Encadenados. Alfred Hitchcok |
Como el niño protagonista de El sexto sentido, yo también
veo muertos. Lo malo, o lo bueno para ellos, es que están
vivos y lozanos en apariencia ¡Mecachis! me digo, y no porque sea necrofílica o algo peor, sino por razones de interés social. Me gustaría que fuera una experiencia paranormal, o sea un delirio o cosa extraña y no lo que es en realidad: una experiencia ordinaria que me causa zozobra y cierta desconfianza en mis facultades.
Escritores de distopías,
cito a los más conspicuos: Orwell y
Huxley, trazan un futuro humano muy desagradable, en el que la sociedad
es dirigida por un poder que se ha propuesto despojar a los individuos de particularidades
personales, aquellas que nos diferencia y nos hacen tan especiales
y únicos, usando la fraseología al uso en la psicología
de suplemento dominical. Más aún, el objetivo es eliminar la consciencia individual, tal como aparece en las novelas 1984 o Un mundo feliz. Un totalitarismo que es mansamente aceptado porque la mayoría cree vivir en el mejor de los mundos.
En las sociedades distópicas la gente es feliz. Y lo son porque han sido debidamente drogados para evitar que conozcan la realidad. Los seres humanos, en su mayoría, viven en la santa ignorancia y se convierten sin saberlo en
instrumentos de un poder que, no contento con dirigir la vida ajena
mediante mil argucias casi indetectables,
se complace en crear la ficción de que la felicidad espera a la vuelta de la esquina; o con más
retorcimiento todavía: que la dicha habita entre nosotros y simplemente hay que saber encontrarla.
Robert Nozick, que es un filósofo, ha escrito sobre la posibilidad
de que la humanidad en un futuro no muy lejano, ¿quizás está ocurriendo ahora? disfrute
de la opción de vivir en un mundo feliz y sin
incertidumbres de ninguna clase. Como Nozick es un filósofo, permite el libre
albedrío, así que abre la puerta para que, en esa sociedad del futuro, quien quiera saborear la desgracia pueda experimentarla
sin obstáculos. Afirma que está seguro de que la mayoría de la humanidad
elegiría vivir la cruda realidad, la insatisfacción, el dolor y todos los padecimientos propios de la vida,
antes que estar conectados a la máquina
de la felicidad, ese diabólico cacharro que suministraría placer y bienestar a destajo.
Pero, criatura, le recrimino,
en un diálogo imaginario con el filósofo ¿tú, en qué planeta vives? ¿Qué libros
lees? ¿Qué clase de vida tienes? ¿Qué
amistades frecuentas? ¿Qué ingieres? Y me enfado con él porque me parece que, en su
propuesta, descubre su propia ignorancia sobre la naturaleza humana. Imperdonable defecto
para un profesor de Harvard encumbrado como uno de los pensadores más influyentes
del siglo XX (y seguro que también del XXI) Nozick afirma que el ser humano, a pesar de que la evidencia
empírica e histórica indica lo contrario, rechazaría esa droga universal de la
felicidad para seguir lamiéndose las heridas y
luchando por la supervivencia, con plenitud consciente de sí mismo.
En fin, quería escribir sobre cómo hemos llegado a una
sociedad del primer mundo en la que, sí, efectivamente, estamos conectados a
una máquina. Percibo que los escritores distópicos del siglo pasado fueron unos linces y que se habrían podido ganar el sustento como videntes. A veces siento un repelús cuando estoy frente a la pantalla, esa que miro ahora, o me mira ella a mí; la misma que suministra información indigerible por nuestro cerebro limitado. Me digo que a lo mejor vivimos en una ficción: la de pertenecer a una sociedad de seres libres y que, ilusionados con este juguete, creemos
gozar de relaciones virtuales que reafirman nuestro ego: amigos que contamos
por centenas o por miles, incluso algunos dicen tener millones.
Mi sospecha distópica es que en ese pandemónium de información y relaciones multiformes, alguien nos observa con mucha atención. Aunque tengo la fantasía de que, de vez en cuando, haga la vista gorda. Los de mi misma especie, aquellos se cruzan en mi camino encadenados a sus auriculares y móviles, a las pantallas y teclados, me parecen seres ectoplasmáticos que ni sufren ni siente; muertos que ensayan esta variedad de no-vida cibernética. En cuanto a los escritores y filósofos mencionados, dispongo de una insignificante certeza: Huxley intuía más y mejor que el pazguato de Nodzick.
Vamos a toda máquina, montados en nuestras tabletas y
computadoras de pantallas táctiles hacia una tierra prometida, en la que nuestra
existencia, pasada y presente es un libro abierto, la cuestión es que no
tenemos ni idea de quién es el escribiente
y cuál será el próximo capítulo de esta saga. Y sin embargo, queremos seguir atados a la máquina, una adicción en la que nos dejamos las yemas de los dedos, los ojos y quizás algo peor.