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El otro día caminaba apresurada por la ciudad. Las luces navideñas y el gentío que, como yo, se detenía ante los escaparates o entraba en las grandes tiendas en busca de un regalo me producían una sensación lacerante, como una punzada en el corazón. El ambiente navideño siempre me ha parecido artificioso, mucho más en estos tiempos en los que se ha convertido en el gran ritual consumista del que muy pocos en nuestra sociedad se libran.
En la zona de la ciudad por la que caminaba, muy céntrica, avisté dos vagabundos. Uno era tullido, sin piernas, delgado y con el torso desnudo a pesar del frío, y el otro, un anciano rodeado de cachivaches que hacía sonar un vaso de aluminio abollado que contenía algunas monedas. Pensé que era un escenario tan triste e irreal que me entraron ganas de cerrar los ojos. Parpadeé a propósito y seguí caminando. Las conversaciones de la gente me llegaban a ráfagas: "si ya te digo, quería las botas pero luego preferí comprarme un bolso, si ya sé que tengo muchos, pero ese en particular me encantó..." y "yo qué sé qué haré en Nochebuena, pues los langostinos y la sopa de galets".
Al llegar a la avenida, cientos de personas echaban fotos con el móvil a las luces colgadas de las farolas y a las guirnaldas que iluminaban de un extremo al otro la calle. No me parecían humanos; pensé que quizás estaba viviendo dentro de una simulación, de un juego en el que los escenarios se sucedían y en ese instante me tocaba atravesar la pantalla del episodio "Navidad feliz". Me dirigí a una calle más tranquila y apenas transitada. En un pequeño comercio de telas, la luz mortecina del escaparate mostraba antiguos maniquís vestidos con telas estampadas a modo de saris. Entré sin intención de comprar, solo impulsada por un deseo irracional e inexplicable. Detrás del mostrador, un joven moreno que lucía un mostacho propio de épocas pasadas me preguntó en qué podía atenderme. Señalé una tela verde con estampados de flores rosas. Una tela fea por la que pagué cinco euros porque estaba de rebajas. Era un corte de metro y medio. Le dije que la quería para forrar cojines, y él alabó mi gusto. En esa confianza surgida en menos de dos minutos, me anunció que la tienda cerraba en una semana y que sentía lástima porque era un negocio familiar de cuatro generaciones. Además, dijo, ya no podré charlar con clientas de toda la vida, como usted. "No me conoces", le dije, "es la primera vez que entro en esta tienda". Me respondió: "sí, claro, todas dicen lo mismo". Salí con tanta rapidez de la tienda que casi rompí el cristal de la puerta. Regresé a la avenida principal y con mi móvil también eché una foto a las luces.
Querida Amaltea, te deseo que tengas una Navidad muy feliz y que todo te vaya muy bien.
ResponderEliminarYo creo que lo más bonito de la Navidad son sus tópicos.
Abrazos