A principios
del año 2009 Rebeca juró cambiar su nombre por otro menos
evocador, menos peliculero, incluso menos abrigado. ¿Por qué mi madre tuvo que
leer esa vieja y cursi novela hasta aprenderla de memoria? ¿Por qué quiso
que su única hija arrastrara el estigma de un nombre antipático que trae a la
memoria las tardes frescas en las que las madres voceaban: niña, no te olvides la rebequita,
parapetadas tras el collar de perlas de una vuelta a juego con los
pendientes.
Sí, Rebeca odiaba su nombre y también las chaquetas de lana abotonadas y,
para qué negarlo, se avergonzaba de su madre y escupía sobre las obras
completas de Daphne du Maurier,
encuadernadas en piel de vacuno, que reposaban sobre el velador de la galería;
los escupitajos de Rebeca habían moteado la piel en tono más oscuro, tal
efecto fue atribuido por la madre a un insidioso hongo que revivía
siempre en verano, coincidiendo con las visitas de la hija.
Si he de ser yo misma no puedo
seguir viviendo prisionera de un nombre, se repetía
Rebeca un día sí y otro también, hasta que decidió cortar por lo sano. En
marzo empezó a practicar su nueva firma, sin rúbrica ni otras zarandajas
caligráficas y cuando estuvo segura de su elección pidió a todos
sus conocidos -pocos- y amigos -escasos- que se dirigieran a ella por el
nuevo nombre: Raquel. Con variedad de burlas y risas contenidas de quienes consintieron
en renombrarla, se produjo la sustitución, pero como en la
novela, la sombra de Rebeca estaba presente por todos los rincones
administrativos y civiles, porque España, hija mía le decía su jefa, no
es Estados Unidos y aquí tu capricho no tiene cauce legal; allí podrías
cambiarte el nombre todos los meses y decir que tu santo es mandarina o
Calatayud, que tanto da. Los ojillos de Rebeca, ahora Raquel, se anegaban en
lágrimas porque comprendía la verdad de esas palabras y su fatal destino
onomástico.
-Madre ¿cómo
se le ocurrió ponerme por nombre Rebeca con el apellido de padre y el suyo?
Rebeca,
perdón, Raquel, habló a su madre de ese modo antiguo y despegado, el primer día
de agosto cuando el sol de la mañana pegaba la primera bofetada en Murcia,
lugar de residencia de la viuda de don Ramón Pecho, la madre de Rebeca. La señora
Lucía Abrigado sonreía displicente mientras sostenía en sus manos la nueva
edición de las novelas de Daphne du Maurier.
-Rebeca Pecho Abrigado, ¿Te das cuenta de la mofa que he padecido toda la vida?
-No sé qué
contestar, hija de mis entrañas, lo hice por tu bien, pero si te gusta más
Raquel, pues Raquel serás. Por cierto, no me gustó tanto como Rebeca,
pero tampoco es mala novela Mi prima Raquel.
Diríamos que
el horror se dibujó en el rostro de Raquel (Rebeca) si la historia
fuera un melodrama, pero lo que apareció en la boca de Rebeca
(Raquel) fue un rictus de asco y a continuación un grito que pudo escucharse en
todo el edificio y luego el silencio, seguido de un acto cruel y muy poco
literario. Las obras completas de la escritora británica fueron lanzadas al vacío
desde el balcón del cuarto piso, con el resultado de lesión inciso
contusa en el hombro de un policía municipal y rotura de las gafas progresivas
del director de la compañía del gas. Sin embargo, el final, como en la novela,
fue feliz y compasivo con Rebeca. Hasta el día de hoy no se ha podido
averiguar la autoría del acto vandálico, la defenestración criminal ha
quedado archivada en una estantería oscura y maloliente a la espera de su
prescripción.