domingo, 27 de enero de 2013

Verdadero y falso


Busto de Afrodita, época de Adriano. Museo de arqueología de Nápoles
                               




Qué fácil es engañarnos a nosotros mismos.  De  ahí  la decepción que sentimos  cuando descubrimos, o  alguien tiene  la gentileza de revelarnos el truco del  ilusionista.  Queremos creer que  existe un arcano  mágico detrás de la desaparición de la chica en una caja cerrada, y causa  asombro  que su lugar lo ocupe una pareja de tórtolas o un tigre de Bengala.  Cuesta reconocer que la sencilla maniobra  se ha  convertido en nuestra mente en un hecho imposible, nos resistimos a creer en la simpleza del truco porque esa es la prueba de que manipularnos es un juego de niños

A pesar de que el ilusionismo, mentalismo y otras artes de prestidigitación, son consideradas espectáculo de entretenimiento,  en realidad  forman parte de un saber, menos académico que intuitivo, sobre cómo  percibe la mente humana la realidad, enjaulada  en prejuicios y  sobreentendidos, en falacias que construyen una interpretación alambicada, por no decir retorcida  de lo que creemos estar viendo.
Nuestra mente malvive  dentro de un corsé asfixiante,  una especie de enemigo  en casa que tiene como objetivo  frenar  las decisiones libres de influencias externas.  Desde luego, el conocimiento de nuestra debilidad mental  es la materia básica  para que trileros,  estafadores  y políticos ambiciosos e inmorales, ejecuten generación tras generación,  el mismo engaño sin que pierda un  ápice de eficacia. 

¿Cómo es posible que seamos tan bobos?  Quizás una de las razones sea  nuestra arrogancia intelectual.  Un defecto, no sé si  congénito a la naturaleza humana,  pero  sí muy propio de una sociedad  tecnologizada  que desprecia la enseñanza de la filosofía, la vía de la reflexión interior.   Y no es moco de pavo, pues  sin el apaño de un conocimiento  filosófico  que enseña a interrogar y bucear en los mares profundos de lo que somos, los escolares, más tarde adultos,  nos quedamos huérfanos de un método de contraste, comprensión y análisis de los acontecimientos de los que somos protagonistas,  y sobre los que apenas alcanzamos a entender que ha pasado cuando recibimos el bofetón.



El prestidigitador. El Bosco, 1475. 
                                     

Un buen  ilusionista sabe que cuanto más  vanidosa sea la víctima  mejor saldrá el número  teatral.  Bien es verdad que  algunos ilusionistas prefieren la calle al escenario y, en ese caso,  puede ir disfrazado de competente asesor financiero o  artista de fama planetaria creador de nada.

Donde el ilusionismo ha tenido mayores éxitos ha sido en las guerras.  Hay multitud de ejemplos de las argucias usadas para vencer al enemigo,  en todos los casos el principio paradójico se ha impuesto como método insuperable.  Si quieres la paz prepárate para la guerra. El famoso estratega chino Sun tzu dejó una buena colección de paradojas, para muestra un botón:  para  avanzar hay que retroceder.
Consejos que por lo visto siguieron  durante años  ejecutivos de  grandes entidades financieras y corporaciones multinacionales, con efectos fatales a la vista del resultado.  El libro de Sun Tzu  estuvo de moda durante años y no podía faltar sobre la mesa de los grandes jefes Alfa.     

Un ejemplo del  principio paradójico que alimenta el ilusionismo, sirvió para salvar la vida  de Edith Binnessen, una danesa que trabajó para la resistencia contra los nazis.  Edith,  en manos de esas bestias pardas  y  a punto de ser violada, tuvo  la feliz idea de hacerse la  simpática, de aceptar de  buen grado  la imposición, pero antes pidió ir al baño.  Desenvuelta,  sonriendo y saludando a los soldados que hacían  guardia se metió en el lavabo, luego salió al pasillo  se dirigió a la puerta principal,  pero antes había cogido un folio de una mesa,  lo empuñó  en la mano, como si fuera una instrucción que debía entregar a algún  oficial.  Su desparpajo  y resolución cegaron a los centinelas, que en ningún caso  podían aceptar que fuera una prisionera quien se comportaba con tanto aplomo. En la puerta de salida se unió a dos oficiales a los que siguió como si fuera su acompañante. Nadie le pidió  el papel ni le preguntó dónde iba. Se fugó del cuartel de la Gestapo, gracias al sencillo truco de engañar exhibiendo  la actitud contraria de lo que se esperaba de una detenida. 


                   

¿Por qué es tan fácil engañarnos?  Vuelvo al  inicio de esta entrada, la respuesta podría ser  que  nuestra mente  percibe la realidad desde una sola  perspectiva, eso significa que evaluamos y juzgamos dando por supuesto que lo que estamos viendo es un único  foco y que las premisas de las que partimos son las correctas.
Cuando  el trilero actúa,  la bolita no se mueve, está siempre escondida en  la mano de quien  marea los cubiletes  mientras el  espectador, también llamado panoli, está  concentrado en el movimiento.   El error de la víctima no es otro que suponer cierta  la premisa principal: que  hay una bolita dentro de uno de los tres cubiletes en movimiento.

Para conseguir una ilusión es necesario mostrar la realidad distinta de cómo es  (digamos de la apariencia aceptada como normal)  Eso significa que el ilusionismo, ya sea en su vertiente teatral  o  delictiva, persigue inducir a error sobre la realidad que cree ver el  espectador-víctima, y aquí  viene el punto clave, el truco: que no es otra cosa que el espejismo creado para hacer indistinguible la realidad real de la presentada por el ilusionista.  

No es nada raro que después de leer Pensar como un mago de Matteo Rampin,  esté de acuerdo  con el epílogo  que cierra este instructivo  y práctico libro: existen muchas maneras de resolver un conflicto y dar con la solución de un  problema, solo hay que aprender a pensar como no nos han enseñado.     



martes, 15 de enero de 2013

Buenos malos propósitos





Cosmos, Joan Brossa y Chema Muñoz. Madrid 2003de oro para

 

Estos días he resistido la tentación de colgar  dos entradas en el blog, las tenía a punto  sin atreverme al final a darle a la pestaña de publicar porque había algo en ellas que no me gustaba.

Ahora han desaparecido, las he borrado, creo que  para siempre.  Una estaba dedicada a Emily Dickinson, la poeta norteamericana y la otra  la compartía  Anton  Chejov  y  María Zambrano,  incluso había escrito el título de la entrada, la misma para las dos: Un hueco en el corazón.  Quería contar que la renuncia a vivir en el mundo real es una mina de oro  para la inspiración.  Quería  demostrar que  Emily Dickinson,  a pesar de una  vida amorosa  sin reposo y  casi siempre sin  reciprocidad, fue una mujer alegre y muy lejos de la ñoñez que aparenta en los retratos. Tenía la  manía de fijarse en hombres que, o no le hacían puñetero caso o  eran unos pusilánimes, incapaces de vulnerar las normas sociales para defender su amor. Con todo ese historial  de frustraciones, Dickinson  fue una mujer brillante y simpática, así lo demuestra su correspondencia. 


El amor  potente en todas sus facetas   lo sintió por varios hombres  -el último quince años más joven que ella, el anterior había sido a la inversa-.    Sabemos por su poesía que era una mujer  de una gran energía erótica que no se arredraba cuando tenía que demostrar su pasión amorosa y, a renglón seguido, contenerla. Una especie de principio tántrico, que en esa época no estaba de moda, ni habría sido de buen tono  practicarlo  en Nueva Inglaterra.  Emily Dickinson estaba  convencida de que el sacrificio carnal convierte el amor en una tensión sublime. No por nada se le ha comparado  al personaje de la Princesa de Clèves, ambas hicieron de la renuncia una manera de vivir.  
 
En cuanto a María Zambrano y Chejov, el hilo que unía a ambos – en mi cabeza-   era el papel de las emociones  más ocultas, como una senda  que nos arrastra hacia un paisaje al que nunca habríamos soñado  llegar;  a ese paraje nos acompaña un equipaje  desconocido  que se desvela en el destino: el corazón. Resulta que ese órgano, el colmo  de la metáfora, posee habitaciones interiores y huecos en los que  habita una forma de sabiduría que, si sabemos prestar atención, leer las señales, nos muestra el lugar del tesoro. Maria Zambrano en Claros del bosque, se refería al corazón como  esa casa donde el espíritu audaz tendrá siempre una  habitación preparada. 
 
Todo lo anterior lo  escribí   con muy  buena intención ( y algo de petulancia, la verdad)   pero al final, me dije: ¡para el carro!  Otros que saben más que tú lo han dicho mejor  y  con más agudeza.   ¿Por qué redundar en autores que han sido  estudiados del derecho y del revés? Sé valiente  y  demuestra que no se te caen los anillos si  escribes  sobre desconocidos y textos de dudosa reputación.    
Este año  me he propuesto  escribir sobre libros y autores poco apreciados en el circuito cultural.   Para empezar, quiero  proponer  un tratado de ilusionismo,  en su vertiente más práctica, fuera del  escenario y para uso personal.  Un librito que reflexiona sobre la importancia de la paradoja en la vida humana.  Uno de los capítulos, el titulado Especialista de lo imposible,   empieza con una cita de Virgilio: pueden porque creen que pueden. Prometedor. En la próxima entrada explicaré  los grandes beneficios que me ha proporcionado  este manual, tan necesario  en estos tiempos en los  que no sabes cómo, tu  moneda, la que con tanto cariño y  esfuerzo ahorrativo escondías  detrás de la oreja,  ha sido trasladada  a otra oreja extraña sin merecerlo y sin que apenas hayas notado un roce.   

domingo, 16 de diciembre de 2012

¿Apocalipsis? Oui, c'est moi.

Detalle nacimiento de la primavera, Sandro Boticelli, 1485.



En  El desierto de los Tártaros, Dino Buzzati  nos cuenta la esperanza  de un hombre fiado a un inminente acontecimiento  extraordinario que le ha de  liberar  de la insoportable rutina.  Nunca sucede nada y esa es su perdición. Y aquí estamos, en nuestro particular desierto tártaro, a las puertas de un anunciado apocalipsis, un espejismo   que hace tanto tiempo que  está entre nosotros que  nos parece  familiar.   Nada preocupante porque antes del 21 de diciembre de 2012 nos han precedido incontables finales del mundo sin que nada haya cambiado, a pesar de que todo  parecía que fuera a cambiar para siempre. El catálogo de barbarie, organizada  y con ánimo de causar el mayor daño posible  es tan numeroso y conocido, que inútil  es volver sobre los  hechos, algunos tan cercanos en el tiempo y en el espacio que sobrecoge el ánimo la inagotable capacidad para el mal  de la que  somos capaces.


Detalle del manuscrito Voynich, 1400.
   
En previsión de que  la duración del apocalipsis se prolongue unos cuantos lustros,  me he construido mi propio refugio, sin agua ni barritas energéticas, y como arma de defensa personal, un spray  de salsa Tabasco -caducado- que pica pero no mata. 
Como todo el mundo sabe o debería saber,  el mejor refugio es personal  e intransferible, sirve para hacer más llevadera la última hora, que no es poca cosa.  Pensar en sobrevivir al Apocalipsis es un oxímoron como una casa, un error conceptual imperdonable que se paga  muy caro. Esa pandilla de optimistas descerebrados no saben que  acumular comida, bebidas y  armas les convertirá   -si no lo son ya- en gente mezquina  y  con un humor intratable, pendientes de las garrafas de agua y sin quitarle el ojo a las raciones, con la pretensión de salir sin anemia al paisaje después del Fin del mundo. Centinelas con la escopeta apuntando al insolidario que afana a escondidas una tableta de chocolate, confinados y revueltos en un sótano maloliente. Un infierno que no se lo deseo a nadie, infinitamente peor que el apocalipsis verdadero, del que no hay quien se libre, pues para eso se llama así y no  ciclogénesis explosiva, por ejemplo, y en todo caso, los encerrados en el refugio nuclear se perderán las trompetas,  los cielos abiertos y tremenbundos sucesos naturales  dignos de contemplar ( una sola vez en la vida)
Mi refugio  tiene apenas dos metros cuadrados, ya ve usted que sencillez,  y está en lo alto de mi casa, con vistas y la puerta abierta para que quien se le antoje, pueda quedarse un rato a charlar sobre los fenómenos de los que –dicen- seremos  testigos.  He empezado a prepararlo  hace apenas unos días, como todos los años en vísperas de Navidad.


Mosaico de Paolo Uccello, 1425. San Marcos, Venecia
  
Antes de las fiestas siempre elijo un libro con la pretensión de leerlo  en cuanto el frenesí de la celebración se apague y lleguen los  días tranquilos, entre Año Nuevo y Reyes. Sí,  me refiero a ese periodo en el que los adornos navideños ya están deslucidos, el musgo seco, las aciculas del abeto se caen y dejan un rastro de pelos verdes en  el suelo; cuando el muérdago verde brillante, que anticipaba la suerte  con sus bolitas glaucas  ha perdido la tersura y ya solo parece lo que es, un parásito, una cenicienta  de regreso a la  oscura cocina, incapaz de  cumplir su promesa.
En mi refugio  hay un libro, que ya está listo para ser leído, bien es verdad que le he echado algunos vistazos y que lo miro muchas veces  porque  su portada  es un presagio de felicidad. Y otro libro, pequeño, de bolsillo,  que hoy mismo he empezado a leer. No, no es una auto trampa, pues me he dicho a mi misma que el tocho, del mismo grosor que el Manual de Derecho procesal penal  cuya único servicio es elevar la pantalla del ordenador (alabado sea  el  Señor)  requerirá mucho tiempo, atención y sobre todo, disfrute.  Como digo,  esta tarde he empezado a leer el librito de Giuseppe Tomassi di Lampedusa,  se trata de una recopilación de ensayos sobre la escuela literaria francesa del siglo XVI. Lo publicó  Bruguera con el título  de Conversaciones literarias. Maurice Scève, el Mallarmé del Renacimiento, según el siciliano, ha sido lo primero que he leído antes de ponerme a escribir este post.



Toco la superficie, suave y satinada del volumen estrella de mi refugio para el final de los tiempos,  y he de confesar que cuanto más lo abro, más me gusta. Leo el prefacio del autor (sí, sí, he pecado,  ya he leído las veinte primeras páginas) más convencida  estoy  de que ese libro  fue escrito para el gran momento  que estamos viviendo. A Harold Bloom no se le ocurrió mejor idea que escribir Genios, un estudio sobre cien escritores, creadores divinos del mundo en el que apenas hemos empezado a vivir. Y la obra de 939 páginas la organiza según la representación del Árbol de la vida, los sefirots de la Cábala dan título a los capítulos. El símbolo cabalístico supremo de Dios, bajo la emanación divina de sus nombres, los sefirots –probable origen en la palabra hebrea seppir, záfiro-  son iluminaciones que otorgan la energía vital. 
¿Puede haber mejor refugio que tener entre las manos tal fuerza creadora?

Felices fiestas y un Apocalipsis al aire libre y, si es posible, con el horizonte despejado. 
     

domingo, 11 de noviembre de 2012

La lección justa







La escritura es una radiografía de la personalidad de quien se atreve a contar  una historia, no importa si en clave costumbrista, elige la experimentación o se aferra a un género pautado, como puede ser la novela negra.   En cuanto  se han leído unas cuantas páginas aflora la identidad del escritor, incluso me atrevería a decir que podemos seguir el rastro de sus fobias y filias en los personajes que inventa.  Con buen ojo y afición, es posible  detectar  al escritor inseguro, ese que intenta caer bien a casi todo el mundo, que mide sus palabras para no significar una molestia para nadie,  convencido de que el camino de la aceptación de editores y críticos le abrirá  las puertas de  la fama y el  dinero.  Algunos autores de esa clase triunfan, en el sentido de recibir la atención de los medios de comunicación,  participar en tertulias y leer el pregón de las fiestas de su pueblo pero, sobre todo, alcanzan su objetivo cuando el vecindario  se dirige a ellos como gloria de las letras.  Y son felices, a su manera, como  las familias felices de Tolstoi en el primer párrafo de Anna  Karenina.  

  
¿Es malo pertenecer a tal estirpe de escritores de entretenimiento, de  identidad  literaria indefinida, sin marca personal?   Pues como en el chiste, no es bueno ni malo, es hacer uso de la palabra escrita para  fines comerciales sin que el fantasma, el espíritu creador se nos aparezca para comunicar  algo que hasta entonces nos era desconocido.  A veces el  escritor comercial, el que vende libros como rosquillas,  tiene un poderío  tal que aunque escriba  un folleto de propaganda deja una impronta inolvidable.  Es como esa gente estilosa, la que con un pingo por ropa y sin peinar, sigue siendo distinta al común de los mortales.



Lo anterior viene a cuento de un escritor al que vuelvo una y otra vez.  Robertson Davies,  exitoso, erudito sin ínfulas ni pedantería, perspicaz e irónico. Un sabio que no pierde jamás el tono que caracteriza a los grandes narradores: cuenta historias con un perfecto control del tiempo y del ritmo, las escenas y los personajes se convierten en carne y hueso para que comprobemos,  por nosotros mismos, que la verdadera creación requiere facultades que  muy pocos poseen.  Robertson Davies lucía pinta de patriarca bíblico, su presencia física era imponente, de aspecto victoriano y con una mirada inquisitiva que acoquinaba.   



La trilogía de Deptford fue la primera que leí: El quinto en discordia, Mantícora y El mundo de los prodigios; luego, La trilogía de Cornish: Ángeles rebeldes, Lo que arraiga en el hueso y La lira de Orfeo. Por último, la Trilogía de Salterton: A merced de la tempestad, Levadura de malicia y Una mezcla de flaquezas.

En todos sus libros es patente que poseía una vasta cultura, imposible de disimular y un perfecto  conocimiento de las grandezas y debilidades humanas. Su visión del mundo es la de quien  todo lo ha vivido y experimentado sin perder la confianza en la inesperada revelación, en un instante, pues así es como suceden los destellos transformadores,  de que  la vida  es un haz de luz que podemos dirigir hacia nosotros mismos.  Era canadiense, fortachón, actor en su juventud, estudiante en Oxford, periodista, hombre afable y un escritor de primera.