jueves, 24 de marzo de 2011


Sendero trillado es un cuento de Eudora Welty, la escritora estadounidense que mejor ha  reflejado la condición humana, no sólo la del sur de Estados Unidos, de donde era originaria.  Escribió y fotografió  una sociedad que conocía muy bien, en la que se mezcla mezquindad, vulgaridad, codicia pero también generosidad y amor. Los personajes de Welty no son exclusivos del Mississipi, de Morgana -que siempre huele a Magnolios-porque  la especie humana  comparte los mismos rasgos psicológicos. En Sendero Trillado, la vieja negra Phoenix se adentra por inhóspitos territorios y carreteras con la intención de llegar a la ciudad. Es Navidad y va a recoger una medicina imprescindible para su nieto. Después de un largo camino, Phoenix  no puede recordar la razón de su viaje, hasta que una moneda que le ofrece la enfermera, en un gesto caritativo, le  devuelve la memoria perdida. Tiene otra moneda que encontró en el camino,  dinero suficiente para comprarle a su nieto  un molinillo de papel. El molinillo lo llevará en la mano y la medicina ayudará al chiquillo a respirar y tragar por la garganta quemada por la lejía. 

Phoenix, la abuela negra, quizás no tenga nada que ver con la abuela del pobre demente que ocupó  el asiento de mi coche, pero ambas tienen en común que llegan al límite de sus fuerzas por el amor a un nieto, en el segundo caso,  un amor ciego y  descerebrado. Eso ocurrió un día en el que en una curva de la carretera que lleva a mi pueblo, una anciana encorvada y completamente vestida de negro, me hizo una señal con la mano, a la manera expeditiva de un guardia de la circulación. Antes de reflexionar ya había parado el coche y abierto la puerta para que la anciana subiera, pero en vez de ella,  un hombre de casi dos metros - no exagero- salió  desde detrás de un muro y se sentó  a mi lado. La viejecita, me dio las gracias varias veces, a la manera oriental, juntando las manos y bendiciendo la hora en la que se me ocurrió parar. Sin ánimo, ni cuerpo para negarme, reconocí al  hombre que acababa de salir del psiquiátrico y que unos años antes se había cargado  a un vecino del pueblo. En el dos caballos inicié la conducción más trepidante que haya realizado jamás en mi vida. Desde que empezó el viaje, el psicópata me miraba fijamente, cada vez más cerca de mi cara, su aliento pastillero me despeinaba mientras frenética y con la cuarta marcha a todo trapo, intentaba descubrir qué podía usar para defenderme ante el inminente ataque. Ahí fue cuando me derrumbé porque el mechero del coche era la única arma disponible, esa cosa del tamaño de un dátil debería  salvarme la vida. ¡imposible!  De pronto, un pájaro pasó volando frente al parabrisas, en ese instante supe que estaba a salvo porque grité: ¡un pájaro!  y señalé con el dedo al gorrión que revoloteaba a pocos metros, el trastornado siguió mi dedo, quedándose un rato ensimismado mirando por la ventana. En cuanto se cansó ,  volvió a las andadas, a medio palmo de mi cara, de manera, que grité: ¡un árbol!  y luego: ¡una mariposa!,  ¡un avión!  ¡una casa! y etc. Veinte minutos de enumeración de todo lo que se cruzaba ante nosotros , incluso inventé un caballo, dos ciervos, una vaca. Cada vez más deprisa, sin darle sosiego,  gritaba los objetos que se me iban ocurriendo y lo más asombroso es que por muy inverosímil que fuera, el pobre loco seguía mis indicaciones y al no ver ni la vaca, ni los ciervos, ni el caballo, decía entristecido: ¿dónde? yo no lo veo Fíjate bien, si es que no prestas atención, le contestaba. Ahora me remuerde la conciencia, tampoco hacía falta tanto cinismo.                     

Portada del libro de fotografías de Eudora Welty publicado en 1989.                                     

sábado, 12 de marzo de 2011



Tenía prevista que la  entrada de hoy  fuera un relato simpático sobre un psicópata que se cruzó en mi vida una tarde de primavera. Era un psicópata conocido, por lo tanto iba sobre aviso  cuando ocupó  el asiento  de mi coche y me ordenó que le condujera hasta el  pueblo X.  Contaré la historia otro día, porque el suceso  se  ha convertido  en una de mis anécdotas preferidas. Todo acabó bien, durante la media hora que duró el viaje  tuve la oportunidad de observar de reojo al pobre desgraciado -con un crimen en su historial- supe que quería ser bueno  y amaba los pajaritos (vivos).  Un cuento verídico al estilo de Eudora Welty, la escritora estadounidense a quien dedicaré  otra entrada.    

Las consecuencias del terremoto en Japón, en particular y la reflexión sobre  los desastres  que afectan la vida humana en general, son motivos suficientes para que aplace el relato autobiográfico a cambio de compartir mi  visión sobre cómo los seres humanos nos sobreponemos a circunstancias destructivas, catastróficas para nuestra vida. Pocos son los que sin haber experimentado un suceso extraordinario de tal calibre, puedan imaginar hasta que punto es maleable nuestra identidad. El dicho gitano: qué malos son los buenos comienzos, encierra una enorme verdad porque quienes no han tenido que batir el cobre para salir adelante,  echarán en falta la lección en la que la vida explica la materia  con la que estamos hechos los seres humanos. Y con eso no estoy diciendo que debamos educar a los niños como  si fueran personajes dickensianos o  que nos vayamos a la falda de un volcán  a esperar que nos alcance la lava ardiente.  No es necesaria la temeridad, el momento trágico  aparecerá en nuestra existencia, lo queramos o no.  ¿Y cómo reaccionaremos?  ¿Seremos capaces  de aplicar la alegre doctrina con la que juzgamos a los demás cuando  nos toque a nosotros? Cuando  escucho a alguien que critica con dureza a un pobre miserable, imagino qué hubiera hecho esa persona en las mismas circunstancias y  el saldo sale negativo. El yo haría, yo en su lugar habría hecho esto y lo de más allá, me produce urticaria porque revela una gran ignorancia sobre  lo muy vulnerables que somos y lo fácil que es destruirnos a nosotros mismo. Bueno,  esto tiene poco que ver con el terremoto de Japón y otras catástrofes. De nosotros, la Naturaleza y los fenómenos sobre los que no tenemos control  y que afectan la supervivencia humana, creo que no escribiré otro día. Dejo un enlace de Youtube de la canción que he estado escuchando mientras escribía esta entrada, como despedida del blog hasta la última semana de marzo. Hasta pronto.


 

Óleo de Lavinia Fontana, 1552-1614  pintora italiana del primer Barroco. El retrato es de la niña Antonietta Gonsaluss que padecía hipertricosis, una niña loba, que la pintora supo  retratar con cariño y en el que se aprecia la mirada inteligente de la criatura.      

viernes, 4 de marzo de 2011






Es lo que llevo en mi  de desconocido lo que me hace yo, frase que pronunció Monsieur Teste, pariente de Ulrich, el hombre sin atributos de Mussil, según refiere la novela  El mal de Montano, del escritor Enrique Vila-Matas.  Monsieur Teste pretendía escribir la vida de una teoría, como se hizo antes y también ahora,  con la vida de una pasión. Con tal objetivo  Monsieur Teste llenaba su diario personal con las vicisitudes de su mente,  sin salirse de la estrechez de lo que identificaba como su yo.
¿Cabe mayor horror –y error-  que andar observándose a una misma con el fin de  anotar la errática y absurda senda de los  pensamientos?
Durante una semana de mi vida me propuse escribir un diario, y dado mi  temperamento,  las anotaciones eran cada día más breves, menos introspectivas  y los  asuntos que reflejaba más anodinos hasta que el último día  del experimento anoté:  hoy me he levantado  a las siete –cosa normal si quería llegar al trabajo a las 8 de  la mañana- Al mediodía he comido con fulanito y menganita, la comida nos ha costado 1000 pesetas, pues era el menú económico. Durante la comida hemos hablado de lo muy imbécil que es X – en esa época nuestro jefe, en el diario omití el nombre real, eso ya dice mucho de la prudente manera, por no decir cobarde, con la que daba cuenta de las personas que me perturbaban, (cabreaban)  en mi  vida. Seguía el diario de este modo: al llegar a casa  encendí el aire acondicionado – era julio y estábamos a 30 grados a la sombra- se oyó un ronquido y luego  un estertor de muerte, las paletas se cimbrearon con la última bocanada de aire fresco  y luego el silencio anunció que el aparato acababa de dejarme en la  estacada-. Estas fueron las últimas y  ridículas palabras con las que quise expresar de manera literaria  una avería que costó un ojo de la cara.
Yo quería escribir como Anthony Powell, quería que mi diario fuera una crónica de las postrimerías –esta palabra ha quedado de miedo- de los años noventa, Una danza para la música del tiempo, a mi manera, con un estilo personal que diera cuenta de lo que era la Barcelona de los últimos años del siglo XX. A la vista está que no  tenía cualidades para tal empresa y, lo más importante, que en esos años el único suelo urbano que pisaba era el de Girona, el Call y sus alrededores. Y esa circunstancia, banal en apariencia, malogró  mi incipiente carrera de escritora verité.         


Hierarchy Aparences.  Rafal Olbinsky
American Gallery.