Hoy, Google recuerda el nacimiento de Mark Twain hace 176 años. Este verano he tenido la oportunidad de seguir la huella del escritor. En 1880 realizó un viaje por los Alpes suizos, en poblaciones como Zermatt o Meiringen, conservan los libros de huéspedes de los hoteles donde se alojó, con su firma y, en algún caso, con la explicación de una anécdota. No soy mitómana, pero en uno de los libros de hotel, rocé con mi dedo la caligrafía del escritor mientras la vigilante suiza estaba distraída. Y en ese instante, sopló una ráfaga de aire - la ventana del museo estaba abierta-que atribuí al espíritu del escritor. Una risa, tal vez. Ya sé que no está bien porque si todo le mundo hiciera lo mismo...
Quién haya leído algo de la vida de Mark Twain, sabrá que tuvo muchas experiencias sensitivas, premonitorias, entre ellas se incluye la de su propia muerte y la de su hermano. No me extraña nada, pues parece ser habitual que personas muy sensibles son capaces de percibir conexiones que se oculta detrás de la realidad física de nuestro mundo. Sin ir más lejos, la última película de David Cronemberg, Un método peligroso, muestra al psicólogo suizo Carl G. Jung también como otro que tenía premoniciones, en los ratos que le quedaban libres después de escribir cartas larguísimas a Freud y curar a una paciente de la que acaba enamorado, a pesar de toda su contención helvética y calvinista.
La agudez, ironía, y profundidad de la observación son las señas de la obra y vida de Mark Twain. Por cierto, una vida que no fue fácil, en lo personal sufrió la muerte de sus hijas y esposa; también la ruina económica, pero esas experiencias no le robaron su sentido del humor, un instrumento que usó con maestría para desenmascarar las hipocresías sociales y políticas, la manipulación y la mezquindad humana, mientras nos arranca una carcajada. Hoy tenía pensado colgar otra entrada, pero en estos turbulentos tiempos, bien merece el bueno de Mark Twain que recordemos sus palabras para no olvidarlas mientras vivamos.
Jamás hubo una guerra justa, jamás hubo una guerra honrosa, por la parte de su instigador. Yo miro en lontananza un millón de años más allá, y esta norma no se alterará ni siquiera en media docena de casos. El puñadito de vociferadores (como siempre) pedirá a gritos la guerra. Al principio (con cautela y precaución) el púlpito pondrá dificultades; la gran masa, enorme y torpona, de la nación se restregará los ojos adormilados y se esforzará por descubrir el por qué tiene que haber guerra y dirá con ansiedad e indignación: -Es una cosa injusta y deshonrosa, y no hay necesidad de que la haya-. Pero el puñado vociferará con mayor fuerza todavía. En el bando contrario, unos pocos hombres bienintencionados argüirán y razonarán contra la guerra valiéndose del discurso y de la pluma, y al principio habrá quien les escuche y les aplauda; pero eso no durará mucho; los otros ahogarán su voz con sus vociferaciones y el auditorio enemigo de la guerra se irá raleando y perdiendo popularidad.
Antes que pase mucho tiempo verás este hecho curioso: los oradores serán echados de las tribunas a pedradas, y la libertad de palabra se verá ahogada por unas hordas de hombres furiosos que allá en sus corazones seguirán siendo de la misma opinión que los oradores apedreados (igual que al principio), pero que no se atreven a decirlo. Y, de pronto, la nación entera (los púlpitos y todo) recoge el grito de guerra y vocifera hasta enronquecer, y lanza a las turbas contra cualquier hombre honrado que se atreva a abrir su boca; y finalmente, esa clase de bocas acaba por cerrarse. Acto continuo, los estadistas inventarán mentiras de baja estofa, arrojando la culpa sobre la nación que es agredida, y todo el mundo acogerá con alegría esas falsedades para tranquilizar la conciencia, las estudiará con mucho empeño y se negará a examinar cualquier refutación que se haga de las mismas; de esa manera se irán convenciendo poco a poco de que la guerra es justa y darán gracias a Dios por poder dormir más descansados después de este proceso de grotesco engaño de sí mismos».
- Fuente: El forastero misterioso (1916), Cap. IX