La postal de
la Torre Eiffel había quedado presa en un libro de segunda mano y siguió allí
durante varios días, junto con otros dos libros, todos ellos comprados a bulto,
por siete euros, un domingo por la mañana en el Mercado de Sant Antoni.
La manía del asiduo
comprador de mercadear a ciegas, suscitaba recelo entre los comerciantes. A
nadie se le ocurre pedirle al librero que elija los libros sin echarles
antes un vistazo; más de uno sospechaba que tanta indiferencia y
ausencia de regateo era un signo más cercano a la neurastenia que al amor
libresco, aunque hay que reconocer que bastantes veces coinciden la
una y el otro.
El comprador
se vanagloriaba de ser un lector empedernido a quien le interesaba la
letra y lo mismo pagaba por hacerse con un tratado de botánica que con un
manual de cunicultura. Un amante de la lectura se distingue del
lector fortuito porque selecciona con atención y criterio, conforme
a sus inclinaciones e intereses.
No como Ramón, que en su enorme piso de la
calle Aribau, en lo que fue el salón familiar, amontonaba pilas de libros, diez
columnas de un metro y medio de altura por hilera, diez perfectas líneas
con espacio suficiente entre ellas para que una silla rodante de oficina
pudiera circular.
Durante horas, Ramón recorría los estrechos pasillos de
suelo hidráulico. Abría y cerraba los libros de manera metódica, hojeaba con
detalle su interior y de vez en cuando se quedaba pensativo con el
volumen entre las manos, como si cavilara sobre el contenido de las
páginas. En una palabra: buscaba.
Entre las
páginas de un libro se hallaba su salvación y estaba dispuesto a perseguirla
hasta el final. La joya rara y deslumbrante, objeto de sus sueños,
apareció un jueves cobijada detrás de los hierros de la Torre Eiffel y en
medio de un ensayo de termodinámica. El mensaje escrito en el reverso de
la postal, fechado el 1 de septiembre de 1994 decía así:
Querido Ramón, como prometí, te escribo de puño y letra a fin de que puedas analizar mis verdaderos sentimientos hacia ti. Un perito grafólogo de tu valía no necesitará más prueba de la sinceridad de mis intenciones. Nuestro amor lo pongo en manos del azar, por esta razón meto esta postal en un libro de la biblioteca de mi abuelo, que acabamos de vender. Circunstancia que te haré saber esta misma tarde. Si no destruyen los libros y así lo quiera el destino, leerás el proverbio chino -perdona por el ripio- que escribo a continuación para que tengas material de estudio suficiente sobre mi persona. Quien espera ansioso la llegada de un jinete debe cuidarse muy bien de no confundir el sonido de los cascos en galope con los latidos de su propio corazón.
Pili. (firma limpia sin rúbrica)
Ramón, con
los ojos anegados en lágrimas, releyó la caligrafía picuda, antigua, de trazo
lento; observó las jambas de las g, ampulosas y con ancho lóbulo como si fueran
orquídeas, prometedoras de un sin fin de alegrías carnales. Por un
instante se deleitó en la contemplación del texto de márgenes estrechos y libre
de borrones, luego corrió por el salón, hasta alcanzar el teléfono, marcó
un número y farfulló con voz temblorosa:
-Pili... la
encontré, yo también... te quiero.
-Lo siento,
ahora escribo con redondilla y sobre las íes pongo un círculo grandote.
-No me
importa, te querría aunque escribieras las oes con un caracolillo dentro.