sábado, 12 de marzo de 2011



Tenía prevista que la  entrada de hoy  fuera un relato simpático sobre un psicópata que se cruzó en mi vida una tarde de primavera. Era un psicópata conocido, por lo tanto iba sobre aviso  cuando ocupó  el asiento  de mi coche y me ordenó que le condujera hasta el  pueblo X.  Contaré la historia otro día, porque el suceso  se  ha convertido  en una de mis anécdotas preferidas. Todo acabó bien, durante la media hora que duró el viaje  tuve la oportunidad de observar de reojo al pobre desgraciado -con un crimen en su historial- supe que quería ser bueno  y amaba los pajaritos (vivos).  Un cuento verídico al estilo de Eudora Welty, la escritora estadounidense a quien dedicaré  otra entrada.    

Las consecuencias del terremoto en Japón, en particular y la reflexión sobre  los desastres  que afectan la vida humana en general, son motivos suficientes para que aplace el relato autobiográfico a cambio de compartir mi  visión sobre cómo los seres humanos nos sobreponemos a circunstancias destructivas, catastróficas para nuestra vida. Pocos son los que sin haber experimentado un suceso extraordinario de tal calibre, puedan imaginar hasta que punto es maleable nuestra identidad. El dicho gitano: qué malos son los buenos comienzos, encierra una enorme verdad porque quienes no han tenido que batir el cobre para salir adelante,  echarán en falta la lección en la que la vida explica la materia  con la que estamos hechos los seres humanos. Y con eso no estoy diciendo que debamos educar a los niños como  si fueran personajes dickensianos o  que nos vayamos a la falda de un volcán  a esperar que nos alcance la lava ardiente.  No es necesaria la temeridad, el momento trágico  aparecerá en nuestra existencia, lo queramos o no.  ¿Y cómo reaccionaremos?  ¿Seremos capaces  de aplicar la alegre doctrina con la que juzgamos a los demás cuando  nos toque a nosotros? Cuando  escucho a alguien que critica con dureza a un pobre miserable, imagino qué hubiera hecho esa persona en las mismas circunstancias y  el saldo sale negativo. El yo haría, yo en su lugar habría hecho esto y lo de más allá, me produce urticaria porque revela una gran ignorancia sobre  lo muy vulnerables que somos y lo fácil que es destruirnos a nosotros mismo. Bueno,  esto tiene poco que ver con el terremoto de Japón y otras catástrofes. De nosotros, la Naturaleza y los fenómenos sobre los que no tenemos control  y que afectan la supervivencia humana, creo que no escribiré otro día. Dejo un enlace de Youtube de la canción que he estado escuchando mientras escribía esta entrada, como despedida del blog hasta la última semana de marzo. Hasta pronto.


 

Óleo de Lavinia Fontana, 1552-1614  pintora italiana del primer Barroco. El retrato es de la niña Antonietta Gonsaluss que padecía hipertricosis, una niña loba, que la pintora supo  retratar con cariño y en el que se aprecia la mirada inteligente de la criatura.      

viernes, 4 de marzo de 2011






Es lo que llevo en mi  de desconocido lo que me hace yo, frase que pronunció Monsieur Teste, pariente de Ulrich, el hombre sin atributos de Mussil, según refiere la novela  El mal de Montano, del escritor Enrique Vila-Matas.  Monsieur Teste pretendía escribir la vida de una teoría, como se hizo antes y también ahora,  con la vida de una pasión. Con tal objetivo  Monsieur Teste llenaba su diario personal con las vicisitudes de su mente,  sin salirse de la estrechez de lo que identificaba como su yo.
¿Cabe mayor horror –y error-  que andar observándose a una misma con el fin de  anotar la errática y absurda senda de los  pensamientos?
Durante una semana de mi vida me propuse escribir un diario, y dado mi  temperamento,  las anotaciones eran cada día más breves, menos introspectivas  y los  asuntos que reflejaba más anodinos hasta que el último día  del experimento anoté:  hoy me he levantado  a las siete –cosa normal si quería llegar al trabajo a las 8 de  la mañana- Al mediodía he comido con fulanito y menganita, la comida nos ha costado 1000 pesetas, pues era el menú económico. Durante la comida hemos hablado de lo muy imbécil que es X – en esa época nuestro jefe, en el diario omití el nombre real, eso ya dice mucho de la prudente manera, por no decir cobarde, con la que daba cuenta de las personas que me perturbaban, (cabreaban)  en mi  vida. Seguía el diario de este modo: al llegar a casa  encendí el aire acondicionado – era julio y estábamos a 30 grados a la sombra- se oyó un ronquido y luego  un estertor de muerte, las paletas se cimbrearon con la última bocanada de aire fresco  y luego el silencio anunció que el aparato acababa de dejarme en la  estacada-. Estas fueron las últimas y  ridículas palabras con las que quise expresar de manera literaria  una avería que costó un ojo de la cara.
Yo quería escribir como Anthony Powell, quería que mi diario fuera una crónica de las postrimerías –esta palabra ha quedado de miedo- de los años noventa, Una danza para la música del tiempo, a mi manera, con un estilo personal que diera cuenta de lo que era la Barcelona de los últimos años del siglo XX. A la vista está que no  tenía cualidades para tal empresa y, lo más importante, que en esos años el único suelo urbano que pisaba era el de Girona, el Call y sus alrededores. Y esa circunstancia, banal en apariencia, malogró  mi incipiente carrera de escritora verité.         


Hierarchy Aparences.  Rafal Olbinsky
American Gallery.

lunes, 28 de febrero de 2011

El millonario




El otro día rebuscaba en un baúl desvencijado donde guardo  libretas viejas, estampas y  cualquier cosa que hace años me parecieron dignas de conservar. Durante mucho tiempo había olvidado  que el baúl estaba en un rincón del  trastero, la memoria lo había relegado a una zona mental en sombra, de manera que cuando aparté una bicicleta vieja y un par de tablas de esquí de la época de Amundsen, el baúl emergió  como  una joya roñosa de gran valor sentimental. ¡Anda! ¡el baúl!  dije en voz alta y me acerqué a él con  precipitación infantil, sin reparar que el canto de un somier se interponía entre los dos, a la altura de la espinilla. El dolor fue  intenso pero no tanto como para hacerme olvidar mi objetivo,  materializado en objetos con mucho significado para mí, eso creía,  pues de lo contrario no los hubiera encerrado entre grilletes oxidados, dada mi naturaleza de cigarra tan contraria a almacenar cualquier cosa que no tenga un uso definido  e inmediato.

No desfallecí ante el primer  obstáculo: la cerradura estaba atascada, busqué a mi alrededor hasta encontrar un viejo piolet. Con la escasa luz de la  única bombilla, descerrajé el baúl  y ante mi apareció un sobre, tamaño folio, de color rojo sin ninguna indicación en el exterior. No recordaba qué podía ser, quizás unas instrucciones ¿tal vez quise advertir o dar explicaciones a quien abriera el baúl, en el caso de que lo hiciera otra persona que  no fuera yo? 
Me saqué  los guantes de jardinería  para limpiarme las lágrimas con el dorso de las manos, la espinilla no sólo latía sino que se regodeaba en el dolor hasta hacerme llorar.  Encontré  una esquela recortada de La Vanguardia del año 1984. Empezamos mal, me dije, leí  el nombre del finado, que omitiré por respeto y que no me provocó ninguna emoción porque en ese momento no tenía pajolera idea de quién pudo haber sido y, sobre todo, qué motivo tuve para conservar la necrológica dentro de un sobre rojo; también había guardado un breve obituario del difunto, publicado en otro periódico. 


Mientras leía las virtudes que adornaron al difunto y sus muchas actividades filantrópicas, afloró una escena de mi pasado. Fulano de tal había muerto sin dejar descendencia, ni testamento,  su fortuna valorada en más de 1000 millones de pesetas sería distribuida entre sus parientes, en caso de que hubiera alguno, y pasado el plazo legal  sin que nadie la reclamara acabaría en manos del Estado. Recordé que en 1984, el difunto había estado en mi pueblo. Ahondando entre las nebulosas de mi memoria, rescaté el día que lo conocí. 

Fue durante una cena de fiesta mayor; la imagen que recordaba era  la de un tipo raro y desagradable, un pobre infeliz que acababa casi todos sus frases con un  guiño seguido de un "estoy forrao" que siendo verdad, luego lo supimos, sonaba a gran mentira como recurso para concitar interés. Pocas semanas después murió, pero antes había donado cien millones de pesetas para la investigación de una cura contra la enfermedad de La Tourette -él la padecía- y otros cincuenta millones para construir un refugio para  animales abandonados. 
Se había hecho millonario con un negocio de chatarrería industrial. Apenas sabía leer y escribir, su origen, mitad payo y mitad gitano, ahuyentaba a personas que se tenían por mejor condición, era un desclasado  que  luchaba a brazo partido, y a golpe de billetes, por conseguir el amor y la amistad de sus congéneres sin conseguirlo. 

Volví a dejar  los recortes de periódico en  el sobre. El resto de lo que encontré en el baúl fue a parar al contenedor de basuras porque nada de lo que guardé años antes merece ser recordado. El sobre rojo,  un corazón vivo, duerme solitario en el baúl  hasta que dentro de otros tantos años alguien,  con suerte tal vez yo misma, rescate su nombre y lo pronuncie en voz alta como si fuera un rito mágico que  pudiera borrar el desprecio de una noche de verano. 


sábado, 19 de febrero de 2011


Esta semana he recibido el correo electrónico de una señora alemana que sigue este blog desde hace un año. Finaliza su mensaje pidiéndome que no le conteste  pues considera que todo lo que tenía que decirme ya está  dicho, no es amiga de polémicas y, por lo tanto,  no desea discutir sobre la opinión que le merecen mis relatos. En cinco párrafos de diez líneas, arial 12, reflexiona y se interroga  por los motivos que  me animan a presentar siempre, indefectiblemente  -reproduzco en cursiva sus palabras- personajes pobres, contrahechos, penosos, fracasados sin esperanza. Le indigna mi recurso a los tipos miserables en la narración, cuando el mundo está lleno de seres bellos y satisfechos. Opina que aumentarían mis lectores si  relatara el lado amable de la humanidad y olvidara para siempre la marginalidad en la que me recreo, como si  se tratara de una enfermedad.   Aquí, mi crítica lectora me pregunta si acaso esta malsana inclinación está relacionada con mis experiencias vitales. Escribe: he comprobado a lo largo de mi vida, soy una profesora de español, ya jubilada, que los escritores cuya obra se centra en las desgracias han sido o son portadores de alguna anomalía física y/o mental ¿es ese su caso? Me gustaría que fuera capaz de superarse a si misma con un buen relato en el que aparezca  gente feliz. Acaba su correo  con un frío atentamente y la posdata que ciega el paso a una respuesta. 

Señora O.. respeto su deseo y no voy a contestarle  por correo electrónico, ahora bien, creo que debo responder a  los interrogantes que me plantea, sirva este post para aclarar sus dudas  y sea también el  punto final a sus preocupaciones sobre mi estado físico y/o psíquico.  Hasta el momento conservo mis plenas facultades físicas; no padezco acromegalia ni enanismo, como sugiere en el tercer párrafo de su mensaje. Acabo de medir mi altura, puedo afirmarle que sigo siendo una mujer de 170 centímetros, sin marcas, cicatrices ni  tatuajes en mi piel, el resto de medidas anatómicas guardan proporción y son conformes a los cánones exigidos en estas fechas.  En cuanto a mi  salud psíquica, he de confesar que es posible, bastante probable diría yo, que padezca alguna tara, de la que soy consciente a ratos y según el día. Para su tranquilidad, ese desajuste no requiere ni medicación ni camisa de atar. Me reta usted  a escribir un relato de gente feliz. Pues ahí va: 



Todo estaba a punto para la gran fiesta, Diego se abrochó el  último botón de la camisa de seda blanca ,  el cuello y rostro habían sido rasurados con tanta meticulosidad que la piel estaba punteada de enrojecidas y minúsculas protuberancias, pero ¿qué importaba esa leve irritación? Nada. Observó su boca y  porte  en el espejo,  reconoció que su facha era deslumbrante, apenas deslucida por una joroba a consecuencia de una cifoescoliosis    una hombrera más alta que otra. En ese instante entró su esposa, una mujer bellísima,  de enormes ojos grises y una inteligencia portentosa, pero tales dones los ensombrecía  su  voz de timbre, un pito tan agudo que chirriaba en los oídos la pena que le ocasionaba no poder expresar toda la gama de sentimientos que albergaba en su tierno corazón. 
-Amor mío ¿han llegado ya los invitados?
Ella le calló la  boca  con un beso y otro y otro. 
Alguien aporreó la puerta de la casa adosada donde tan felices eran. En el jardín se oyeron las risas y los gritos de sus tres niños, rubios, listos y tan guapos que eran la envidia del vecindario. Los niños eran un  atajo de criaturas repelentes y malcriadas espontáneos y dicharacheros, un gran entretenimiento para todos los vecinos de la calle.
- Estamos insuperables, somos un matrimonio tan feliz.... murmuró Diego mientras le chupeteaba el cuello a su bella esposa - recibamos juntos a los invitados, querida mía. 
Cuando abrieron la puerta, la jodida comitiva judicial les mostró la sentencia y el requerimiento de desahucio señalado para ese día a las doce sus queridos amigos, que acababan de llegar de un crucero por el Báltico, se hicieron cruces de lo verde y crecido que tenían el césped  en pleno mes de agosto y en  Murcia, luego entraron  en el salón refrigerado, donde el servicio de catering tenía preparado un  aperitivo copiado de la carta de El Bulli,  que no pudieron probar porque acababa de llegar la policía local en auxilio del juzgado  para desalojar la vivienda  los bomberos para advertirles que estaba a punto de caer un meteorito. 

Continuará.
       
           
Ilustración de Ferdinand Misti-Miflier para la revista Le Critique. 1896-1900
NYPL. Digital Gallery.

Colette Calascione, The love letter. American Gallery
 

     

sábado, 12 de febrero de 2011



-¿Quién es usted?
- Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución
- Es usted el engranaje más adorable que he visto en mi vida...
Amadeo echó un vistazo a la imagen reflejada en el espejo, que para más señas era la propia. Se ajustó bien la gorra de  polipiel, forrada en su  interior de poliéster imitación lana de carnero. Con la visera de la gorra y las gafas de sol podía pasar por uno de cincuenta años. Se limpió las puntas de los zapatones negros  -cuatro centímetros más que se añadían a su metro sesenta y cinco- restregándolos en la pernera del pantalón tejano, estiró la espalda y dudó un instante si crecer otros tres centímetros con las plantillas de silicona que se compró en las rebajas. Eligió quedarse como estaba porque  si la  mujer con quien estaba citado se enamoraba de él, que era lo más probable,  quería ser sincero desde el principio. Bebió un sorbo de tila antes de cortarse los pelos de las orejas, los muy puñeteros, se asomaban desde el tímpano, frondosos y duros como púas de erizo. ¡En fin!  la testosterona  tenia esos indeseables efectos, se decía Amadeo mientras regresaba a la salita  para  poner el cedé de los Creedence y escuchar Cotton fields, su canción amuleto para salir airoso en las aventuras amorosas. Ensayó su baile,  sin mover  los pies,  usando sólo la fuerza de sus hombros para contraer el pecho y estirar el cuello, lo hacía con suavidad, demorándose  en ese singular gesto, inimitable y de propia  invención. Paténtalo, le dijo uno la última vez que bailó  en La Paloma, a lo que Amadeo respondió: el copirrai es para los fracasados. La frase no era suya, la había leído en un dominical  y le gustó tanto que  la repetía siempre que tenia oportunidad e incluso sin que  viniera a cuento. Madre mía,  si él  hubiera querido, se decía al ritmo de Fortunate son, la canción de la siguiente pista, habría   sacado patente de todos sus inventos  y ahora viviría de rentas y en la Bonanova,  pero ¿y qué?  también era feliz en la Barceloneta, se apañaba con su pensión  y no necesitaba que nadie le ayudara a limpiar el piso. Concéntrate Amadeo, aspiró el aire y resopló. Si  Ella  no contestara:   Sólo lo que ve. Un pequeño engranaje en la gran rueda de la evolución,  yo no  podré decirle lo del engranaje más adorable y entonces será  Huston, tenemos un problema. Acercando mucho la cara al espejo del  baño, a donde había regresado sin optimismo,  se arrancó tras varias tentativas, cuatro pelos de las cejas, encrespados y blancos.  Se sentía decepcionado porque  la  mujer que iba a conocer esa tarde no habría visto jamás Ninotchka  y, por lo tanto, no podía ser la mujer de su vida.  De buena gana se quedaría en casa, pero tenía que ir a la cita  porque él era un hombre de palabra, y ella la prima de su amigo. 
-¿Quién es usted? - preguntó Amadeo a la mujer que estaba sentada  en la cafetería del Hotel Suizo con la  revista Punto de cruz, sobre la mesa. 
-Sólo lo que ve, una mujer fastidiada. 
La respuesta no era correcta pero demostraba que la mujer tenia temperamento y  reuma.   
-En ese caso, tengo un plan,  quinquenal, si usted quisiera compartirlo ... 

La imagen y el diálogo en cursiva que inicia el relato pertenece a la  pelicula Ninotchka,  dirigida por Ernest Lubistch en 1939  y   protagonizada por Greta Garbo y  Melvin Douglas.             

                                   

sábado, 5 de febrero de 2011







Quien conozca la obra del escritor y caricaturista británico Max Beerbhom, sabrá de un relato fantástico inolvidable: Enoch Soames. Quien tenga interés en disfrutar de un cuento perfecto lo encontrará, gratis en pdf, tecleando el título en Google. No  voy a destripar el argumento porque sería traicionar el espíritu que inspiró una historia redonda en su planteamiento y desenlace,  ahora bien, he de reconocer que si hubo un escritor que supo  viajar en el tiempo  a lomos del diablo, la vanidad humana y la ironía, fue ese caballero británico, atildado y socarrón. Vender el alma al diablo es el asunto de muchas obras literarias, en las que el comprador sale siempre victorioso, como no, pues el que vende esa delicada mercancía  a cambio de una perentoria necesidad o capricho -riqueza, poder y sexo es lo habitual- a la fuerza ha de ser un tonto o un ignorante, o ambas cosas porque bien sabemos  que en este mundo no se venden duros a cuatro pesetas, así que en el más allá, esa ley de sentido común estará tan vigente como aquí,  pues de lo contrario el diablo, conocido por su astucia,  no presentaría tal oferta.  A  Enoch Soames le pierde la inmortalidad literaria, es un miserable y  mal poeta que desea pasar a la posteridad como un Dante. Al final del cuento sabremos el precio del alma del poeta y nos asombrará  la visión profética del autor que nos presenta un lugar mítico de la cultura occidental a finales del siglo XX, en unas condiciones exactas a las que hay en la actualidad. 



Detalle del cuadro  Destiny, pintado en  1900  por J.William Waterhouse.

martes, 25 de enero de 2011

Magnolias tronchadas

Foto de 1949.  Yngve Johnson, 1928-1974.


Empezó la tormenta a las ocho de la tarde, las magnolias de la calle sacudidas por el viento, parecían a punto de troncharse y caer sobre las motos aparcadas en la acera. Mientras esperaba el bus, cobijada debajo de la marquesina, la deslumbró un filamento incandescente que iluminó esa zona de la ciudad como si fuera el escenario ajado de un teatro de variedades.


El agua caía en cascada y apenas se veía a dos metros de distancia, el apagón convirtió las calles en un paisaje de tinieblas que pocos se atrevían a transitar. A pesar del miedo y del agua, salió de su perentorio refugio e inició la marcha hacía  la avenida principal, a unos dos kilómetros de distancia. Los pies se movían con  holgura  en los zapatos mojados,  caminaba casi a ciegas, sin paraguas y con las gafas inservibles por la lluvia y el vaho de su aliento. Las lágrimas, no de pena sino de miedo,  se unían al presentimiento de que algo horrible estaba a punto de suceder, o quizás acababa de ocurrir y ella era la única superviviente de la ciudad. A tientas, golpeándose con los palos de las señales de tráfico, los bancos del paseo y  las  papeleras, llegó  a un cruce de calles, se detuvo, miró a su alrededor, con espanto observó  los coches, con las  luces apagadas,  las radios a todo volumen y los ocupantes dentro, inmóviles, momificados. El granizo  había sustituido a la lluvia y el estruendo la ensordecía, se acercó hasta uno de los coches:

-¡Oiga, abra, por favor!
La ventanilla se deslizó  unos centímetros, los suficientes para que pudiera oír la voz de un hombre: 


-¡Shhh! ¡ No moleste, qué está a punto de acabar el partido! 
Un rayo cayó sobre la fuente pública,  la luz regresó a las calles y aunque  el granizo  le propinaba capones en  la  cabeza, se sintió de pronto muy feliz  por  vivir en esa  ciudad tan caótica donde su equipo de fútbol  acababa de obtener la victoria del partido. 

   

domingo, 16 de enero de 2011

Abro este post con la Melancolía de Durero, una de las tres estampas alegóricas del pintor alemán, más misteriosa y simbólica. El grabado está encerrado en un espacio de 31 cm de alto por 26  cm de ancho y en él, amontonados y en desorden  hay un buen catálogo de elementos que parecen puestos allí para que puedan devanarse los sesos  semiólogos y otras especies en los siglos venideros.  Melancolía es un ángel, una mujer con alas y  gesto enfurruñado que sostiene un compás con la mano; un niño sentado sobre una piedra de molino, un perro en los huesos y en el plano superior al ángel, objetos que poseen una carga simbólica que invita a descubrir mensajes ocultos o, al menos,  reconocer el propósito del pintor de mostrar un estado anímico, la melancolía, rodeado de objetos propios de actividades racionales  y técnicas; vemos un enorme poliedro tras el que aparece un crisol y  se  mezclan los objetos con lo irracional, representado, por ejemplo,  por el cuadrado mágico cuyas cifras, sumadas, siempre dan el mismo resultado: 34.  La Melancolía ilustra el primer capítulo del libro de Ernest Jünger, El Libro del Reloj de arena, una lectura que he disfrutado durante los primeros días de este año, siguiendo el consejo de un amigo asturiano, a quien agradezco su siempre acertado criterio literario. Si observamos el grabado de Durero, vemos el reloj de arena acompañado de  la balanza, una campanilla y el cuadrado mágico. Alegorías, imágenes que, como bien expresa Jünger, no están sometidas a ningún orden jerárquico. ¿Qué representa el reloj de arena?  es el  esmerado símbolo del Tiempo, el concepto puro que ignora las divisiones creadas para referirnos a las actividades cotidianas;  el Tiempo que se escapa y que perdemos -o tal vez ganamos con el transcurrir de los días- el que nos entristece y nos proporciona alegrías, cuando comprendemos que todo esfuerzo y sufrimiento  acabarán un día,  pues el reloj de arena, los granos minúsculos de tiempo se deslizan sin descanso hasta consumir el último segundo. Nuestra existencia  está dominada por un tiempo mecánico,  alejado   del   que marca las ampolletas en las que la arena se escurre y marca  el instante elemental, propio de la naturaleza que, a diferencia de los relojes actuales, nos promete una contemplación amable y sosegada de un tiempo sin segunderos ni minutos que destierra  el frenesí del cronómetro. 
 

Melencolia 1,  Alberto Durero, 1514.

Tiempos Modernos, Charles Chaplin, 1936. 
  

sábado, 8 de enero de 2011

Jueves

William Bastiaan Tholen, 1860-1931 A view in a forest

El jueves era el mejor día de la semana. Durante años creyó que no podía sucederle nada malo en ese día. Las mejores oportunidades de su vida ocurrieron, precisamente, los jueves. Los hechos demostraban que su creencia tenía un fundamento empírico, era una fe  documentada que  demostraba, calendario perpetuo en mano, que le parieron, se casó, firmó  el mejor contrato de trabajo, nacieron sus dos hijos en el quinto día, el  jupiterino.
Sin contar otros sucesos menores en los que la buena suerte apareció el jueves para echarle una mano. Los miércoles al atardecer  sentía un optimismo liberador ante la proximidad de la jornada  en la que nada se torcía,  pues si era jueves, el destino se ponía siempre de su parte; el acontecimiento más nimio le insuflaba tal entusiasmo que incluso el dolor de su rodilla izquierda desaparecía por unas horas. A media mañana del último jueves, salió de casa con una sonrisa apenas disimulada y los ojos humedecidos por culpa de la fiebre del heno. ¿Acaso debía preocuparse?  ¿No era un jueves de primavera radiante a pesar del polen que flotaba en el aire?   Pues claro, hombre. Sólo había motivos de alegría  a su alrededor. En la barra del bar después de secarse las lágrimas, pidió un cortado descafeinado que le fue servido por una camarera nueva. La miró un instante para  regresar, fulminantes los ojos,  al reloj que bailaba en la delgada muñeca; con súbito interés científico observó el asombroso  lento avance del segundero. Las diez y media, mientras la camarera derramaba una espuma de crema de leche sobre el café.

-¿Así o más?

Ya está bien, gracias, contestó sin levantar la cabeza. ¿Por qué a mí?  esa estúpida interrogación la repitió hasta que el cortado se quedó frío, entonces  sacó de su monedero con cremallera dos euros, los dejó sobre la barra y se dirigió a la salida. ¿Está malo? ¿quiere que se lo vuelva a calentar?  No, no. Adiós, dijo, mientras se ajustaba, sin éxito, la correa del reloj.  En la calle se miró las manos temblorosas y, esta vez, las lágrimas eran de emoción y de temor al mismo tiempo porque acababa de sufrir los efectos de un repentino enamoramiento. La incredulidad y el estupor  se reflejaban en su cara, tenía la certeza de que tal hecho era una fatalidad que auguraba un mal desenlace. A las pocas horas, como un autómata  esclavo  de una pasión,  regresó al bar, pidió una tónica  con ginebra a la camarera de cuello largo y  pelo  cortado casi al cero.

-¿Qué tal? ¿Está mejor que esta mañana?

Sin apenas fuerzas debido a la turbación, afirmó con la cabeza antes de beber de un sólo trago la bebida,  sintió unas palpitaciones en el pecho, pidió una segunda tónica, en esta ocasión con vodka, los golpes del corazón resonaban como un tambor de guerra  dentro de su cuerpo, minutos más tarde cayó al suelo. Era jueves, definitivamente, su día de suerte.             

martes, 14 de diciembre de 2010

Plegaria




Pinturas de Marc Chagall, El concierto y Tres velas.
Colección de Evelyn Sharp. Nueva York y  Museo de arte moderno de Céret.  


Una noche de otoño del año 2000,  una mujer contemplaba el mar y el cielo desde un lugar oscuro, un escondite entre dos barcas en una pedregosa playita cercana al Hotel Rocamar. Con la espalda apoyada en la quilla de una vieja barca, tarareaba la canción, Blueberry Hill.  Poca letra recordaba, de manera que de vez en cuando  añadía a la melodía la misma frase: Oh blueberry hill... my dream came true. No era una solitaria,  ni una artista, era una mujer corriente, una camarera que trabajaba en uno de los cafés del Paseo  y a quien le gustaba mirar la luna llena, sin otra pretensión que  pasar el rato, acompañada del sonido suave de las olas rompiendo a  escasos  metros, tan cerca que de vez en cuando recibía salpicaduras en los zapatos. 
Durante unos minutos, la mujer normal  entrecerró  los párpados para enfocar  mejor la luna, pues era miope -y  no tenía intención de operarse para dejar de serlo-. Lo cierto es que  era su segundo mes de  luna llena desde aquel rincón. Le parecía una  experiencia saludable que pretendía convertir en costumbre, sin imaginar que pronto cambiaría de opinión.  La mujer normal era parlanchina y confiada, con un corazón generoso y  dispuesto a dar calor si  se presentaba la ocasión.  La noche era templada y el olor a salitre se mezclaba con el de cebolla frita. Alguien está haciendo un sofrito, se dijo; ese olor doméstico  amplió  su sensación de bienestar y hasta le pareció que la luna era más grande y más blanca. Al  poco rato, oyó unos pasos que se acercaban y el olor del humo de un cigarrillo, levantó  la cabeza en el momento  en el que  un hombre se desplomaba sobre la  otra barca.  La mujer se acurrucó en la sombra para no ser  vista. Espía del  dolor,  la visión del hombre que lloraba y golpeaba con  los puños la madera podrida de la barca, le sobrecogía el ánimo y le quitaba el valor necesario para interrumpir un desahogo que le era muy familiar. 
El cigarrillo encendido, caído a pocos centímetros de su muslo, le provocaba sin saber por qué, aún mas tristeza y  también ganas de toser. Con mucha prevención alargó la  mano, cogió un guijarro y aplastó con delicadeza la brasa. ¿Qué hago? se preguntaba. Si es un pobre loco quizás me pegue o  me mate. Y si fuera un  desgraciado se sentirá doblemente humillado cuando sepa que le he visto llorar las penas. La indecisión le duró poco porque el hombre se percató de su presencia  cuando sacaba del bolsillo un pañuelo con el que, en primer lugar, se limpió los mocos y luego  las lágrimas.
-Perdone señora - dijo con  voz templada a pesar de los gimoteos- no sabía que hubiera alguien, no quiero  molestar. 
-Si no molesta - la mujer normal se levantó,  el hombre,  ya de pie,  le ofreció la mano que ella estrechó  con  poca fuerza, sintiendo, en cambio, que él la retenía con vigor, resuelto a no dejarla marchar. Ella se soltó   de un tirón,  al tiempo que le preguntaba:
-¿Puedo ayudarle?
-Sí, necesito toda la ayuda del mundo. 
-¿Qué le pasa? 
-Mañana seré ciego.

La mujer se llevó la mano, la del apretón,  a la boca, incrédula y asombrada.
-¿Cómo puede ser eso? ¿Quién se lo ha dicho? ¿Cómo  lo sabe?
-Lo he soñado esta tarde. 
-¡Ah, los sueños!  no haga caso, jamás se cumplen. Yo he soñado tanto... 
-No, no -dijo el hombre- los sueños que recuerdo al despertar siempre se cumplen. En la siesta he soñado que un accidente en la cocina me dejaba ciego; vi como una cascada de aceite hirviendo  caía sobre mi cabeza, me desfiguraba la cara y fundía  mis  ojos. 
-¡Dios Santo! ¡No diga eso!  Pues no entre jamás en una cocina y por cierto ¿qué decía usted cuando lloraba tendido en la barca? perdone mi curiosidad, pero me pareció oir... 
-Rezaba. Y no puedo evitar entrar en una cocina porque soy cocinero. ¿Se da cuenta de mi drama?  
-¿Quiere que recemos juntos? Yo no soy muy creyente,  pero si le consuela rezaré con usted, aunque estoy segura de que su sueño no se cumplirá. 
-¿Por qué está tan segura?  ¿Es que no me cree? 
-No, no le creo. 
El hombre miró la luna, luego se sentó donde antes había estado la mujer. 
-Rece usted a mi lado, por favor. Si no le importa, me dormiré un ratito, cuando despierte le contaré si  sus ruegos han cambiado mi sueño. 
Durante una larguísima media hora la mujer rezó sin descanso pidiendo  a Dios que el desconocido que roncaba a su lado, soñara que se quemaba el meñique de la mano izquierda, pues no se le ocurrió  otro sueño más prometedor y favorable para desbaratar el anterior.  A poco de llegar la medianoche, cuando la luna brillaba en el  centro del  cielo, el hombre se rebulló, chasqueó la lengua varias veces antes de mirarla.
-He soñado que me quemaba el dedo meñique de la mano izquierda.
-¡Es imposible! si es precisamente eso lo que yo he pedido en mi oración. Entonces...- Y no  acabó la frase porque el prodigio  la había dejado sin  palabras, ensimismada en el misterio que acababa de suceder.
Se levantaron ambos, él era un hombre delgado, feo y pálido  y ella era una mujer de escasa estatura,  hermosa y gordezuela.

-Sí-dijo él con tono inexplicablemente sosegado-  lo hemos conseguido,  no me quedaré ciego, sólo el dedo y le mostró el meñique con la uña pequeña y recomida. Ella miró el dedo, nudoso y torcido sin abrir la boca. 

-Gracias, mil gracias, jamás podré olvidar lo que esta noche ha hecho por mí-
Así se despidió el hombre, con reverencias, sin darle la espalda mientras caminaba hacia atrás. Cuando llegó al paseo asfaltado, echó a correr perdiéndose en las sombras de una calleja que subía a la iglesia. 
La mujer normal respiró hondo con los ojos cerrados y luego emprendió la vuelta a casa.
          
 
              

lunes, 29 de noviembre de 2010



El escritor Eric Ambler cuenta en sus memorias su aversión por las "giras" y, en particular, por  los debates con el público durante la presentación de sus novelas. Constató que la mayoría de provocadores eran  sanitarios: médicos, dentistas, quiroprácticos, aunque también abundaban los profesores de universidad.  Los lectores comunes, el tipo de gente que busca entretenerse con una buena novela de intriga, pues tal era el género que le hizo famoso, se conformaban con una dedicatoria y un breve intercambio de palabras, en su mayoría de agradecimiento  por los buenos ratos  pasado con la lectura de La máscara de Dimitros o cualquier otra novela. A quien temía de verdad  Eric Ambler era a esos otros individuos, dentistas, podólogos o profesoras de talleres creativos,  que esperaban el momento propicio para elevar la voz y preguntar sobre cuestiones literarias que le dejaban balbuceante y sin respuesta, bien porque no les entendía o porque ignoraba qué contestar. 
Hará una decena de años, asistí a un evento cultural en una prestigiosa institución de  Barcelona, el escritor, en esa ocasión un talludo poeta, un hombre sencillo y amable, tuvo que enfrentarse a los enemigos de la lírica y de la buena educación, con sus modestas armas: la inocencia y la autenticidad de su poesía. Muchas de las preguntas que le lanzaron -pues dardos envenenados eran- las contestó con un no sé qué decirle, yo sólo escribo en mi ratos libres, no sé qué significa y etcétera.  Aquel libro fue el único que le han publicado. Volviendo a Eric Ambler, un tímido y nada pretencioso escritor, quien afirmó que escribir era una manera  de ganarse la vida con  ingenio e imaginación, y no menor ni menos respetable que quien vive de su habilidad manual; él mismo, antes de ser escritor trabajó en muchos y variopintos oficios. ¡Ah!  me  olvidaba  de contar qué fue del poeta de un sólo libro, lo último que sé de él es que ha elegido este epitafio para su tumba:  si fuera capaz de decirte lo que significa no sería capaz de bailarlo. El poeta sigue vivo, la frase es de  Isadora Duncan, pero él no lo sabe.  

Pintura de Fred Tomasselli. Field Guides. Museo de arte moderno de San Francisco (SFMoMA)

sábado, 13 de noviembre de 2010

Camille Flammarion

La liseuse,  Jean-Jacques  Henner 1829-1905


Ya te dije en alguna ocasión que hay amores que matan y otros amores que ni fu ni fa. Estos últimos proporcionan cariño en la superficie, como el que se tiene a un periquito, sin esperar de él más que una ligera comprensión y compañía, amor que es el alpiste que sostiene la convivencia. Estamos de acuerdo, es mucho más saludable un amor de los segundos que el sinvivir de los primeros. ¿Te aburres? Me pides que vaya al grano, pues bien,   aunque sea sólo sea de oídas,  te sonará el astrónomo Camille Flammarion,  fundador de la Societé astronomique de France y responsable de dar el nombre de Amaltea a una de las lunas de Júpiter. ¡Ajá, ya salió! Sí, confieso que de ahí viene mi querencia por el personaje.

Claro que mi simpatía por Flammarion ni de lejos se acerca a la pasión que sintió la condesa de San Agnés por el astrónomo,  quien también fue muy curioso, un  diletante en raros conocimientos. La condesa murió joven y hermosa, una circunstancia que  Flammarion supo una día después del óbito.¿Qué? que diga muerte como todo el mundo, bien, pues murió la noble pero antes de la última exhalación le pidió a su médico de cabecera un favor. 
Mientras se celebraba el funeral de la condesa, el médico se dirigió al domicilio del astrónomo a quien no conocía, para entregarle un paquete. Flammarion notó un olor extraño, rompió el envoltorio y de la caja de fieltro cayó una larga tira de piel blanquísima: pertenecía a la espalda de la joven muerta. El sabio quedó horrorizado, como es natural, pero al conocer las circunstancias y naturaleza de ese regalo póstumo, lo aceptó y no sólo eso, sino que mandó encuadernar, por deseo de la condesa,  un ejemplar del libro Las Tierras del cielodel que era autor,  con la piel de quien tanto y con tan férrea obstinación le había amado desde niña, sin que jamás hubieran cruzado entre ellos  una palabra.
El libro acompañó a Camille Flammarion el resto de su vida, cuentan que lo tuvo siempre sobre su mesa de trabajo, nunca se separaba de él; cuando murió, el ejemplar desapareció. Las malas lenguas atribuyen a la celosa esposa del astrónomo la destrucción del regalo de amor eterno. O quizás existe y está a la espera de pasar a manos merecedoras de tal herencia. 


miércoles, 3 de noviembre de 2010

Polen


A young girl hiding behind a muff
Pintura de Pietro Antonio Rotari, 1707-1762.



Alergia al polen, por eso voy todo el día con el pañuelo, para evitar respirar esas minúsculas partículas que irritan la mucosa de mi nariz y entristecen mis ojos. 

Aquí estoy, ya me estáis viendo, frente a la pantalla, atenta, casi sin pestañear; lo veo todo un poco borroso, y aunque me gustaría salir a la calle ni lo intento, prefiero seguir en el trabajo, tedioso y absurdo. Con la mano izquierda voy rellenando las casillas que identifican a los morosos mientras que con la derecha me tapo media cara. 

De hecho, no soy alérgica, ni siquiera estornudo, al menos  estos días, pero esa es una buena excusa para evitar parlotear con mis compañeros. Yo le llamo  la técnica Ernesto, por el pretexto que ponía el personaje de Wilde para cancelar compromisos sociales desagradables. En mi caso, soy una solitaria, una insociable que necesita trabajar, por eso me inventé una  alergia que es un mal  moderno y agradecido porque no  es contagioso, que se sepa.  Es un pretexto perfecto que me libera de participar en reuniones y comidas de trabajo. A veces me quedo afónica por culpa de los ácaros que hay en la oficina, pero eso sólo ocurre en fechas señaladas cuando  a última hora se celebra un cumpleaños o  una fiesta de jubilación.

Ahora, mientras  miro la pantalla, veo de reojo como mi jefe mueve la cabeza disgustado, claro, le fastidia mi lentitud. Respondo con un  suspiro y aprieto contra mi boca el pañuelo que huele a rosa de Bulgaria, esencia que uso para perfumarme. Desde el calendario que reposa en mi mesa, en la hoja de noviembre, una castañera ofrece un cucurucho de papel de periódico, es una oportunidad que no dejo escapar,  huyo  de mi cubículo para ocupar la  otra silla vieja, detrás del asador de castañas. 



martes, 26 de octubre de 2010

Alienígenas


Óleo de Robert Llimós, Visitants. 2009.


Madeleine Peyroux cantaba Got you in my mind, mientras desde la nave dos horripilantes criaturas la miraban con fijeza. ¿Qué querrán de mí? ¿Por qué me han elegido? Lara quería entrar en casa, cerrar todas las ventanas y esconderse debajo de la cama,  pero una fuerza inexplicable mantenía sus pies desnudos pegados al suelo de la terraza.  El aparato volador tenía tres grandes ventanales, como si fuera la galería de un piso del ensanche barcelonés; en el centro, los dos seres de mirada hipnótica la tenían cautiva sin que  a pesar de todas las leyendas, el cedé se estropeara por la acción extraterrestre, tampoco se descuajeringó  el ventilador eléctrico. Al contrario, la Peyroux continuaba ahora con Don't cry baby y el sonido era excepcional. 

¡Vaya sarcasmo!  Lara quería llorar y gritar pero no podía, como en esas pesadillas en las que quieres huir de una persecución pero tu cuerpo se niega a mover un músculo. Ahora se arrepentía  de tomar la fresca  y dos chupitos de ginebra Larios para relajarse en aquella bochornosa noche de verano.  ¿Estaré soñando? Los alienígenas le dieron la respuesta en forma de hecho físico, prueba de que la cosa no era ninguna broma.
Un rayo azul, fino como hilo dental salió del dedo de la mujer del otro mundo  para dirigirse al  ordenador portátil abierto sobre la mesa plegable. Un nubecilla de vapor cubrió la pantalla e impidió que Lara pudiera ver de reojo el estropicio, pero no hubo estallido ni salió humo, sólo se oía la voz de  cantar J'ai deux amours. De pronto, la nave osciló como una peonza para perderse detrás del Tibidabo, por fin  Lara recuperó el gobierno de su cuerpo,  la nube sobre el ordenador se desvanecíó  y en la  pantalla apareció una palabra:  ZORROCLOCOS, en mayúsculas y en Times New Roman tamaño 20,  que estuvo  colgada durante dos meses,  sin que el ordenador obedeciera los reseteados, ni le importara la desconexión del fluido eléctrico. La tarde del  13 de octubre se fundió para siempre la pantalla en la que permaneció tatuada la  rara palabra, cuyo significado  ya conocía Lara. Enterró el portátil en el tiesto del Hibiscus. Ahora sabía que  los alienígenas  están aquí, nos observan y saben de nosotros más que si nos hubieran parido.  



martes, 12 de octubre de 2010

Sol

Judy's portrait  de Rafal Olbinski.

       

Cuentan que una vez, una mujer vieja con las legañas aún pegadas en los ojos, llegó hasta el acantilado para contemplar la salida de sol sobre el mar. Al acercarse vio que una joven muy bella ocupaba la única roca donde la mujer vieja pretendía sentarse. Rabiosa por lo que consideraba una usurpación,  chupó su dedo índice y tocó con él el hombro desnudo de la bella joven.  
-Buenos días, ahí me he sentado yo siempre.

La joven echó a volar su melena trigueña, elevó los largos brazos y relajó la frente sin decir ni mú ni desviar su mirada de ámbar del horizonte.

Sin saber a qué carta quedarse ante semejante gesto, la mujer vieja cerró la mano derecha y luego la izquierda. Los puños los tenía preparados pero dudaba si debía golpear  o, por el contrario,  juntar los nudillos para implorar la propiedad de la roca. En ese punto de la disquisición se hallaba, cuando el sol apareció como una joroba dorada sobre el mar y  ya no hizo falta decidir la táctica, ni pensar en la estrategia del desalojo  porque la muchacha, de un salto, abandonó el pétreo asiento.
-Ahí tienes tu roca -le dijo a la anciana-siéntate en ella y espera la puesta de sol.

-Yo he venido a contemplar el sol naciente y tú  me lo has impedido.

-No -contestó la joven que estaba a punto de echar a correr campo a través, no por miedo sino 
por su condición de atleta de maratón, has sido tú misma quien ha elegido qué y dónde mirar. 
La mujer vieja reflexionó sobre estas palabras sin alcanzar ninguna conclusión aceptable. Miró al sol que era ya redondo y abrasador. Si lo sé, no vengo, se dijo mientras desplegaba una sombrilla negra y regresaba a casa.