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Imagen creada por IA |
A sus ochenta años, Clara ya no esperaba sorpresas. Su vida se había vuelto predecible: el café con leche por la mañana, el paseo por el parque, la novela a media tarde y las llamadas esporádicas de sus hijos. Pero un día, al volver del mercado, algo la detuvo en seco.Un enorme anuncio colgaba sobre el puente de la carretera, anunciando una nueva colonia llamada Fatidique. No era la fragancia lo que llamó su atención, sino el rostro del hombre en la fotografía.
De cabello entrecano y ojos profundos, sonreía
con una mezcla de melancolía y desafío. Algo en su expresión le resultaba
familiar, aunque no lograba recordar de dónde. Durante días, Clara pasó dos y tres veces bajo el puente,
buscando excusas para ver el anuncio una y otra vez.
—Abuela, ¿qué haces mirando ese cartel todos los
días? —le preguntó su nieta Sofía una tarde.
—Nada, es que me recuerda a alguien.
Sofía tomó una foto al anuncio.
—Es un modelo cualquiera, bastante viejo, por
cierto. Pero si tanto te gusta, podríamos investigar quién es.
Clara fingió no darle importancia, pero en su
corazón nació una esperanza ridícula, absurda. ¿Y si realmente podía
encontrarlo? ¿Y si ese hombre aún vivía?
Sofía cumplió su palabra. Buscó el nombre de la
empresa, encontró al fotógrafo de la campaña y, después de varios correos,
consiguió un nombre: Julien Moreau. ¡Sí, era él! No era un modelo
profesional, sino un mecánico retirado que había aceptado posar para la
publicidad casi por casualidad. Regentaba una librería de segunda mano en París
—Abuela, vive en París.
Clara sintió un escalofrío. París. De allí era, él mismo se lo dijo hace más de cincuenta
años, cuando ella era una madre joven y soñadora que vivía de rentas.
—Tengo que verlo.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
Sofía, emocionada con la locura de su abuela, la
ayudó a comprar un billete de avión por internet.
Cuando Clara llegó a París, su corazón latía como
el de una muchacha de veinte años. Encontró la dirección de Julien en un
cuchitril librería del Barrio Latino. Con pasos temblorosos, entró al local. El
hombre que buscaba estaba sentado en un rincón, hojeando una revista de motores
de avión.
—Disculpe… —su voz tembló—. ¿Usted es Julien
Moreau?
Él levantó la vista. Sus ojos, los mismos del
anuncio, se posaron en ella con curiosidad.
—Sí, soy yo.
—Esto le parecerá una locura, pero… nos conocimos
hace muchos años.
Julien frunció el ceño, intentando recordar.
—¿Cómo se llama usted?
—Clara Montserrat.
La revista cayó de sus manos.
—¿Clara? No puede ser…pensé que te había perdido
de vista para siempre.
El tiempo pareció detenerse.
Julien la observó con asombro. Había sido su casera,
aquella mujer joven que le echó de su piso con cajas destempladas.
—Te lo quería dar —susurró él—. Durante años,
pero siempre salía una cosa o la otra.
Clara sintió los ojos húmedos por culpa de aquel
local polvoriento.
—Ya lo sabes, Julien, me adeudas seis mil euros
con los intereses de mora. Sinvergüenza,
que te fuiste sin pagar las dos mensualidades que me debes.¡ Con lo que
hice por ti, que te daba siempre de
cenar y a veces de merendar!
El destino, caprichoso, los había llevado por
caminos distintos, pero ahora, medio siglo después, les daba una segunda
oportunidad.
Y esta vez, ninguno pensaba desaprovecharla.
Julien le entregó un cheque que Clara,
al día siguiente en Barcelona no pudo cobrar porque era un cheque sin fondos. Y
la pobre Clara, otra vez engañada, se murió del disgusto en la sucursal del
banco.