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Barbara Stainwyck |
-¿Y qué explicación tienes para todo este caos y estropicio? Ahora me dirás que la culpa es de ella ¿o no?
Hugo lió lentamente su cigarrillo con la mezcla de picadura de tabaco, hecha para él por una tabaquera canaria de Icod. El humo dejaba un rastro de aroma dulce de canela y constituía el anuncio de su presencia: o había estado allí o seguía fumeteando en algún rincón del salón verde, un lugar enorme y destartalado, con el suelo de tablones de nogal, oscuro y agrietado que gemía bajo los pies de los pocos que lo atravesaban de camino a la gran cocina.
-¿Qué? ¿No me contestas?
Hugo echó una bocanada de humo, mientras sus ojos se concentraban en la neblina que desdibujaba la calle solitaria. Desde su butaca desvencijada y roñosa, frente a uno de los cuatro ventanales neoclásicos, veía los campos de cereales y la lejana alameda junta al río. La noche había sido movidita, aunque Hugo intentó aparentar indiferencia y hacerse el dormido, ella estuvo insistente y bronca hasta que consiguió sacarlo de la cama. Todo se lo perdonaba, al fin y al cabo ella seguía siendo una chiquilla y sólo pretendía un poco de atención y carïño, ambas pretensiones estaba dispuesto a satisfacerlas a condición de que ella pusiera una pizca de sentido común en aquella loca relación. Pero no, era cosa imposible que ella hiciera algo sensato por él.
Hugo bostezó, echó otra calada antes de mirar a Carmen, lo hizo sin disimular su cansancio y antipatía por esa mujer que le interrogaba un día y otro también sobre su vida nocturna y las consecuencias en el ajuar de la casa.
-Pues sí, otra vez ha sido ella ¿Y qué? ¿Te importa? La casa es mía y si no te gusta, lo siento mucho, no, no lo siento, es asunto tuyo si no la aceptas. Ella entró en mi vida mucho antes que tú y sigue aquí, y así será siempre, por mucho que te fastidie.
Carmen sonrió de lado, como Barbara Stanwyck, a quien le daba un cierto parecido. Las palabras de Hugo le repateaban, pero reconocía en ellas una verdad a la que nada podía oponer. La tal ella, causante de esas veladas siniestras, no era otra que la antigua novia de Hugo, Rita, una mujer que murió hacía cincuenta años, en esa misma casa y en circunstancias alegres pues fue después de una fiesta cuando Rita resbaló en la escalera, abriéndose la cabeza y muriendo al instante.
La vida, como siempre, continuó y Hugo se casó dos veces, la última con Carmen Desde hacía dos años vivían en la casa familiar, un palacete del siglo XVIII en un pueblo leonés de apenas cuatrocientos habitantes. Los primeros meses en la casa nada ocurrió pero una noche de verano, en la que Hugo dormitaba en una hamaca en el jardín trasero, la silueta de una mujer se paseó ante él, no una, sino varias veces. Y ahí empezó todo, desde entonces, la silueta aparecía todas las noches, sin horario fijo, y siempre en las habitaciones donde dormía Hugo, quien probó todas los salones y estancias de la casa, catorce en total, con la esperanza de que algún rincón estuviera a salvo de la presencia de Rita, pero fue inútil. Rita aparecía, susurraba, provocaba corrientes de aire helado y abría y cerraba puertas y ventanas. Carmen, al cabo de la primera semana de jolgorio nocturno, decidió trasladarse a vivir a un piso de la plaza, junto a la iglesia también propiedad de la familia de Hugo. No creía que fuera un fantasma, Carmen estaba segura de que todo era un plan amañado por él con la participación de algunos de los paisanos del pueblo. Carmen no iba a consentir que una broma tan pueril rompiera su matrimonio, a esas alturas, con un marido a punto de palmarla y un usufructo en camino, aparte de una pensión y un capital en la cuenta corriente nada desdeñable. Había que aguantar todas las memeces de un viejo chocho y hacerlo con buena cara, aunque a veces no pudiera controlarse y echara espuma por la boca.
Miró los libros tirados por el suelo y mezclados con restos de la porcelana rota, del juego de té chino que hasta ayer adornó una de las vitrinas del salón verde, y que debía valer un pastón , qué pena de subasta, pensó Carmen mientras se acercaba a Hugo, que seguía embelesado con el paisaje, le tocó el hombro con delicadeza antes de preguntarle:
- ¿Qué quieres hoy para comer?
- Arroz con pollo, y que esté caldoso.
Con esa instrucción bajó Carmen las escaleras que conducían a la cocina, lo hizo con mucho cuidado no fuera que diera un traspiés y acabara como la otra.
En el salón, Hugo se levantó de la butaca, de pie, encorvado, delgado y consumido se dirigió a Rita, viéndola como al trasluz, con su vestido azul de gorgette que tanto la favorecía.
-¿Cuánto tengo que esperar, Rita? ¿No crees que ya somos mayorcitos para tanto jugueteo? ¿Y ahora también quieres liarla durante el día?
Rita bailó a su alrededor sin que sus ojos se apartarán ni un segundo de los de Hugo, mientras daba vueltas en torno al anciano, le dijo:
-¡No! ¡digo, sí! también de día y a todas horas, vamos a estar siempre juntos- Hugo parpadeó antes de desplomarse en el suelo, aún pudo escuchar la voz cantarina de Rita:
- Esto solo acaba de empezar, amor mio, dame la mano y bailemos.