Hay días en las que una no está para nada. Por ejemplo
hoy, 13 de noviembre, me he levantado con el propósito de cumplir tres asuntos
pendientes. Primero, sacar brillo a la escalera de mi casa; el segundo, acabar
el capítulo de un libro que me inquieta. Y no porque sea de intriga, de serie
negra o de fantasía lovecrafiana. ¡Qué va! El libro en cuestión, publicado en
1992 y releído varias veces, me enfrenta a la realidad inconmovible de que nada
cambia, a pesar de las apariencias. Gilles Lipovetsky ya no está de moda, pero
en el libro al que me refiero, El crepúsculo del deber, afirma que nos movemos
en el pantano de una nueva ética, falsa, que encumbra el individualismo e
invita a la felicidad personal sin obligaciones ni responsabilidad.
En la época en la que se publicó este libro no
existían redes sociales, ni grupos de whatsapp. Nada semejante a la adicción actual
por el exhibicionismo y el culto narcisista en el que se ha convertido la
realidad. ¿Nuestra atadura a los móviles y al frenesí de las noticias
instantáneas, nos conduce al descalabro? Sí, pero de manera distinta al de
otros tiempos porque está aliñado con una tecnología que apenas comprendemos, aunque
nos dirige con idéntica intensidad al final que padecieron, por ejemplo, los
cretomicénicos. Nos toca presenciar la caída de nuestra cultura y sociedad. No pasa
nada, es un patrón que se reproduce en los últimos doce mil años, por poner un
rango de tiempo conocido.
El tercer asunto pendiente era acompañar a una
amiga al Registro Civil para completar el expediente matrimonial. Su boda era el motivo. ¡Qué ilusión tenía, la
desengañada! Y yo también, en mi papel de madrina. Ya le había echado el ojo a un precioso vestido de
seda salvaje y hasta tenía elegidos unos maravillosos pendientes que habían
pertenecido a una desconocida, los compré hace una semana en uno de esos comercios
de compraventa de joyas. No habrá boda, mi amiga se ha enterado esta misma
mañana de que su prometido se ha largado con otra al país de Togo. Nada de
llantos y lamentaciones, le he dicho, de un buen pendón te has librado. Y nos
hemos ido juntas a tomar un vermut, berberechos, patatas y aceitunas para
celebrar el final de todas las cosas. Hoy no he abrillantado la escalera, tampoco
he leído a Lipovetsky y mucho menos he sido madrina de boda. Una
jornada perfecta.