"Cada
hombre está eternamente obligado, en el curso de su breve vida, a elegir entre
la esperanza infatigable y la prudente falta de esperanza, entre las delicias
del caos y las de la estabilidad"
Con esta frase de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, Pili inició la dedicatoria de un manual de micología que pensaba regalarle a Evaristo, un guarda jurado que prestaba sus servicios en la empresa donde ella se ganaba la vida como ejecutiva comercial. Desde hacía varios meses, Pili pasaba un cuarto de hora todas las mañanas con Evaristo. Le sirvió de excusa que la máquina de café del vestíbulo sacaba un café más sabroso que el de la máquina que le correspondía, en la cuarta planta. Casi dos horas y media pasaba durante la semanas con Evaristo. Calculaba que habían estado juntos dos días enteros sin interrupción, hablaban de setas y de los mejores bosques para encontrarlas. Conocer a ese hombre con rostro de criminal antiguo, la había cambiado. Cuando le miraba mientras tomaba el café junto a su garita, veía el reflejo del pasado, de una existencia turbulenta. Las arrugas profundas y verticales, dividían sus mejillas, como si fueran meridianos terrestres. Estaba loca por él. Le provocaba palpitaciones imaginar la tosquedad de esos dedos en la piel de su vientre.
Cuando hacía
la compra semanal, Pili pasaba por el pasillo de conservas adrede, se detenía
en las latas de lactarius deliciosus en trozos o enteros, porque le recordaban
a él. Suspiraba mientras recordaba la última conversación, aquella misma mañana
El guarda
jurado tenía una sabiduría pasada de moda, preñada de palabras
que parecían inventadas o más propias de un micólogo puntilloso que
de un guarda con licencia de armas.
-Humm, qué
interesante así que esa seta brota de esclotico… perdona, pero
es que no se me queda ningún nombre, son tan enrevesados.
Evaristo
había sonreído, con indulgencia. Sostenía la guía con delicadeza, pasaba las
láminas coloreadas con precaución para no romperlas. No le importaba que Pili
no distinguiera apenas un champiñón de un cantherellus. Sentía la misma emoción por ella, incluso más, que
cuando descubría el sombrero respingón de una canocybe filanis, su hongo preferido.
-Que es
un carpóforo que brota de
un esclerocio, es bien fácil,
mujer.
-¡Qué bonito es
y cuánto sabes!
Pili aspiraba
a pasar el resto de su vida con el guarda jurado, por eso en su dedicatoria
quiso dar buena impresión al usar la frase de un libro que no había leído, se
lo había recomendado, con efusión, una amiga que trabajaba en la FNAC. Rubricó
la frase de las Memorias de Adriano con otra de su cosecha:
Para que
nuestras esporas florezcan en el árbol de la amistad o... del amor.
Evaristo le agradeció
el regalo con un beso en las mejillas, titubeante y con intención de acercarse
a los labios que Pili le ofrecía, pero no hubo tiempo de mayor acercamiento,
porque el libro cayó al suelo, y el ruido les sobresaltó.
Al día
siguiente Evaristo le entregó una postal con la foto de un bosque de hayas de
Irati en la que había escrito con caligrafía borrosa e insegura:
Hasta ahora
he sido un claviceps purpurea, a partir de ahora seremos un collybia Fusipes.