No sabía Bita (Benedicta) que la lectura le proporcionaría tantos
beneficios estéticos, porque si lo hubiera sabido antes, cuánta
pasta y sinsabores se habría ahorrado. A Bita, ingeniera agrónoma de profesión,
en la actualidad desempleada, la lectura por placer, sin utilidad ni
beneficio inmediato, le pareció siempre una pérdida de tiempo que sólo podían
permitirse los ociosos adinerados, o simplemente los vagos.
Es
bien sabido que en la vida, los principios y las certezas que han dirigido
nuestros actos, un día cualquiera se esfuman para demostrarnos qué equivocados
estábamos y, lo que es peor, para reírse de nosotros, por pánfilos y cretinos.
El día D de Bita ocurrió un 25 de febrero,
la hora H no podía ser otra que las cinco y el lugar un Carrefour
cualquiera, sin titubeos compró un libro, el primero que
palpó su mano, sacado de un cajón de todo a 1 euro. Le gustó por el
color de la portada, amarillo y rojo y porque era pequeño y quedaría
perfecto para calzar la mesa de la cocina.
En cuanto llegó a casa, el libro fue a
parar debajo de la pata coja de la mesa, Bita observó que, si bien la mesa había
dejado de cimbrearse, persistía un ligero temblor en cuanto le ponía la
mano encima. Dispuesta a sacar provecho del euro gastado, tomó el libro
y calculó cuántas páginas debería arrancar para que la cuña fuera
de provecho. La mutilación alcanzaba hasta la página 274. Ese acto fue su
perdición: arrancó de cuajo las cuarenta y cinco páginas sobrantes
y, en vez de echarlas a la basura, los ojos se le fueron al siguiente
párrafo, que leyó en voz alta: el poeta como un gallo fogoso parece
batir las alas para prepararse al estallido de la supuesta inspiración. Pensó que esa frase era una estupidez,
pero continuó leyendo, de pie, en la cocina, sin entender de qué iba esa rara y
absurda historia, un impulso, que parecía venido del más allá, le
despertó la curiosidad y quiso empezar desde el principio la novela o lo que
fueran ese conjunto de hojas impresas; descalzó la mesa para recuperar el
resto del libro, como si fuera víctima de un hipnotizador invisible, se
fue con el libro a la bicicleta estática, pedaleó durante una decenade kilómetros
mientras leía palabras y mas palabras de una trama incomprensible. Al final de
la última frase de la página 274 leyó Vinogradus, como si fuera su
fin de etapa después de atravesar el Tourmalet un mediodía de julio, se
echó al suelo, sudorosa y con el corazón palpitante, besaba el libro,
reía y lloraba al mismo tiempo, entre lágrimas y mocos se decía a si
misma:
¿Te das cuenta, Bita? diez
kilómetros, que se dice pronto, y un kilo menos de grasa. ¡Dios Santo!
con este libro incomprensible voy a conseguir una silueta de sílfide.