Rafal olbinski. Unsetlling tendency to see art print. |
El otro día me di una vuelta por una librería muy bien surtida, buscaba un libro que no encontré, pero me llevé a casa uno que, como quien dice, me salió al paso. Un libro de pocas páginas que colocaron en un lugar equivocado, confundido por uno de esos manuales de autoayuda sobre la manera más rápida de hacerse con un trocito de felicidad. Sí, lo confieso: anduve merodeando por esa sección frecuentada, casi siempre, por personas de mediana edad, algunas con las heridas de la vida zurcidas sobre la piel. Eché un vistazo a la enorme estantería de más de dos metros, dedicada a enseñar métodos variopintos y estrafalarios para conseguir la serenidad, el bienestar emocional, la ausencia de dolor, el perdón a los semejantes y por fin, el olvido.
Iba de un lado a otro, sin que mi cerebro enviara a mi mano la orden para que cogiera un ejemplar, los títulos me dejaban fría, hasta que mi mirada se fijó en un libro estrecho, de apenas 80 hojas: La analfabeta, un relato autobiográfico, la autora es Agota Kristoff. Al primer momento creí que era una narración a lo Pablo Coelho, en la que alguien vive - imagina- una experiencia que le somete a pruebas para alcanzar un conocimiento espiritual vetado a la gente ordinaria. No era el caso, en cuanto leí el primer párrafo, supe que ese libro que cuesta seis euros, estaba esperando un rescate urgente. La analfabeta empieza así: Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que me cae en las manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa.
Cuando acabé de leer La analfabeta, cambié la opinión que encabeza esta entrada; casi estaba por volver a la librería y preguntar por quién tuvo la feliz idea de dejar el libro entre toda esa morralla de promesas banales, para invitarle a un café con cruasán. Ayer por la tarde, mientras planchaba, intentando alisar una odiosa blusa llena de pliegues, se me ocurrió que hay libros que debieran estar camuflados en las secciones de autoayuda, y con un régimen de alquiler para que, una vez leídos, pasaran a otras manos necesitadas, pero con un añadido al final consistente en páginas en blanco, a modo de diario. Los lectores, antes de resolver el alquiler, dejarían escrito cómo les ayudó la lectura de ese libro, si ese fuera el caso, de manera que otros pudieran beneficiarse por la acumulación de las experiencias ajenas sobre el texto original.
Es una buena idea ¿no? pues ya está inventada, me acabo de dar cuenta. Y hace años que corre por ahí, gratis y sin tener que andar firmando contratos, ni perder el tiempo con la búsqueda del libro misterioso entre los estantes abarrotados de la librerías. El invento recibe el nombre de Blog.
Alguien escribe, cuando quiere y de lo que le apetece, la gente puede leerlo o pasar de largo. Existe una página en blanco para que los lectores contesten, precisen, defiendan, se opongan, agradezcan o se rían. No existe para el escritor de un blog conflictos de intereses económicos, porque no hay una empresa detrás ni pago a cambio de opinión. Un blogger es el mejor ejemplo en este mundo de lo que significa la libertad de expresión.
¡Ah! y el libro de Agota kristoff no trata de la felicidad, sino de cómo una mujer húngara que trabaja de operaria en una fábrica suiza de relojes, aprende francés pasados los treinta años para poder escribir en una lengua extraña.
Laureà Barrau. La lectura, 1899 |
Alguien escribe, cuando quiere y de lo que le apetece, la gente puede leerlo o pasar de largo. Existe una página en blanco para que los lectores contesten, precisen, defiendan, se opongan, agradezcan o se rían. No existe para el escritor de un blog conflictos de intereses económicos, porque no hay una empresa detrás ni pago a cambio de opinión. Un blogger es el mejor ejemplo en este mundo de lo que significa la libertad de expresión.
¡Ah! y el libro de Agota kristoff no trata de la felicidad, sino de cómo una mujer húngara que trabaja de operaria en una fábrica suiza de relojes, aprende francés pasados los treinta años para poder escribir en una lengua extraña.