del mayo del cuarenta y cinco.
-Y el final de la segunda guerra mundial- dijo su mujer que estaba al otro lado de la cinta con los productos ya en el carro.
La cajera puntualizó:
-Señora, ese día fue exactamente el de la rendición alemana del norte de Alemania, Dinamarca y Holanda. El final de la guerra fue el 8 de mayo de 1945.
-Y va a venir de cuatro días -contestó la clienta picada en su amor propio.
-A ver ¿qué pasa aquí? - interrumpió el encargado que había escuchado la conversación desde detrás del dispensador de actimel.
-No, nada, todo está correcto, era sólo que la cuenta de estos señores coincide con una fecha histórica y estábamos concretando la efemérides.
-A mi no te me pongas chula, que ya estoy harto. Cierra la caja. Te quiero ver
en
Personal
ahora mismo. Perdonen, señores clientes, ahora misma les atenderá otra señorita.
La cajera sintió mucha pena pero no tuvo más remedio que seguirle, en el pasillo de conservas rogó con toda su fuerza que la pila de botes de tomate triturado se le viniera encima al encargado, cosa que efectivamente ocurrió, dejándole amnésico y con un brazo roto. Para la cajera ese era su mejor trabajo desde que acabó el doctorado en Historia contemporánea. En el supermercado, al frente de la caja, había descubierto su enorme potencial mental que sólo se manifestaba en el cubículo donde pasaba siete horas al día.
Una suerte de estado contemplativo que propiciaba el desarrollo de sus facultades
mentales. Como si la caja fuera un Asram,
una escuela de enseñanzas místicas, pero con todas las comodidades: aire
acondicionado en verano y calefacción en invierno. ¿Qué más podía desear
en esta vida?