Pesadilla nocturna. Füssli, 1802 |
Cuenta el poeta Coleridge que una mujer se le acercó para preguntarle si creía en fantasmas y aparecidos: "Le contesté con veracidad y sencillez: no, señora, he visto demasiados para creer en ellos". En versión gallega: eu non credo nas meigas, mais habelas, hainas.
Según la RAE, el aparecido es el espectro de un difunto. Ya sabemos que no existen pero cuando se aparecen es por algún motivo importante, jamás por capricho. Hace unas noches, en la oscuridad de mi patio, tumbada en la hamaca, miraba el cielo. La luna nueva facilitaba la contemplación, agucé todo lo que pude mi miope mirada para descubrir el brillo de Júpiter, la apagada luz de Saturno y Marte, planetas en hilera frente a la constelación de Libra. Según me informó antes mi libro de astronomía para aficionados. Al mismo tiempo, y a ciegas, sorbía con caña una horchata casera. La atmósfera era perfecta, el aire tibio y las campanas de la iglesia anunciaban las doce.
Me sentía tan feliz que cerré los ojos para concentrarme en ese instante para guardarlo en la memoria. El aroma del jazmín real, el mismo que sirve para ensartar las biznagas malagueñas, me emborrachaba de dicha. Esta cursilada que acabo de escribir refleja con exactitud aquel estado mental de arrobo nocturno.
Guiñé los ojos para enfocar mejor las estrellas, churrupée la bebida, creí ver un meteorito en paso fugaz, pero enseguida advertí que la luz estaba muy cerca, entre los tiestos de lavandas. Frente a mí.
Era el resplandor de la aparecida que al principio confundí con una vecina emboscada. Deduje su naturaleza fantasmal porque no tenía cuerpo, solo un halo blancuzco, como una gasa que cubriera su cuerpo inexistente. Carecía de rostro, pero a mi se me antojó ver dos ojos y una prominente barbilla. Fiel al protocolo paranormal, le pregunté: qué quieres, quién eres, por qué a mí, no me pidas cosas raras...
Soy Yvette Guilbert, cantante de vodevil, que gané fama con la canción Madame Arthur, cuya letra fue escrita por el escritor Paul de Kock. Unas semanas antes de morir prometí leer toda su obra. Una locura, pero estaba tan contenta que me dio un repente de agradecimiento. Sería por efecto del pastís. Apenas leí unas páginas de sus Mémoires ¡zas, palmé! Quiero que me sustituyas, cumple tú por mi, lee lo que yo no pude leer en vida para que al fin pueda descansar. Seamos amigas. ¿Quieres?
De acuerdo, dije con irreflexiva prontitud. Desapareció el espectro, se acabó la horchata, llegó la calor y hoy, decidida a cumplir mi promesa, me entero que el tal Paul de Kock (1794-1871) se hizo famoso con su primera y picante novela Georgette. Contable de profesión, dejó de trabajar de chupatintas en un banco para convertirse en littérateur industrielle, al estilo Dumas. Ocurrió en 1820, cuando Francia fue pionera en tecnología impresora. En esa época, se multiplicaron las ediciones de libros y florecieron las librerías. En el año 1827, por ejemplo, se publicaron 537 títulos nuevos de poesía. La lectura se universalizó, sobre todo en París. Había un total de 4.500 trabajadores censados en las imprentas de la ciudad, un cuerpo instruido que en los años siguientes tuvo mucho protagonismo durante las revueltas sociales.
Pero no perdamos el hilo, el señor Paul de Kock, sistematizó la escritura, se rodeo de ayudantes para producir cuatrocientas novelas y doscientas obras de teatro. Rico, le pagaban 20.000 francos por novela, vivió como un marqués. De su pasada fama quedan hoy tres frases de calendario (que es lo único que leeré de él).
Perdóname, Yvette, me has pedido un imposible. 400 novela y 200 obras de teatro seguirán sin lectora del siglo XXI, y tú, continuarás vagando en las noches de verano, tiempo propicio para sueños y promesas que jamás se cumplirán. Como escribió Paul de Kock, en el colmo del utilitarismo social: si pretendes conservar la amistad no pidas ni concedas favores a tus amigos.