Libros, puertas. Rob Gonsalves |
Revolver entre libros viejos
y pasear por las
ciudades, las que conozco y las que quiero descubrir, sin
objetivo determinado, forma parte de lo
que para mí significa la joie de vivre,
y lo digo en francés porque acabo de leer dos novelas de Patrick Modiano y es tanta
la melancolía de sus historias que necesito
unas risas para volver a mi ser y lo expreso en esa lengua preciosa, con la que el escritor nos cuenta la etapa fundacional de su vida, la que sin haberla vivido, nació en 1945, recrea en los años treinta y durante la ocupación de París por los
nazis; la ausencia del padre y el desarraigo de los personajes que habitan
las tristes pensiones con ventanas desde las que solo se ve la
lluvia y el cielo gris. Paisaje emocional más alicaído no se puede.
Así que hoy no voy a recomendar a Modiano, quizás mejor dejarlo para el otoño, cuando las
tardes de verano nos hayan dejado con ganas de paraguas y ansia
de ponernos ese abrigo con el que tan
bien nos sentimos. Será, sin duda, el
mejor momento para leer Flores de ruina, que ya con el título
nos avisa de lo que vamos a encontrar, y Perro de primavera, ambas novelas en la línea habitual film noir, con mucha gabardina y ganas de amargarnos el día.
El destino es muy listo
como decía la portera del edificio donde viví cuando era niña. El tiempo me ha
demostrado que el destino no es el nombre de un señor y que esa mujer conocía de la vida más de lo que aparentaba, teniendo en cuenta que no había
salido de un convento hasta cumplidos los sesenta años. El
destino siempre amaga una sorpresa, verbigracia,
la otra tarde, que no llovía, y hacía un calor anticipatorio del bochorno
mediterráneo que se nos echa encima, en una librería
convencional en la que entretenía una
espera, entre los estantes de best-sellers,
mazacotes de tapa dura, encontré un cuadernillo de
apenas setenta y cinco páginas, tamaño agenda
de teléfono, de las que en época predigital se llevaban en el bolso. Un niño perdido entre la multitud. Con razonable esperanza me hice con él: Libros
y libreros en la antigüedad. El autor es un escritor mexicano, Alfonso Reyes. La editorial es Fórcola, que no conocía y que empieza bien.
El libro es una versión
abreviada del que escribió H.L Pinner en 1948: The
world of books in classical antiquity. Qué diversión, qué placer la lectura de anécdotas y
erudiciones librescas que se remontan a griegos y romanos, contadas con
cierta sequedad, de acuerdo, pero
después de leer a Modiano ha sido como ir al baile de la Rosa y convertirme en la reina de la fiesta
después de haber estado podando un camposanto.
En su esforzada lucha por
ganarse el pan, los autores de hace más
de dos mil años son tan parecidos a los actuales, que una se pregunta la razón por la que tanta
gente persigue escribir libros y, lo más raro, que tengan la ilusión de vivir de la escritura.
Cuenta Alfonso Reyes que Juvenal
se refería a la “hueca fama” como único consuelo de los escritores, a
falta de contraprestaciones económicas suficientes para vivir con decoro. Y a
todo ello hay que añadir que ni había protección legal que amparase el derecho
de autor, ni el plagio tenía la consideración actual, de hecho, las
leyes de propiedad intelectual se remontan a poco más de de doscientos años.
Estaba tan asumido el plagio y la apropiación
de escritos, que el mismísimo Quintiliano cuando publicó sus clases, harto de ver sus palabras
en boca ajena, disculpaba esa mala costumbre de sus alumnos de la siguiente
manera: “creo que los jóvenes lo hicieron como prueba de su estimación hacia mí”
Sin contar los fraudes normales que debían soportar los escritores, por ejemplo, si era un famoso como Marcial, su nombre se estampaba en rollos escritos por otros que no gozaban de tanto aprecio popular. Otra argucia de los libreros de viejo consistía en meter semillas de ciertos cereales entre los rollo para dar apariencia de más antigüedad, incluso hubo alguno que intentó vender la Odisea original, en cómodos rollos muy decorativos.
¿Alguien se atreve a afirmar que hoy son tiempos difíciles para la literatura?