Miguel Hernández y Josefina en Jaén, 1937.
Desde la fila
once, lateral y asiento par, Isona echó una foto del escenario vacío, luego
miró al cielo, un puntito brillante asomaba detrás de la nube rota que tenía
forma de pera conference.
Sólo quien
ama vuela.
Pero ¿quién
ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?
-¡Qué bueno
es el tío! Ahora viene: Amar...
Pero ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela?
Isona cruzó
las piernas sin dejar de abanicarse y lo hizo con tanta furia que dos
varillas del abanico fueron a parar al suelo.
-¡Quién
pudiera volver atrás en el tiempo y correr delante de los grises!
Quiso olvidar
que el hombre se aleja encadenado.
Donde
faltaban plumas puso valor y olvido.
El nostálgico
apretó el sudoroso y rollizo brazo contra el omóplato descarnado de Isona, al
poco rato juntó su pierna peluda, desnuda de rodilla para abajo, en el
muslo de ella, eufórico por los versos cantados y el contacto con piel de
mujer. Le propuso una cita para aquella misma noche.
Un ser
ardiente, claro de deseos, alado
quiso
ascender, tener libertad por nido.
-Yo a
ti te conozco, te he visto antes ¿tú estuviste en la manifestación de Amnistía Llibertat i Estatut de Autonomía?
¿A que sí? A mí no se me olvida jamás una cara. ¿Damos juntos un paseo cuando
acabe el recital?
El movimiento
del abanico parecía el aleteo de una mosca hambrienta y rabiosa, a punto de posarse
sobre un apetitoso despojo. Con un movimiento rápido y efectivo, Isona
asestó un golpe de abanico cerrado en la tripa de su pretendiente.
El hombre yace. El
cielo se eleva. El aire mueve.
-¡Ay! -El hombre restregó su mano sobre la camiseta negra, a la altura
de lugar donde había recibido el golpe, las lágrimas le anegaban los ojos y
aunque le resbalaban por la mejilla mal afeitada, no quiso limpiarlas, hacía
tanto tiempo que no lloraba que se sintió poseído por una emoción cálida y
acogedora que deseaba saborear. El llanto benéfico no solo le mojaba las
perneras de los pantalones bermudas sino que le procuraba tal
alivio que se sentía volar, como si su espíritu se hubiera
separado, por fin, del cuerpo. Isona y el resto de público de la
grada le chistaron para que enmudeciera, pero él no podía escucharles, arrebatado por la emoción. Lloraba mientras
repetía: gracias, gracias ¡qué Dios te bendiga! yo sólo
necesito amor y tú me has dado un poquito esta noche. Así
continuó varios minutos hasta que dos guardias le sacaron en volandas del
teatro, en la zona de los camerinos comprobaron que no tenía entrada y
que era un mendigo, de esos que viven en Montjuïc cuando llega el buen
tiempo.