Fotografía de Ángels Ribé, 1969-1984. MACBA |
Hubo una época en la que
para encontrar trabajo solo era necesario
echar un vistazo a los anuncios
por palabras y llamar por teléfono,
o dar cuatro voces en el vecindario. Mi primer trabajo fue en una agencia au pair. La
contratación de estudiantes se hacía en una oficina en el drugstore
David, en la calle Tuset. Un lugar que
fue mítico en Barcelona de los años setenta, donde
no había gente fea a los
ojos de una adolescente de barrio,
de apenas dieciséis años. A esa edad y
en aquel ya remoto pasado, las chicas de
barrio estudiábamos en el instituto y
luego en la universidad en horario nocturno, mientras que la mañana estaba
destinada al trabajo, a ganar un dinero
para ir al cine, comprar libros o gastarlo en algún trapo. Incluso
nos daba para pagar un billete de interrail en verano. Nos sentíamos orgullosos de no pedir dinero a
los padres, esa pequeña conquista significaba un primer avistamiento de lo que
significaba la libertad.
Durante unas dos semanas
fui todas las mañanas a un piso de la Diagonal, a la altura del paseo de Sant Joan, un ático destartalado y en completo desorden,
donde vivía una simpática familia de suecos.
Tenían dos niños, de tres y
cuatro años, enfermos de escarlatina o algo por el estilo, porque la
piel blanca rosada estaba cuajada de pústulas.
Los niños eran encantadores, solo había que darles el desayuno y un
jarabe. Cuando no dormitaban, jugábamos
a encajar piezas de madera en unos paneles que les había construido su padre, por
lo visto en Suecia, Ikea se lleva en la sangre.
Kitchen utensils.Acton Bjorn. |
La madre tocaba la flauta travesera en sus ratos libres y el padre, no solo inventaba juguetes
preciosos para sus hijos, también era un
astrónomo aficionado que miraba las estrellas en un telescopio que ocupaba
media terraza. Ambos se ganaban la vida
en una empresa de ingeniería.
Y leían mucho. Los libros se apilaban en columnas a lo largo
de la pared. La mayoría estaba en sueco, inglés y alemán, pero en un rincón en
el suelo, junto a una vieja nevera
descubrí cuatro libros en español.
Los libros aparecían todas las mañanas en un sitio distinto de la
sala, que era el único lugar grande del ático, donde dormían y comían. Un misterio era qué hacían allí esos
cuatro libros manoseados, sobre todo si tenemos en cuenta que los suecos hablaban conmigo por
señas o silabeando frases del método assimil. Aunque al
final de las dos semanas me pagaron la mitad de lo que me debían, no solo no me importó, sino que me sentí agradecida por todo lo que aprendí mientras cuidaba de los niños. Descubrí,
gracias a los misteriosos libros, todos los trucos para
esquivar al enemigo en el metro de Moscú y también cómo usar un periódico doblado para deshacerse de
un atacante. Sirve cualquier periódico, incluso los gratuitos.
Alexandre Rodchenko. Assembling, 1935 |
Por fortuna,
esas artes las tengo en conserva por si
algún día viajo a Rusia o me hago espía. Empecé por el libro más gordo, una
historia mundial de espionaje, de Pastor
Petit; seguí con La orquesta roja,
de Gilles Perrault, también de
espionaje en la segunda guerra mundial y resistencia contra los nazis.
Me atreví a practicar la lectura rápida con la biografía del general soviético, Zhukov. Tan rápida que abrí y cerré el pesado tomo en
cuanto supe que Konstatinovich Zhukov, nació el 2 de diciembre de 1896 y que Krushev
le rindió un homenaje en 1969. En
cambio, El corazón es un cazador
solitario, de la escritora estadounidense Carson McCullers, lo
leí sin desperdiciar una frase, aunque a
veces no entendía toda la hondura de la
relación entre los dos sordomudos,
Singer y Antonapoulos, en una
historia que, como escribió la autora en
su autobiografía, adquiere fuerza cuando los sobreentendidos alumbran
al lector. He necesitado tres
lecturas para que me alumbraran, a lo largo de tres periodos distintos de mi
vida para llegar al interior – o eso me parece- de El
corazón es un cazador solitario, una
novela que escribió a los veinte
años, en 1937. La novela la releí en los
noventa, la presté y ya no regresó a mis manos.
Hace dos semanas, fui a
dar una vuelta por la feria del libro viejo, entre los montones de libros a dos
euros, me esperaba un ejemplar de El corazón es un cazador solitario.
La foto de Carson McCullers, desde la solapa interior siempre me ha parecido que tiene la mirada triste. Quizás anticipaba una vida que apenas
duró cincuenta años y de la que
supo extraer y escribir
sobre la sustancia vital imprescindible, la necesidad de sentirnos
parte de la humanidad, una fraternidad que busca el amor en todas sus formas y manifestaciones.
Mientras bajaba por el
paseo de Gràcia, me acordé de la familia
sueca, de sus libros, de los niños que
nunca se rascaban las erupciones. Hasta me
vino a la cabeza el general Zhukov con quien
solo tuve unas palabras. Y de pronto, una ráfaga iluminadora, el momento
Eureka desveló el misterio de los libros ambulantes. Con claridad vi, en una imagen retrospectiva que cada par de
libros era más o menos de la misma altura y que el ático tenía un suelo irregular. Servían para elevar las patas de la cama donde
dormía la familia. ¡Benditos sean los libros de autoayuda!