domingo, 20 de noviembre de 2016

La última noche de Galois






Cuando pienso en Évariste Galois, sobre todo antes de meterme en la cama, reprimo el impulso de beber una cafetera, (al estilo Balzac)  encender la luz de mi mesa de trabajo y sin perder un segundo, trabajar  hasta ver salir el sol, después de acabar todas mis tareas pendientes.  
Menos mal que es un pensamiento fugaz, sin energía ni fuelle para convertirlo en acción, poco después, duermo tan ricamente y sin remordimientos.

La vida de Évariste Galois, quiero decir su última noche de vida, fue muy productiva, tanto que escribió toda  su teoría matemática, Teoría Galois, dónde resolvía un enigma relacionado con ecuaciones polinómicas y que hoy sirve como base para las comunicaciones y navegación por satélite.  

Genio de las matemáticas, murió en 1832, apenas a los veintiún años, por las heridas infligidas durante un duelo. La noche entre el 29 y 30 de mayo, las horas previas al lance, se sentó a la mesa y con un cuajo admirable, anotó con precisión y claridad sus descubrimientos matemáticos. Después de cada párrafo y notación de sus fórmulas, escribió: "¡No tengo tiempo!"  Acuciado por la inminente muerte, dirigió toda su voluntad y  coraje a escribir la obra cumbre de su vida, sin otro temor que no fuera dejar inconcluso su trabajo. 













Sabía Évariste Galois que era imposible vencer al militar que le había retado, así que olvidó cualquier otra preocupación para concentrarse en dejar testimonio de su teoría, sí, pero también, escribió cartas a sus amigos y familiares y, como aún le quedaba una hora, redactó un manifiesto político que tituló:"Carta a todos los republicanos".

Este asombroso joven fue el hijo de un padre volteriano, enciclopedista, anticlerical y muy aficionado al verso satírico. Galois padre, alcalde de Bourg-la-Reine, una población cercana a París, se dedicaba a versificar -sin traspasar el límite de la ofensa personal-  las andanzas de los personajes del pueblo. La iglesia también fue destinataria de su ímpetu poético, por desgracia ese fue un error que pagó muy caro. 
Sucedió que llegó al pueblo un cura aficionado también a la rima. En verso y con la firma del poeta Galois, difamó y calumnió a un personaje importante de la comunidad. Esta mala finta del eclesiástico le provocó un decaimiento insuperable que acabó en suicidio. El escritor César Aira, defiende en su obra Cumpleaños, que lo peor para Galois padre, fue  la alegre usurpación de  su estilo poético y no tanto los destructivos versos contra el patricio local.



A los diecisiete años, Évariste Galois  sufre la desgracia del suicidio paterno, un suceso que le confirmó el mal fario que arrastraba. Su  extraordinaria inteligencia, avalada con su contribución a las matemáticas no fue suficiente para aprobar el examen de ingreso de la École Polytechnique, considerada la mejor escuela de ciencias de la época. Dos veces fue denegado su ingreso. 

Podemos imaginar la frustración alimentada por otras adversidades académicas. Por ejemplo, envió copia de sus descubrimientos a uno de los matemáticos más notables, no solo para que valorara su teoría, también como carta de presentación para la Academia. No obtuvo respuesta porque su trabajo se perdió en algún despacho. La siguiente decepción: el Gran Premio de Matemáticas, en el que presentó su teoría para la resolución  de ecuaciones que fue calificada de incomprensible y oscura.

Las últimas palabras de Évariste Galois antes de morir se las dirigió a su desconsolado hermano: "No llores, necesito todo mi valor para morir a los veintiún años"  Qué envidiable temperamento y qué solemne final.             

       
 

      

sábado, 1 de octubre de 2016

La certeza del botijo




Teknoploff. com.  Tecnología del botijo


Gasté  parte de mi primer sueldo en un botijo de Miravet. Tenía veinte años y creía que llenar la casa recién estrenada con alfarería, me acercaba a una vida más interesante.  En todos los viajes con el primer coche, un 124  desvencijado, paraba en los pueblos con el afán de llevarme una vasija, cuanto más común, mejor. Después de varias mudanzas, solo quedan dos botijos encima de una librería. 

No me acordaba de ellos y están a la vista. Con los objetos pasa como con los paisajes,  de tan presentes como están, se vuelven invisibles y ya no nos percatamos de su belleza, si la tienen, o de su fealdad, menguada, porque el paso del tiempo anestesia la percepción.  

Mis  botijos, de Miravet y Menorca, siguen sin haber probado líquido, jamás han refrescado la boca de nadie, están momificados en su estantería, como si se tratara de nichos olvidados. Hoy han resucitado en un ceremonia de limpieza general, pasados por agua y jabón, me percato de lo bien torneados que están y de que, los graciosos pitorros, nunca han  calmado la sed de nadie. Han escapado de su destino -por ahora-. Me alegra tenerlos cerca, tan irreales y anacrónicos que no parecen de este mundo. 

Hoy, a estas horas del sábado, primer día de octubre, cuando  se desenfoca el paisaje y parece que se cierne una tormenta, el barro modelado en su efectiva tecnología, se convierte en el símbolo del tiempo circular, dónde todo vuelve.

Han vaticinado un otoño caluroso, ya es hora de llenar los botijos de agua y dejarlos en la fresca, por un si acaso se corta la luz.       

miércoles, 31 de agosto de 2016

Relatos de este mundo

Jean Fouquet, 1420-1481



Al final de la primera Guerra Mundial, Elías Canetti residía en Zurich. Era un niño de apenas doce años cuando se convirtió en testigo accidental de un hecho, tan revelador de la sinrazón de las guerras que pulveriza la retórica belicista.  

Acompañaba a su madre, una mujer de inteligencia y cultura extraordinaria, políglota y lectora apasionada, cuando al doblar la calle, presenciaron el desfile de soldados franceses heridos, renqueantes y tullidos por las heridas de guerra. Avanzaban  con lentitud, la gente se apartaba a su paso. Estaban en Suiza para ser canjeados, una vez recuperados, por soldados alemanes. Al otro lado de la calle, apareció un grupo de soldados también heridos, eran alemanes.  Con paso lento se dirigían al encuentro irremediable. 

Se temió un enfrentamiento, desde las aceras, los transeúntes vieron como los dos grupos de soldados se cruzaron en la calle. Un herido francés, levantó su muleta en dirección a los alemanes, gritó con emoción: ¡Salut!  Con actitud amistosa, los soldados alemanes respondieron también con idéntica expresión y  alzaron sus muletas. Los dos grupos siguieron su camino sin que mediara entre ellos ninguna hostilidad. 



Elias Canetti observó que su madre temblaba, disimulaba las lágrimas; también vio a otras  personas que lloraban. En La lengua absuelta, autobiografía de Elías Canetti, este episodio se añade al que sucedió unos  días después de declararse la  guerra.  En aquella época vivían en Viena. En la familia de Elías Canetti, de origen sefardí, se hablaban  varias lenguas, la madre, educada en Viena, el alemán; los niños, el inglés; y entre los familiares era común hablar en ladino, el español que se hablaba  en el siglo XV. El francés era una lengua también habitual entre ellos. En aquel ambiente familiar, se consideraba gente inculta y primitiva a quienes hablaban una sola lengua

Relata Canetti que un día  paseaba con su madre y sus dos hermanos pequeños por el centro de Viena, la multitud se arremolinaba para gritar consignas bélicas y cantar himnos militares. Él,  entonces tenía nueve años, empezó a cantar el himno británico  y sus hermanos pequeños le siguieron. Aquellos vieneses reaccionaron contra los tres niños con bestialidad,  propinándoles bofetadas y patadas, insultándoles sin que los niños comprendiera el porqué de la violencia. La madre intervino en su impecable alemán vienés para rescatar a sus hijos y apaciguar a la muchedumbre. Desde aquel día se les prohibió hablar en inglés fuera de casa. 

Estas dos anécdotas  muestran qué fácil es  inocular odio ante un enemigo invisible y creado con mil artimañas propagandísticas,  y cómo, en el caso de los soldados, desaparece el falso enemigo para diluirse en  nosotros; porque también  "el enemigo" sufre y  siente y es víctima del odio. 



Menos que uno,  es una recopilación de textos autobiográficos  y  ensayos literarios, del poeta ruso, nacionalizado norteamericano, Joseph Brodsky; también, como en Canetti,  leemos episodios malignos que dan cuenta de la estupidez y mala fe de quienes juzgaban la poesía, la música, la literatura,o cualquier área de conocimiento humano, con la vara interpretativa de quien no tolera la disidencia. El odio disfrazado de consignas del Partido. Individualista, contra los intereses del pueblo, constituían la peor acusación y una segura condena para pudrirse en campos de trabajos forzados. 
    
Brodsky nació y se crió en  San Petersburgo  -en época soviética Leningrado- los recuerdos de su infancia y juventud son un relato de miseria y hambre, pero también la expresión de un agudo sentido de la belleza estética y moral, incluso en el ambiente de degradación ideológica del politburó, donde se jugaba con el destino de millones de personas.  
     


De   Elegía a Leningrado

IV
Y cuando al final me detuvieran acusado de espionaje,
actividad subversiva, vagabundeo y menage à trois
rodeado por la horda que apuntaría con los dedos,
gritando enfurecida: -¡no es de los nuestros!-
íntimamente feliz, me diría en silencio
mira, es tu oportunidad de saber como se ve desde adentro
aquello que por mucho tiempo viste desde fuera;
no olvides los detalles cuando grites “¡Vive la Patrie!

A veces, cuando leo a Canetti y Brodsky,  tengo la sensación de que el tiempo se ha detenido y que todo lo que ellos vivieron y contaron está a la vuelta de la esquina, pero esa tontuna aprensiva se me pasa enseguida. Soy una floja, me digo y juro no seguir con las lecturas perniciosas, las que rompen la plácida frivolidad de vivir en el presente, sin pasado que valga. Creo que está de moda,  hay escuelas que enseñan esta bonita disciplina. Mindfulness,  se llama.                      


domingo, 10 de julio de 2016

Fantasmas y aparecidas


Pesadilla nocturna. Füssli, 1802 


Cuenta el poeta Coleridge que una mujer se le acercó  para preguntarle si creía en fantasmas y aparecidos: "Le contesté con veracidad y sencillez: no, señora, he visto demasiados  para creer en ellos". En versión gallega: eu non credo nas meigas, mais habelas, hainas.

Según la RAE, el aparecido es el espectro de un difunto. Ya sabemos que no existen pero cuando se aparecen es por algún motivo importante, jamás por capricho.  Hace unas noches, en la oscuridad de mi patio, tumbada en la hamaca, miraba el cielo. La luna nueva facilitaba la contemplación, agucé todo lo que pude mi miope mirada para descubrir el brillo de Júpiter, la apagada luz de Saturno y Marte, planetas en hilera frente a la constelación de Libra. Según me informó antes mi libro de astronomía para aficionados. Al mismo tiempo, y a ciegas, sorbía con caña una horchata casera. La atmósfera era perfecta, el aire tibio y las campanas de la iglesia anunciaban las doce.

Me sentía tan feliz que cerré los ojos para concentrarme en ese instante para  guardarlo en la memoria. El aroma del  jazmín real, el mismo que sirve para ensartar las biznagas malagueñas, me emborrachaba de dicha. Esta cursilada que acabo de escribir refleja con exactitud aquel estado mental de arrobo nocturno. 
Guiñé los ojos para enfocar mejor las estrellas, churrupée  la bebida, creí ver un meteorito en paso fugaz, pero enseguida advertí que la luz estaba muy cerca, entre los tiestos de lavandas. Frente a mí. 

Era el resplandor de la aparecida que al principio confundí con una vecina emboscada. Deduje su naturaleza fantasmal porque no tenía cuerpo, solo un halo blancuzco, como una gasa que cubriera su cuerpo inexistente. Carecía de rostro, pero a mi se me antojó ver dos ojos y una prominente barbilla. Fiel al protocolo paranormal, le pregunté: qué quieres, quién eres, por qué a mí, no me pidas cosas raras...

Soy  Yvette Guilbert, cantante de vodevil, que gané fama con la canción Madame Arthur, cuya letra fue escrita por el escritor Paul de Kock. Unas semanas antes de morir prometí leer toda su obra. Una locura, pero estaba tan contenta que me dio un repente de agradecimiento. Sería por efecto del pastís. Apenas leí unas páginas de sus  Mémoires  ¡zas, palmé!  Quiero que me sustituyas, cumple tú por mi, lee lo que yo no pude leer en vida para  que al fin  pueda descansar. Seamos amigas. ¿Quieres?  




De acuerdo, dije con irreflexiva prontitud.  Desapareció el espectro, se acabó la horchata, llegó la calor y  hoy, decidida a cumplir mi promesa, me entero que el tal Paul de Kock  (1794-1871) se hizo famoso con su primera y picante novela Georgette. Contable de profesión, dejó de trabajar de chupatintas en un banco para convertirse en  littérateur industrielle, al estilo Dumas. Ocurrió en 1820, cuando Francia fue pionera en tecnología impresora. En esa época, se multiplicaron las ediciones de libros y  florecieron las librerías. En el año 1827, por ejemplo, se publicaron 537 títulos nuevos de poesía. La lectura se universalizó, sobre todo en París. Había un total de 4.500 trabajadores censados en las imprentas de la ciudad, un cuerpo instruido que en los años siguientes tuvo mucho protagonismo durante las revueltas sociales.          

Pero no perdamos el hilo, el señor Paul de Kock, sistematizó la escritura, se rodeo de ayudantes para producir cuatrocientas novelas y  doscientas obras de teatro. Rico, le pagaban 20.000 francos por novela, vivió como un marqués. De su pasada fama quedan hoy tres frases de calendario (que es lo único que leeré de él).

Perdóname, Yvette, me has pedido un  imposible. 400 novela y 200 obras de teatro seguirán sin lectora del siglo XXI, y tú,  continuarás vagando en las noches de verano, tiempo propicio para sueños y promesas que jamás se cumplirán. Como escribió Paul de Kock, en el colmo del utilitarismo social: si pretendes conservar la amistad no pidas ni concedas favores a tus amigos.

 
                         
                   





lunes, 30 de mayo de 2016

La elocuencia de las cosas


Mano de mortero de Papúa- Nueva Guinea,  6.000 a C. Museo Británico 



La mano de mortero ha sido un utensilio imprescindible durante miles de años, ha servido para moler y mezclar, pulverizar alimentos y hacerlos digestibles. Quizás sea el objeto humano más valioso y decisivo para el desarrollo de la humanidad. La mano de mortero que ilustra la entrada está expuesta en el Museo Británico, es originaria de Papúa-Nueva Guinea,  de una antigüedad en torno a los seis mil años a. C. 

El origen y fecha del utensilio, con la precisión que hoy en día permiten los instrumentos de datación, significa que en esa zona del mundo ya existía agricultura en esa fecha  y, a la vista de la belleza de la mano, también un sofisticado arte ornamental. Varios morteros encontrados en el mismo yacimiento confirman que estábamos equivocados: la agricultura no nació  en Oriente Próximo.

La historia del mundo  en 100 objetos, de Neil Mac Gregor, director del Museo Británico hasta 2015, explica las últimas teorías de la evolución social humana, y lo hace siguiendo el rastro de los objetos, intencionadamente se aleja del texto, de la cultura escrita. Nuestra historia, desde la invención de la escritura, es demasiado breve, tiene muy poco recorrido para entender como hemos llegado hasta aquí. 



El autor y sus colaboradores desprecian los grandes hechos históricos, linajes,  batallas y revoluciones  para centrar su atención, por ejemplo, en esa piedra tallada en la que dos amantes se abrazan y que bien podría interpretarse como la representación del amor romántico, miles de años antes de que le diéramos ese nombre. La piedra, un canto rodado que fue trabajado para mostrar la unión física de  dos cuerpos, se remonta a nueve mil a. C.  En la escultura no hay señal de sometimiento ni brutalidad, es un intenso y tierno abrazo entres dos personas, en las que no se distingue el sexo. ¿Se puede ser más moderno?

Amantes de Ain Sakhrim. 9.000 a.C. Museo Británico 


La historia del mundo en 100 objetos, versión escrita de los programas que se emitieron en la  BBC y que su director, coordinador del programa radiofónico, ha  convertido en un extraordinario libro, en el que destaca la participación de otras voces, artistas, científicos que conjeturan, siembran interrogantes del porqué y el cómo influyó el utensilio en cuestión en el progreso de la especie

Nosotros, herederos de los escribas mesopotámicos, apenas seis mil años desde la invención de la escritura, estamos saliendo del cascarón en esta larga historia que nos precede. El texto  desvirtúa los hechos, de sobras lo sabemos, porque es fruto de nuestra visión personal, de los olvidos, manías, desprecios y simpatías que inspiran el relato escrito. En cambio, los objetos, como los cadáveres para los forenses, cuentan con precisión y para quien sepa ver, la biografía completa desde su nacimiento y hasta la jubilación. Son inanimada vida que habla por los codos.     
               

         

sábado, 23 de abril de 2016

Azar, el desenlace del argumento

Marilena Preda Sanc. Globe, 1999. Bienal de Bucarest


Creo que fue el escritor Julian Barnes quien defendió que el uso del azar, ese recurso que ata cabos inverosímiles, estropea un buen argumento. Acabo de comprobar que  su novela, El loro de Flaubert, arranca con la coincidencia de dos bibliófilos que se disputan el libro Recuerdos literarios, de Turgenev, y cómo esa casualidad dirige la atención hacia unas cartas, setenta y cinco, escritas por Flaubert y una joven institutriz inglesa.

Julian Barnes, quizás estoy equivocada y no es el autor de esa frase, fue pródigo en reunir coincidencias en el tercer capítulo de El loro de Flaubert. No desmerece la novela que el azar aparezca para unir intereses intelectuales y servir de pretexto para la historia.

Se trata de ficción no de atestados judiciales, y en todo caso, ¿por qué las  coincidencias, por muy enrevesadas que sean,  malbaratan una novela?  En la vida hay circunstancias tan insólitas que parecen inventadas por una mente paranoica, y si alguien lo duda que repase la prensa de estos últimos meses. La realidad política y social es un argumento descabellado y delirante.

La casualidad, lo inesperado, aquello que cambia el destino de una persona es una típica y recurrente fábula para ilustrar la fragilidad humana. Ya lo sabemos, no somos nada y dependemos de sucesos que están fuera de control. Nos sentimos ávidos del conocimiento de la verdad que oculta la ciega lotería de la vida. Quizás esa sea la única razón de la literatura: la búsqueda de los resortes misteriosos que atraen asombrosas casualidades, esas que determinan la suerte o desgracia.  

Los buenos escritores ayudan a comprender el mundo, lo visible e invisible. Somos nuestros vínculos, pero conocemos de ellos un ínfimo catálogo. Cuando el libro que leemos  pone a nuestra disposición una rendija de claridad para reconocer los hilos, los zurcidos y bordados de los que estamos hechos, esa literatura se convierte en una sublime coincidencia. 


Fuente Vintage-spirit.blogspot

No me molestan las casualidades que redondean una historia, ni las califico de incongruentes cuando sirven de candil para mostrar aspectos de la realidad que, sin esa luz, no veríamos. Y, desde luego, el escritor benéfico es el que se atreve a indagar, a desafiar el sentido común y los tópicos con la intención de unir -y dar significado- a los fragmentos dispersos. 

De la búsqueda de coincidencias no hay que abusar. Podemos acabar majaretas. Ni en literatura ni en la propia vida, porque la característica principal de las coincidencias, de los hechos que disparan la euforia porque confirman una intuición o revelan un misterio, es que actúan por sorpresa, sin mediar acción alguna por nuestra parte. Menos mal, de lo contrario hace siglos que el azar sería una marioneta en nuestras manos y no al revés.