viernes, 21 de mayo de 2010

Rebequita

 A principios del año 2009  Rebeca juró cambiar su nombre por otro  menos evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que leer esa vieja y cursi  novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita, parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los pendientes. 

Sí, Rebeca odiaba su nombre y también  las chaquetas de lana abotonadas y, para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras completas de Daphne du Maurier, encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería; los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal efecto  fue atribuido  por la madre a un insidioso hongo que revivía siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija. 

Si he de ser yo misma no puedo  seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía Rebeca un día sí y  otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica  ni otras zarandajas caligráficas y cuando  estuvo segura de su elección  pidió a todos sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella  por el nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron en renombrarla,  se produjo  la sustitución, pero  como en la novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones administrativos y civiles, porque España, hija mía  le decía su jefa, no es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o  Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su  fatal destino onomástico. 

-Madre ¿cómo se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo? 

Rebeca, perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia, lugar de residencia de la viuda de don Ramón  Pecho, la madre de Rebeca. La señora Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva edición de las novelas de Daphne du Maurier

-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?

-No sé qué contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no  me gustó tanto como Rebeca, pero  tampoco es mala novela Mi prima Raquel. 

Diríamos que el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si  la historia fuera un melodrama, pero  lo que apareció  en la boca de Rebeca (Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío  desde el  balcón  del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela, fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el  día de hoy no se ha podido averiguar la autoría del  acto vandálico, la defenestración criminal ha quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su prescripción.                  
         

sábado, 1 de mayo de 2010

Don Cleto Guadamuz

La erupción del volcán. Pintura de Antonio Vasquez. Guatemala.



Entre los oficios más asombrosos que un ser humano puede desempeñar, el de apagador de volcanes es, por delirante e increíble, el más novelesco y fantasioso. Sabemos que existió un hombre:a don Cleto Guadamuz y Lozano, nacido en Granada que murió a los 107  años y que se ganó la vida en Nicaragua, en el noble y quizás altruista empeño de apagar los volcanes y acabar con los temblores que tenían en vilo  a la población de Managua, allá por el año  1938.
Se sabe que por tan colosal trabajo fue remunerado con mil córdobas, y que habría paralizado otros volcanes que anunciaban erupciones, si el  gobierno  le hubiera soltado más pasta. 

En documentos oficiales de la época y periódicos de Managua se nombra a don Cleto como  apagador oficial de volcanes; su fama en los años treinta era enorme y, a pesar de que su teoría sobre la comunicación de volcanes en la profundidad de la tierra y el modo de someterlos a su voluntad, desafiaba el sentido común y el conocimiento científico, tuvo encargos oficiales que cumplió con éxito. 

Desternillante parece a nuestros ojos su método de apaciguar volcanes y mantener los movimientos de la tierra a raya. Don Cleto explicaba cómo apagar el volcán del Cerro Negro: daría tres pasos hacia adelante y seis golpes en el suelo con el pie. Luego señalaría hacia el cielo y pronunciando unas cuantas palabras misteriosas, haría que los fluidos de arriba se juntaran con los fluidos de abajo sirviendo mi cuerpo de puente, y entonces inmediatamente comenzaría a sentir el Volcán mi fuerza, apagándose tal vez violentamente o tal vez dentro de algunos días después de esta operación.

Sería fantástico  que tuviéramos entre nosotros a un mago como el granadino, que se plantara ante los volcanes activos hoy y ejerciera su oficio con la maestría de alquimista soñador y longevo; que   ante los ojos de los satélites y los mil artilugios que pueblan el cielo, amansara la naturaleza ardiente como si se tratara de un cachorro de perro, obediente a la palabra firme de su amo.  


domingo, 11 de abril de 2010

Resplandor al amanecer





Desde el piso sesenta, Shangai resplandecía como un zafiro de luz azulada y fría; acongojaba el ánimo el paisaje de edificios apelotonados, altos y acerados como  navajas, que parecían aguardar, las muy taimadas, el paso de un inocente para caer sobre él. 


Tarareó sur le pont d'avignon  mientras caminaba por el pasillo acristalado hacia los ascensores, qué lista es la puñetera mente, se dijo a sí misma, porque efectivamente, el pasillo de suelo transparente  semejaba la pasarela de un río. Encarna, nombre por el que se la conocía en Barcelona, meditó un instante sobre la capacidad de su inconsciente para pronunciar la palabra pertinente en los momentos de mayor atolondramiento. En cambio, qué distinta era  su mente racional, ese amasijo neuronal que la empujaba a pronunciar palabras inoportunas y ofensivas.
Era una enfermedad, bien lo sabía Encarna que ahora se había cambiado el nombre por Xia que significaba, según le dijo su jefa, resplandor al amanecer. Se sentía infinitamente más a gusto en su piel de china que en su antigua identidad, barcelonesa, charnega de primera generación que vivió hasta los cuarenta y cuatro años en la Meridiana, muy cerca del paseo Fabra y Puig. 

En el ascensor, dos ejecutivos rubios y algo amazacotados le hacían la pelota a una mujer morena de rasgos caucásicos y gesto de mala leche. El ascensor se detuvo en el piso 32, de allí hasta la planta baja, Xia descendió en soledad en el cubículo de vidrio, Shangai, de cerca, era como es casi todo en este mundo, más fea, menos deseable.  Detrás del mostrador de recepción, Wang, de guardia esa noche, le pasó  el papelito rosa brillante, con el número de habitación: 1034. No cruzaron palabra,  cosa por otro lado imposible pues Encarna, perdón Xia, no hablaba inglés  y mucho menos mandarín, y el  recepcionista ni hablaba español ni catalán, pobre ignorante, pero para el trabajo de Xia en el  hotel,  las habilidades lingüísticas eran superfluas.  De nuevo en el ascensor, esta vez en uno de los siete de la zona oeste, subió hasta el piso décimo y abrió con su llave maestra la puerta 1034, a continuación inspeccionó  todos los rincones, cerciorándose de que el sospechoso cliente no guardaba en sus dos maletas, marca Samsonite documentos sobre la empresa china de elaboración de  ensaimada mallorquina. Tras más comprobaciones, todas ellas meticulosas, Xia marcó  en su móvil el número clave para indicar que el cliente estaba limpio, después se echó  sobre la cama king size cubierta con colcha adamascada  de color sangre de dragón y sonrió con la cara vuelta a la  pared ventanal  desde la que se contemplaba  la gran curva del canal frente al distrito de Pudong.         
                     






domingo, 4 de abril de 2010

Cualquier bibliófilo, sin mencionar a los demonólogos,  daría a su alma al  diablo por tener entre sus manos los tres volúmenes de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon, publicados en 1821 por Alexis-Vincent Berbiguier de Terre Neuve du Thym. El autor de nombre tan fantasioso como real, tuvo a partir de sus treinta años una vida muy desdichada, tal vez antes también lo fuera, empeñado en una lucha atroz contra lo que él denominó Farfadets,  entes demoníacos que adquirían la forma de duendecillos con el único objetivo de amargarle la vida con sus pesadas bromas: mordiscos, rugidos y todo tipo de insultos; otras veces aparecían en su casa disfrazados de animales, gatos y perros para asustarle y hacerle saber que eran enviados de Belcebú a quien debería hacer entrega de sus bienes y de todo su ser. Esta mala vida con los espíritus infernales se inició  tras una echada de cartas del tarot en la ciudad de Avignon, duró el maleficio, que según él fue favorecido por la echadora, a lo largo de más de veinte años. El pobre Alexis lo intentó todo, desde encerrar a los espíritus diabólicos en botellas hasta embadurnarlos con azufre, sin ningún éxito. Fue considerado un loco por los delirios que le consumían  e internado  en un  sanatorio para orates; se enredó  en una correspondencía con individuos que proclamaban su alianza con las fuerzas del mal,  con lo que alimentaba aún más sus visiones y por fin, su talento literario se desfogó  en el tratado sobre los Farfadets, que no es otra cosa que su  autobiografia ilustrada por ocho litografias y un autoretrato, creación personal también de Alexis. Su obra tenía una dedicatoria en la que desvelaba su intención de dar a conocer al mundo la conspiración satánica encarnada por los enviados del infierno encargados de dominar el mundo. Al final de sus días, el empeño de Alexis consistió en recorrer bibliotecas con el fin de encontrar y  destruir su obra, quizás horrorizado al descubrir que su vida era el relato de una enajenación o bien, en un último delirio se rindió al enemigo. Sea como  fuere, quedan escasos ejemplares de los tres  volúmenes de la autobiografia de Alexis-Vincent Berbiguier, un excentricidad y rareza bibliográfica  por la que algunos serían capaces de condenarse al fuego del  averno, con tal de poder leer sus páginas amarillentas con las severas advertencias  y remedios para librarse del diablo.  

Ilustraciones: Litografia de Tous les démons ne sont pas de l'autre mon.
Imagen de la biblioteca: web de contenido público.

domingo, 28 de marzo de 2010

Autovía






 De todos lo hombres que conoció, X fue el más impredecible, y los hechos le dieron la razón un año antes, cuando la ruptura entre ellos se convirtió en un asunto de supervivencia física. Las peores pasiones son las que están gobernadas por la obsesión; claro que bien sabía ella que el amor, ese que escribimos con mayúsculas, deja a su paso un reguero de reproches, gritos y lágrimas, aunque para ser ecuánimes hemos de señalar que esa clase de amor también tiene el mérito de regalar  las mayores carcajadas a los amantes. 

Un amor así está reservado a unos pocos, se decía ella, convenciéndose a sí misma de la cualidad extraordinaria que distinguía su pasión de los amoríos convencionales a los que se entrega el resto de la gente. Una pasión que ya estaba muerta, que  su recuerdo olía a fúnebre; pasión adornada por unas exequias de oropel  con las que aburría a sus conocidos y también a los desconocidos. Si ella  tuviera dos dedos de seso, esa reflexión, excesiva y  fantasiosa,  sobre la naturaleza de su amor, tan volátil como cualquier otro,  se habría quedado a las puertas, sin atravesar su pensamiento como un dardo envenenado. Era tarde para enderezar sus recuerdos y allí estaba ella, sentada en un bordillo de la cuneta, de la autovia Madrid-Barcelona a la altura de Medinaceli, con un cartel entre las manos escrito con letras de imprenta, coloreadas con ceras verde y roja, en las que los conductores que pasaban leían:  Ágreda.  En esa población se ofició la despedida y allí  regresaba, al igual que los homicidas vuelven  al lugar del hecho, para verificar que fue real o que no lo fue, según la vocación reincidente o accidental del criminal. 
-Que ya no podemos ir juntos. 
-¿Y eso quién lo dice?
-Lo digo yo y lo manda el jefe de logística de la empresa.
-Pero si el trabajo siempre ha salido fetén.
-Ya, pero ahora sobra uno de los dos, y la que sobra eres tú, que ni tiene hijos ni  permiso para conducir transporte pesado.
-O sea que me largan, me largáis, mejor dicho.
-Eso.
-Y me voy al paro y tú, tan fresco.
-Pues sí, lo primero es el camión y mi familia.
-¿Y yo qué he sido para tí,  pedazo de choto?
-La encargada de almacén  de la empresa que aprovechaba mi ruta  para viajar gratis.
-¿Y nada más?
-Pues, así que recuerde, algunas risas nos hemos echado juntos.


domingo, 21 de marzo de 2010

Las obras literarias inconclusas -de autores famosos-generan un caudal inmenso de papel, que se reparte de manera bastante igualitaria entre reportajes periodísticos, tesis  académicas y especulaciones mediáticas de pelambre variada. Es el caso de Millenium, al parecer, su autor, Stieg Larsson, dejó  escritos novelones postreros que serán publicados hasta el día del juicio.  Una de las novelas inconclusas más famosas es El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens. Empezó a publicar en  1870  su primera novela policíaca por entregas, veintidós capítulos  hasta unos días antes de su muerte, en julio de ese mismo año.  Se dice que quería emular la Piedra Lunar de su amigo el escritor Wilkie Collins, pero esa intención sea cierta o no, interesa poco por no decir nada. En 1870, Charles Dickens era un escritor reconocido que quiso  divertirse  con una novela de género detectivesco, le faltaba casi  la mitad de las entregas contratadas; ni trama ni esquemas de la continuación se encontraron entre sus papeles, de modo que el final de la historia del presunto asesinato de Edwin  se lo llevó  Dickens a la tumba. Tras su muerte hubo  varios escritores y hasta una médium  que escribieron la continuación de la novela, sin que él público reconociera en los distintos finales, algunos hilarantes y rocambolescos, el estilo del escritor británico. 
De Charles Dickens y su instrumento de precisión llamado novela,  me interesa su gran aportación a los cambios sociales: contribución decisiva dirigida a humanizar las condiciones penosas de las sociedades occidentales del siglo diecinueve. Con la descripción de  la pobreza y la miserabilidad urbana en Tiempos difíciles  y Oliver Twist, pasó por delante de las  leyes de reforma promulgadas en Inglaterra en 1832, y lo hizo mediante el relato minucioso  y sentimental de la explotacion infantil en las fábricas londinenses. De pronto, la abstracción de la intolerable vida de las masas obreras se concretó en personajes que tenían vida y la explicaban a sus lectores, en su mayoría personas de la élite industrial y  burguesa, la misma que imponía las abominables condiciones a mujeres, niños y hombres, explotación descrita en un lenguaje sencillo que  servía para mostrar un universo muy complejo de relaciones humanas y económicas.
                      
Imágenes obtenidas en webs de contenido público. Ilustración de un episodio de El misterio de Edwin Drood y retrato de Charles Dickens, en torno a la edad de 58 años, año de su muerte.  
 

lunes, 15 de marzo de 2010

Ladrillar



En el año 2008, en el mes de mayo, un meteorito se desintegró a la altura del término municipal de Ladrillar, en Las Hurdes; en una terraza de cultivo de olivos,  abandonada desde hacía tres lustros cayeron dos restos que no medían más de tres centímetros  el primero y con forma de higo  y ocho centímetros  el segundo, y que parecía una muela del juicio con raíz.

Los dos meteoritos fueron encontrados el 14 de marzo de 2010 por Elías, un buscatesoros que al primer vistazo los desechó, pero al cabo de unos minutos, cambió de idea, los recogió, tanteó con las yemas de los dedos la superficie negra, irregular y, para su asombro, con tacto sedoso y  los  guardó en el bolsillo  izquierdo del pantalón. De camino al pueblo de las Mestas, casi al anochecer, la carretera adquirió un tono azulado, no sólo el asfalto, también los pinos que se inclinaban desde las laderas de la montaña. 

Elías redujo la velocidad para observar mejor el fenómeno, desde el parabrisas echó un vistazo al cielo: dos nubes de color púrpura brillaban en el cielo casi oscuro. En ese mismo instante, el coche se detuvo, el motor se paró sin que Elías hubiera tocado el freno, ni el cambio de marchas. Salió del coche, el silencio era absoluto, sabía que era inútil recurrir al teléfono móvil, porque no funcionaría, estaba seguro, pero a pesar de esa confianza,  tuvo la tentación de comprobarlo y, sí,  efectivamente, el móvil estaba muerto, como el coche. Le pareció una noche bellísima, azulada  y violeta como una melena ondulante  que cubriera esa parte del planeta, por capricho para complacerle sólo a él; en el bolsillo de su pantalón, las dos piedras cósmicas palpitaban con un ritmo sosegado y profundo. Antes de iniciar a pie  la marcha por la carretera solitaria, Elías depositó los meteoritos sobre un tronco roto que encontró en la cuneta. A los pocos pasos, la noche se hizo gris, las dos nubes púrpuras desaparecieron y el teléfono móvil que guardaba en su chaqueta le sobresaltó  con su señal de mensaje recibido
-¡Cochina realidad y cochinos extraterrestres!
Volvió sobre sus pasos, se sentó en el asiento del coche al tiempo que una furgoneta de reparto pasaba a toda velocidad por su lado. Encendió el motor, antes de ponerse en marcha, se quedó pensativo durante unos minutos, arrepentido y también rabioso contra sí mismo.
-¡A la próxima, y ya van tres con esta vez, voy a llegar hasta el final, aunque sea lo último que haga en este mundo! Si quieren algo  de mí, que me lo digan a las claras de una puñetera vez.








domingo, 7 de marzo de 2010

Cuando era una chiquilla, las tardes de los domingos como las de hoy, frías y tristes, las pasaba  metida en un cine de barrio, sesión contínua  en la que echaban dos películas. Desde las cuatro a las nueve el cine era nuestra casa, un lugar de recogimiento en el que pasé  muchas de las mejores horas de mi vida. 
En el siglo XXI es casi imposible que un director de cine salga de la nada, sin haber pisado una escuela de cine o la universidad, en el siglo pasado no ocurría así, los mejores directores y guionistas de cine eran en su mayoria autodidactas apasionados. Uno de ellos fue Frank Capra, nacido en un  pueblo de Sicilia, Bisaquino, emigró junto a su numerosa familia, todos analfabetos, a Estados Unidos, a  Los Ángeles. En su autobiografía, Capra nos cuenta cómo  fueron sus comienzos, y lo hace sin pizca de autocompasión ni resentimiento por la dureza en la que creció. Con  mucho sentido del humor, del que se desprende un inmenso amor  por su  oficio y sus semejantes, relata la manera en la que un adolescente empeñado  en tener estudios, trabajaba en varios empleos a la vez para pagarse la escuela y más tarde la universidad, y no sólo eso,  sino que parte del dinero ganado iba a parar a su familia. En ese escenario  cinematográfico de hombre hecho a sí mismo, se formó Capra; de ahí, de ese magma nacieron peliculas inolvidables que reflejan un estilo de vida forjado en los sueños y en una ambición que despreciaba el dinero fácil.


Es tan creíble y emocionante ¡Qué bello es vivir!  porque el personaje principal, encarnado  de manera sublime por James Stewart, es el espíritu del propio  Frank Capra. En 1921, con el título de químico bajo el brazo y la mafia enriqueciéndose con la Ley Seca, el  sindicato siciliano de contrabandistas de licores le ofreció un trabajo  en el que, para empezar, le pusieron un fajo de dólares sobre la mesa, veinte mil dólares que le sacarían de la miseria. Cuenta Capra que con sólo veinticinco centavos en el bolsillo, aquella misma mañana lo habían echado  de su  habitación de alquiler por no poder pagarla, tuvo por un momento la tentación de aceptar el trabajo, pero  un impulso le llevó a salir corriendo y  coger el primer tranvia que pasaba por la calle, se subió a él en marcha, sin saber adónde se dirigía. Se enteró por el conductor  de que el tranvía finalizaba en un parque. La escena fue la siguiente: 
-¿Al parque?  bueno, quizás ocurra allí lo que espero. 
-¿El qué? - preguntó el conductor. 
Frank Capra sacó todo su capital del bolsillo, le dio cinco centavos al  conductor y echó el resto por la ventana. 
-Esta es la semana de los chalados- dijo el conductor al ver cómo caían las monedas por la calle. 
En el parque se estaban construyendo unos estudios cinematográficos, el chalado  Capra, sin nada en los bolsillos, trabó conversación con un director teatral al viejo estilo, sin conocimiento de las técnicas de cine, -Capra tampoco-  empeñado en hacer una pelicula, y  fue Capra, con sus ideas sobre cómo debía hacerse la pelicula quien la dirigió, él,  que no habia pisado un escenario en su vida.


Fotos:  Frank Capra y  James Stewart. Autobiografia: Frank Capra,  el nombre delante del título. T&B editores, 1999.

domingo, 28 de febrero de 2010

Impulso lector




No sabía Bita (Benedicta)  que la lectura le proporcionaría tantos beneficios  estéticos, porque si lo  hubiera sabido antes, cuánta pasta y sinsabores se habría ahorrado. A Bita, ingeniera agrónoma de profesión, en la actualidad desempleada, la lectura por placer, sin utilidad  ni beneficio inmediato, le pareció siempre una pérdida de tiempo que sólo podían permitirse los ociosos adinerados, o simplemente los vagos. 
Es bien sabido que en la vida, los principios y las certezas que han dirigido nuestros actos, un día cualquiera se esfuman para demostrarnos qué equivocados estábamos y, lo que es peor, para reírse de nosotros, por pánfilos y cretinos.
El día D de Bita ocurrió un 25 de febrero, la hora H no podía ser otra que las cinco y el lugar un Carrefour cualquiera,  sin  titubeos  compró un libro, el primero que palpó su mano, sacado de un  cajón de todo a 1 euro. Le gustó  por el color de la portada,  amarillo y rojo y porque era pequeño y quedaría perfecto para calzar la mesa de la cocina.

En cuanto llegó a casa, el libro fue a parar debajo de la pata coja de la mesa, Bita observó que, si bien la mesa había dejado de cimbrearse, persistía un ligero temblor en cuanto  le ponía la mano encima. Dispuesta a sacar provecho del  euro gastado, tomó el libro y  calculó  cuántas páginas debería arrancar para que la cuña fuera de provecho. La mutilación alcanzaba hasta la página 274. Ese acto fue su perdición: arrancó de cuajo  las cuarenta y cinco  páginas sobrantes y, en vez de echarlas a la basura, los ojos se le fueron al  siguiente párrafo, que leyó en voz alta: el poeta como un gallo fogoso  parece batir  las alas para prepararse al estallido de la supuesta inspiración. Pensó que esa frase era una estupidez, pero continuó leyendo, de pie, en la cocina, sin entender de qué iba esa rara y absurda historia,  un impulso, que parecía venido del más allá, le despertó la curiosidad y quiso empezar desde el principio la novela o lo que fueran  ese conjunto de hojas impresas; descalzó la mesa para recuperar el resto del libro, como si fuera víctima de un hipnotizador  invisible, se fue con el libro a la bicicleta estática, pedaleó durante una decenade kilómetros mientras leía palabras y mas palabras de una trama incomprensible. Al final de la última frase de la página 274   leyó Vinogradus, como si fuera su fin de etapa  después de atravesar el Tourmalet un mediodía de julio, se echó al suelo, sudorosa y con el corazón palpitante, besaba el libro, reía  y lloraba al mismo tiempo, entre lágrimas y mocos se decía a si misma: 

¿Te das cuenta, Bita?  diez kilómetros, que se dice pronto, y un kilo menos de grasa.  ¡Dios Santo! con este libro incomprensible  voy a conseguir una silueta de sílfide.  

domingo, 21 de febrero de 2010

Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para los oídos que pueden entender, la frase  pertenece al libro El Kibalión, un librito, manual  teosófico o catálogo de principios esotéricos, que fue publicado  a finales del diecinueve por autor anónimo. El caso es que, según dicho texto, la doctrina que contiene será entendida y sus conocimientos darán fruto a quienes estén en condiciones de recibir sus enseñanzas y, por lo tanto, sólo los que  posean ciertas condiciones mentales se verán atraídos  por su lectura.  Hasta hace pocos días no sabía de su existencia, fue la anécdota que explicaba un lector, Manu, a propósito de mi último post, quien me llevó a la búsqueda de la cita sobre la sabiduría dirigida a un restringido grupo de personas. Encontré varias versiones de El kibalión,  he leído algunas de sus páginas en las que figuran  axiomas Herméticos que conducirán al adepto al  dominio de las leyes físicas.
Es asombroso comprobar cómo en estos últimos años,  han convertido en bestsellers libros que han copiado  con exactitud, no sólo el espíritu, sino también la letra  de El Kibalión: sietes principios que son el secreto para conseguir cualquier deseo por más estrambótico e inverosímil  que sea.
Tras toda esa infame  producción libresca actual, milagrera y de crecepelo, permanecen ocultos tratados y manuales, en general  nacidos durante la Edad Media y el Renacimiento que intentan conciliar la filosófia, las ciencias naturales, la religión y ritos paganos en  un intento de comprender e interpretar las leyes de la naturaleza, en general  con la pretensión de gobernarla y de obtener beneficios personales. Me parece muy sensata la recomendación de  Limojon de Saint Didier en su libro "Le Triumph Hermetique" publicado en 1699, que aconseja:  estamos ya sobradamente convencidos de que existe  ya una demasía de libros que tratan sobre la filosofia hermética, y de que al menos que se quiera hablar de esta ciencia claramente, sin equívocos ni alegorías, cosa que ningún sabio hará jamás,  valdria mucho más guardar silencio que llenar el mundo de nuevas obras  más propicias a turbar el espíritu...
       
                      
Fragmentos de manuscrito de Ramón Llull. Arxiu Corona D´ Aragó y  Universitat de Barcelona.
Fausto o El alquimista. 1652,  Rembrandt. 

sábado, 13 de febrero de 2010

La buena dirección


      Placa del Pioneer, un mensaje para civilizaciones extraterrestres.


En la playa de la isla se acumulaba la basura dejada por la marea  baja, entre los restos de plásticos, ruedas de coches y una trona en la que se adivinaba el resto de pintura azul, había una botella de gaseosa con el tapón oxidado y dentro de ella un trozo de papel. 
El mensaje de la botella fue echado al mar en el pueblo de Pobra do Caramiñal, Galicia,  el 5  de agosto de 1964, lo firmaba Francisca Pousa. Decía así: 

A quien pueda interesar: tengo dieciséis años, soy bien parecida y busco  un novio extranjero para casarme y tener hijos, me gustaría que fuera americano. El que quiera ser mi novio  que me escriba a la siguiente dirección: calle Lombiña, 16, bajos. Prometo contestar. 

En el papel cuadriculado, una hoja arrancada de un cuaderno escolar y debajo de la firma, la autora del mensaje había pegado una foto recortada. Su propia foto, en la que se apreciaba la timidez adolescente en la sonrisa apenas dibujada en el rostro enmarcado por una melena oscura, repeinada con artificio para disimular las orondas mejillas.

El 7 de octubre de 2009, en la playa de Osprey de la Isla Gran Turca, William  J. Pertierra, de sesenta y tres años, paseaba a Max, su perro mil leches recogido diez años antes frente a la Iglesia de Santa Maria, en Cockburn Town,  donde lo había visto rondando durante días en busca de amo. Le impuso al perro el nombre de Max por el personaje de Luces de Bohemia, obra escrita por su  paisano Valle Inclán.

El tapón de la botella estaba tan soldado al vidrio que no hubo más remedio que romper la botella con una piedra; la hoja de papel doblada en cuatro pliegues, amarilla y quemada en los bordes, conservaba la caligrafia redondilla y la foto intacta de Francisca.  Durante unos momentos, William J. miró al  horizonte despejado en el que se veían los primeros barcos del día llenos de turistas, luego  miró de nuevo  la foto y la firma, se mojó los labios y besó, un poco mareado por la emoción,  el trozo de papel.
-Max, ven aquí. Hay Dios o Diablo ahí arriba que se burla de nosotros. 
El perro lamió la mano temblorosa del amo que se derrumbó sobre la arena, incrédulo y maravillado de tener entre sus manos el mensaje de su antigua vecina y  primer amor de juventud.       

domingo, 7 de febrero de 2010

En la corta historia del Alpinismo, apenas dos siglos, el relato de los primeros hombres y mujeres que se aventuraron a trepar hasta las cimas de las montañas, provoca admiración y espanto; lo segundo por la temeraria valentía con la que se atrevieron a subir los picos de los Alpes y Pirineos y lo primero por la vestimenta de bombachos y americanas, las botas claveteadas y las gorrillas que  poco protegerían a quienes alcanzaron el Mattherhorn, el Aneto o el Montblanc; y sin embargo lo hicieron, y algunos incluso sobrevivieron y repitieron muchas veces durante toda su longeva vida, como es el caso de algunos guías legendarios.
Me encanta  la literatura de montaña de principios y mediados del siglo XX,  hay mucho romanticismo y también un halo de candidez en los perfiles de los protagonistas, por ejemplo en  las novelas de R. Frisson-Roche: Regreso a la Montaña  o el Primero de la cuerda. La descripción de las ascensiones tiene, en muchas ocasiones, un carácter épico individual, en el que importa más que el desafío y la consecución del objetivo la emoción que proporciona la naturaleza.  El autor ponía en boca de Armand de la Bolla Nere, personaje de la novela Regreso a la montaña, estas palabras: " sentíase alegre sencillamente por existir y por amar lo que amaba: la pureza de la mañana, el paisaje invariable..."             
             
Foto del libro Les Aiguilles de Chamonix de Henri Isselin. Ed. Arthaud, 1961
    

domingo, 31 de enero de 2010

Actividades recreativas

El caballete torcido sostenía un lienzo de treinta centímetros por veinte, en el centro de la tela una mancha violácea figuraba el paisaje que R.H tenía delante. 
-¿Y cómo es posible que un campo de trigo y amapolas tenga ese color de nazareno?
R.H se ajustó la visera, apretó los párpados hasta casi cerrarlos y apuntó el paisaje con su pincel. 
-¡Calla, ignorante! ¡Qué sabrás tú de arte!
La mancha se extendió hacía la izquierda, con una pincelada nerviosa trazó un línea en zigzag que fue a parar al borde superior. 
-¿Y eso qué es? 
La mirada de R.H  se abrió de rabia y  asombro, le habría soltado un sopapo a su amigo L, pero en el último segundo prefirió la pedagogía pacífica y moderna. 
-¿Pues qué va a ser? un árbol, ese que tienes en tus narices, una acacia, un árbol sagrado  cuya madera servía a los  hebreos para hacer sus símbolos sagrados y los egipcios también la tenían en mucha estima. La pinto asi, tal como es, al óleo y usando una técnica antiquísima , pero qué sabrás tú...

L, se limpió la boca con la manga y echó las sobras de su bocadillo de atún a las hormigas que correteaban por el camino, no  quiso discutir con R.H porque sabía que tenia las de perder. Sí, no sabía nada de arte, pero su  amigo tampoco, aunque había que reconocerle la audacia de pintar paisajes sin más instrucción que la lectura de los tres primeros  fascículos de "La pintura, ¡qué fácil!"

-Yo sólo digo que a mi eso que pintas no me parece un árbol, más bien me parece una vela derretida.

Sin inmutarse, R.H mojó el pincel en el rojo y luego en el verde, antes de estamparlo en la parte derecha de la tela, dijo: 

-Lo más importante del dibujo al natural es la línea y su sombra, luego el color.Y ya está. 

-Pues entonces yo también quiero ser pintor.

R.H, no podía creer lo que estaba oyendo: 
-¿Pintor, tú? Venga hombre, para eso hay que tener una sensibilidad especial, como mucho,  tú  servirías para tocar la armónica mientras yo pinto. Pensándolo bien, es una gran idea ¿no te parece?

L reflexionó unos segundos sobre la propuesta,  quizás tuviera razón  R.H,  el instrumento ya lo tenía y sólo hacía falta aprender alguna melodía pegadiza. 
-Vale.
R.H escondió el caballete detrás de una roca.
-Te invito a una cerveza para celebrar nuestra colaboración artística. 
-¡Guay!



miércoles, 27 de enero de 2010


David Hilbert, matemático que nació en konisberg en 1823, era un tipo mucho más viajero que su paisano el filósofo Kant, nacido en 1724 y que no salió jamás de su pueblo. El autor de Crítica de la razón pura creía, el muy bendito, que el mundo caminaba  hacia una sociedad ideal donde el legislador pariría leyes conformes a la voluntad única de todos los ciudadanos. Y eso lo pensó sin salir de casa. En cambio, David Hilbert se inventó un Hotel Infinito, con infinitas habitaciones para responder al interrogante: ¿son infinitas las partículas que componen el Universo? Su ocurrencia de que todos los viajeros que llegaran al Hotel Infinito tuvieran habitación, siempre que los clientes alojados se trasladaran a la habitación siguiente a la que  les fue asignada -el de la habitación 1 pasaría a la habitación 2,  etc- es tan sugerente y literaria que por muy zote en ciencias que una sea, intuye la elegancia y brillantez de una teoria capaz de dar cobijo a todos los infinitos viajeros que quieran dormir en una de sus habitaciones.   

Foto:Raise the Hammer.

lunes, 25 de enero de 2010

África


-Si hubiera alguna posibilidad de regresar, ¿querrías aprovecharla?
-¿Quién, yo?
-Pues claro, a ti te lo digo, ¿o es que hay alguien más con nosotras?
En el camino hasta el cementerio, Cayene Le brun y  Catalina de Siena recogieron dos garrafas de agua, rotas y sucias, que alguien había echado por el terraplén y un trozo de cuerda verde que no alcanzaba el metro.
Cayene llevaba su garrafa  debajo  del brazo izquierdo; del derecho le colgaba una bolsa de supermercado  con dos naranjas reblandecidas, cuatro magdalenas caducadas y un zumo  de manzana, tardó un rato en contestar a Catalina y cuando lo hizo, sonrió  burlona con la boca un poco torcida , dejando ver sus dientes blancos y grandes.
-Pues no, lista, aquí estamos mejor y estoy segura de que vamos a tener mucha suerte y nos haremos ricas, muy ricas, lo sé seguro, lo soñé ayer y hace un mes. Mis sueños no fallan nunca, lo sabes ¿O no?
Se oyó el motor de un vehículo que se acercaba por el camino de tierra, las dos niñas se escondieron entre los matorrales para esperar en silencio que pasara el peligro. Juntaron las cabezas, adornadas por decenas de pequeñas trenzas, y cerraron muy fuerte los ojos hasta que el ruido del camión se convirtió en un lejano zumbido.
-¿Crees que volverán?-  Susurró Catalina de Siena, aún con los ojos cerrados.
Cayene Le Brun, de doce años besó a Catalina de Siena, de trece años, huérfana y criada en un convento de monjas españolas en Malabo.
-No volverán, hoy  ya no. Y no tiembles, venga, que falta poco ¡ Vamos!
La mano de Cayene Le Brun, hija de las calles en un barrio de Brazzaville, arrastró a  Catalina hasta el camino, les quedaba menos de un kilómetro para llegar al cementerio; sin decirse nada  la una a la otra, empezaron a correr  hasta llegar al muro trasero de cementerio, jadeantes y con el corazón saliéndoles por la boca se agacharon para atravesar el agujero, por el que apenas cabían, y entrar en el camposanto. Lo primero fue guardar las garrafas y la cuerda en el fondo del nicho, luego se sentaron con las piernas cruzadas en la entrada y comieron  las naranjas y las magdalenas. Desde alli se veía la luna en cuarto creciente, Cayene la señaló con el dedo  pringoso de naranja, Catalina afirmó con la cabeza mientras masticaba una magdalena.
-¡Qué bonita es la luna!- Dijo Cayene Le Brun, después suspiró como si se hubiera sacado un peso de encima.    
-Sí, y qué suerte tener esta casa para nosotras solas, aqui nadie nos molesta- Catalina pronunció estas palabras mientras encendía uno de los tres cirios, medio consumidos, que guardaban para alumbrarse cuando tapaban la entrada del nicho con un cartón duro donde se leía: The best way of life.
                                   
Ilustraciones del libro  Abroad. Thomas Crane, 1882.
University of California Libraries. 
   

sábado, 16 de enero de 2010


Hace escasamente un millón de años que la Humanidad habita el planeta, un periodo de tiempo insignificante; en los cuatro mil millones de años que cuenta nuestra Tierra,  las catástrofes naturales han diezmado los seres vivos con tal contundencia que, en al menos dos ocasiones, desaparecieron el 95 por ciento de las especies. ¿Qué posibilidades tiene la humanidad de controlar la naturaleza? En la actualidad, podemos ayudar a los supervivientes, disminuir el número de muertos mediante construcciones adecuadas y sistemas de prevención y aviso de catástrofes, pero no podemos evitar el desastre imprevisible que llega como el ladrón en la noche, sin avisar. Sabemos que la Tierra es un Titanic, desaparecerá un dia,  con nosotros en su corteza o ya sin vida, seca y humeante  debido a la expansión solar. Ni siquiera podemos anticipar si el final será  mañana o dentro de cincuenta mil años. Da que pensar que las instituciones científicas dedicadas a observar el espacio, reconozcan que sólo son capaces de detectar un parte ínfima de meteoritos susceptibles de acabar  con todo bicho viviente. Adrian Berry, escritor y científico, proponía, hace más de treinta años, en su libro Los próximos diez mil años, el desarrollo de tecnologia capaz de establecer colonias humanas más allá del Sistema Solar, quizás sea una posibilidad para escapar, temporalmente, de la extinción definitiva, sin embargo, ante la evidencia de nuestro desamparo, sería preferible y mucho más hermoso, viajar en paz en esta pequeña nave, juntos, quizás revueltos, pero con la lumbre encendida y el corazón alegre. 

Imágenes archivo digital NYPL
Eclipse de Sol 29 de julio de 1878.
Volcanes de Olot, 1830-1833
Gran cometa , noche del 25 al 26 de junio de 1881.      

domingo, 10 de enero de 2010

El baile eterno

Barbara Stainwyck


-¿Y qué explicación tienes para todo este caos y estropicio? Ahora me dirás que la culpa es de ella ¿o no?
Hugo lió lentamente su cigarrillo con la mezcla de picadura de tabaco, hecha para él por una tabaquera canaria de Icod. El humo dejaba un rastro de aroma dulce de canela y constituía el anuncio de su presencia: o había estado allí o seguía fumeteando en algún rincón del salón verde, un lugar enorme y destartalado, con el suelo de tablones de nogal, oscuro y agrietado que gemía bajo los pies de los pocos que lo atravesaban de camino a la gran cocina.
-¿Qué? ¿No me contestas?

Hugo echó una bocanada de humo, mientras sus ojos se concentraban en la neblina que desdibujaba la calle solitaria. Desde su butaca desvencijada y roñosa, frente a uno de los cuatro ventanales neoclásicos, veía los campos de cereales y la lejana alameda junta al río. La noche había sido movidita, aunque Hugo intentó aparentar indiferencia y hacerse el dormido, ella estuvo insistente y bronca hasta que consiguió sacarlo de la cama. Todo se lo perdonaba, al fin y al cabo ella seguía siendo una chiquilla y sólo pretendía un poco de atención y carïño, ambas pretensiones estaba dispuesto a satisfacerlas a condición de que ella pusiera una pizca de sentido común en aquella loca relación. Pero no, era cosa imposible que ella hiciera algo sensato por él.

Hugo bostezó, echó otra calada antes de mirar a Carmen, lo hizo sin disimular su cansancio y antipatía por esa mujer que le interrogaba un día y otro también sobre su vida nocturna y las consecuencias en el ajuar de la casa.

-Pues sí, otra vez ha sido ella ¿Y qué? ¿Te importa? La casa es mía y si no te gusta, lo siento mucho, no, no lo siento, es asunto tuyo si no la aceptas. Ella entró en mi vida mucho antes que tú y sigue aquí, y así será siempre, por mucho que te fastidie.

Carmen sonrió de lado, como Barbara Stanwyck, a quien le daba un cierto parecido. Las palabras de Hugo le repateaban, pero reconocía en ellas una verdad a la que nada podía oponer. La tal ella, causante de esas veladas siniestras, no era otra que la antigua novia de Hugo, Rita, una mujer que murió hacía cincuenta años, en esa misma casa y en circunstancias alegres pues fue después de una fiesta cuando Rita resbaló en la escalera, abriéndose la cabeza y muriendo al instante.

La vida, como siempre, continuó y Hugo se casó dos veces, la última con Carmen Desde hacía dos años vivían en la casa familiar, un palacete del siglo XVIII en un pueblo leonés de apenas cuatrocientos habitantes. Los primeros meses en la casa nada ocurrió pero una noche de verano, en la que Hugo dormitaba en una hamaca en el jardín trasero, la silueta de una mujer se paseó ante él, no una, sino varias veces. Y ahí empezó todo, desde entonces, la silueta aparecía todas las noches, sin horario fijo, y siempre en las habitaciones donde dormía Hugo, quien probó todas los salones y estancias de la casa, catorce en total, con la esperanza de que algún rincón estuviera a salvo de la presencia de Rita, pero fue inútil. Rita aparecía, susurraba, provocaba corrientes de aire helado y abría y cerraba puertas y ventanas. Carmen, al cabo de la primera semana de jolgorio nocturno, decidió trasladarse a vivir a un piso de la plaza, junto a la iglesia también propiedad de la familia de Hugo. No creía que fuera un fantasma, Carmen estaba segura de que todo era un plan amañado por él con la participación de algunos de los paisanos del pueblo. Carmen no iba a consentir que una broma tan pueril rompiera su matrimonio, a esas alturas, con un marido a punto de palmarla y un usufructo en camino, aparte de una pensión y un capital en la cuenta corriente nada desdeñable. Había que aguantar todas las memeces de un viejo chocho y hacerlo con buena cara, aunque a veces no pudiera controlarse y echara espuma por la boca.

Miró los libros tirados por el suelo y mezclados con restos de la porcelana rota, del juego de té chino que hasta ayer adornó una de las vitrinas del salón verde, y que debía valer un pastón , qué pena de subasta, pensó Carmen mientras se acercaba a Hugo, que seguía embelesado con el paisaje, le tocó el hombro con delicadeza antes de preguntarle:
- ¿Qué quieres hoy para comer?
- Arroz con pollo, y que esté caldoso.
Con esa instrucción bajó Carmen las escaleras que conducían a la cocina, lo hizo con mucho cuidado no fuera que diera un traspiés y acabara como la otra.
En el salón, Hugo se levantó de la butaca, de pie, encorvado, delgado y consumido se dirigió a Rita, viéndola como al trasluz, con su vestido azul de gorgette que tanto la favorecía.
-¿Cuánto tengo que esperar, Rita? ¿No crees que ya somos mayorcitos para tanto jugueteo? ¿Y ahora también quieres liarla durante el día?
Rita bailó a su alrededor sin que sus ojos se apartarán ni un segundo de los de Hugo, mientras daba vueltas en torno al anciano, le dijo:
-¡No! ¡digo, sí! también de día y a todas horas, vamos a estar siempre juntos- Hugo parpadeó antes de desplomarse en el suelo, aún pudo escuchar  la voz cantarina de Rita:
- Esto solo acaba de empezar, amor mio, dame la mano y bailemos.


domingo, 3 de enero de 2010



En El Cuaderno Rojo, Paul Auster nos entretiene con el relato de las coincidencias que ha experimentado o que le han contado, algunas muy extravagantes, pero en todas ellas vive ese elemento misterioso e inexplicable que nos impulsa a creer en la existencia de una fuerza o energía desconocida, de carácter humorístico, algunas veces trágica y otras de sainete, circunstancias en las que confluyen casualidades irrelevantes y gratuitas que nos arrancan una sonrisa de asombro o una lágrima de terror.
De entre las coincidencias absurdas, que parecen sacadas de la mente de un genio de la lámpara aburrido y con muy poca imaginación, hay una en particular en la que interviene un tornado, una mujer y un disco de vinilo con la melodía Tiempo tormentoso. Sucedió en Estados Unidos, en Kansas, y en concreto en El Dorado, el 10 de junio de 1958, la tormenta sacó en volandas de la terraza de su casa a una mujer, la arrastró hasta una distancia de 19 metros y la dejó sobre el césped sin ningún daño, pero el tornado no se conformó con llevarse por los aires a la susodicha, volaron también enseres domésticos de varias viviendas, entre ellos el disco con la grabación Tiempo tormentoso que fue a parar al regazo de la mujer.
Otra coincidencia que dio lugar a una canción muy famosa en la época, fue la protagonizada por un enigmático personaje. El sucedido ocurrió en Montecarlo, en el año 1891, un tal señor Wells hizo saltar la banca tres veces seguidas en sucesivas noches. La descripción de su última noche en Montecarlo es digna de un relato de Roald Dahl. Esa noche, el señor Wells inició la ronda apostando al cinco, ganó; las ganancias las apostó de nuevo al cinco; ganó otra vez. Cinco veces apostó al cinco y cinco veces ganó hasta que saltó la banca con unas ganancias de más de 100.000 francos, un fortunón para la época. Del señor Wells nunca más se supo y, hasta hoy, ni los más avezados policías y detectives pudieron averiguar el truco de tanta coincidencia; se comprobó que la ruleta no fue manipulada, descartándose que se hubiera conchabado con los croupiers que trabajaron en el casino las tres noches en las que se forró el bendito señor Wells.

Ilustración carta de Tarot del Siglo XV.
Foto Hans Albers, actor en Berlín, 1930.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Mil vidas



Aunque viviera mil vidas ninguna de ellas sería mejor que esta. La frase está siempre en boca de la Loli, actriz de variedades que un día baila como el malogrado Mikel Jackson y al siguiente saca palomas mensajeras de un bombín, en cualquier teatrillo de mala muerte de las ciudades que recorre en su gira europea. Su edad y estado civil es un secreto que jamás desvelará porque sabe que perjudicaría su reputación de actriz polifacética. La Loli tiene gracia y es versátil como sólo pueden ser quienes han crecido en la más abyecta pobreza económica.  ¿Qué dijo La Rochefaucould sobre el ingenio? pues que es imposible gustar al público durante mucho tiempo cuando se dispone de un solo  talento. En desafiar esta máxima se dirige toda la energía de la Loli: canta, se contorsiona, es ventrílocua, practica la magia de cerca y suelta unos recitativos filosóficos que dejan al personal consternado, por su hondura y verdad. Adereza anécdotas propias y ajenas que nunca existieron. Predica paciencia frente a la desesperación a los pocos viandantes que se quejan de su suerte. Confía en el prójimo, que nunca le falla,  cuando entre la mochila y su maleta de ruedas no alcanza a juntar cinco euros. De tanta admiración que siente por su miserable y solitaria vida, la Loli ha conseguido ganarse el respeto de sus semejantes  y una entrevista en la tele local.  

Imágenes NYPL, colección de ilustraciones teatrales de William Worthen Appleton.