lunes, 29 de noviembre de 2010



El escritor Eric Ambler cuenta en sus memorias su aversión por las "giras" y, en particular, por  los debates con el público durante la presentación de sus novelas. Constató que la mayoría de provocadores eran  sanitarios: médicos, dentistas, quiroprácticos, aunque también abundaban los profesores de universidad.  Los lectores comunes, el tipo de gente que busca entretenerse con una buena novela de intriga, pues tal era el género que le hizo famoso, se conformaban con una dedicatoria y un breve intercambio de palabras, en su mayoría de agradecimiento  por los buenos ratos  pasado con la lectura de La máscara de Dimitros o cualquier otra novela. A quien temía de verdad  Eric Ambler era a esos otros individuos, dentistas, podólogos o profesoras de talleres creativos,  que esperaban el momento propicio para elevar la voz y preguntar sobre cuestiones literarias que le dejaban balbuceante y sin respuesta, bien porque no les entendía o porque ignoraba qué contestar. 
Hará una decena de años, asistí a un evento cultural en una prestigiosa institución de  Barcelona, el escritor, en esa ocasión un talludo poeta, un hombre sencillo y amable, tuvo que enfrentarse a los enemigos de la lírica y de la buena educación, con sus modestas armas: la inocencia y la autenticidad de su poesía. Muchas de las preguntas que le lanzaron -pues dardos envenenados eran- las contestó con un no sé qué decirle, yo sólo escribo en mi ratos libres, no sé qué significa y etcétera.  Aquel libro fue el único que le han publicado. Volviendo a Eric Ambler, un tímido y nada pretencioso escritor, quien afirmó que escribir era una manera  de ganarse la vida con  ingenio e imaginación, y no menor ni menos respetable que quien vive de su habilidad manual; él mismo, antes de ser escritor trabajó en muchos y variopintos oficios. ¡Ah!  me  olvidaba  de contar qué fue del poeta de un sólo libro, lo último que sé de él es que ha elegido este epitafio para su tumba:  si fuera capaz de decirte lo que significa no sería capaz de bailarlo. El poeta sigue vivo, la frase es de  Isadora Duncan, pero él no lo sabe.  

Pintura de Fred Tomasselli. Field Guides. Museo de arte moderno de San Francisco (SFMoMA)

sábado, 13 de noviembre de 2010

Camille Flammarion

La liseuse,  Jean-Jacques  Henner 1829-1905


Ya te dije en alguna ocasión que hay amores que matan y otros amores que ni fu ni fa. Estos últimos proporcionan cariño en la superficie, como el que se tiene a un periquito, sin esperar de él más que una ligera comprensión y compañía, amor que es el alpiste que sostiene la convivencia. Estamos de acuerdo, es mucho más saludable un amor de los segundos que el sinvivir de los primeros. ¿Te aburres? Me pides que vaya al grano, pues bien,   aunque sea sólo sea de oídas,  te sonará el astrónomo Camille Flammarion,  fundador de la Societé astronomique de France y responsable de dar el nombre de Amaltea a una de las lunas de Júpiter. ¡Ajá, ya salió! Sí, confieso que de ahí viene mi querencia por el personaje.

Claro que mi simpatía por Flammarion ni de lejos se acerca a la pasión que sintió la condesa de San Agnés por el astrónomo,  quien también fue muy curioso, un  diletante en raros conocimientos. La condesa murió joven y hermosa, una circunstancia que  Flammarion supo una día después del óbito.¿Qué? que diga muerte como todo el mundo, bien, pues murió la noble pero antes de la última exhalación le pidió a su médico de cabecera un favor. 
Mientras se celebraba el funeral de la condesa, el médico se dirigió al domicilio del astrónomo a quien no conocía, para entregarle un paquete. Flammarion notó un olor extraño, rompió el envoltorio y de la caja de fieltro cayó una larga tira de piel blanquísima: pertenecía a la espalda de la joven muerta. El sabio quedó horrorizado, como es natural, pero al conocer las circunstancias y naturaleza de ese regalo póstumo, lo aceptó y no sólo eso, sino que mandó encuadernar, por deseo de la condesa,  un ejemplar del libro Las Tierras del cielodel que era autor,  con la piel de quien tanto y con tan férrea obstinación le había amado desde niña, sin que jamás hubieran cruzado entre ellos  una palabra.
El libro acompañó a Camille Flammarion el resto de su vida, cuentan que lo tuvo siempre sobre su mesa de trabajo, nunca se separaba de él; cuando murió, el ejemplar desapareció. Las malas lenguas atribuyen a la celosa esposa del astrónomo la destrucción del regalo de amor eterno. O quizás existe y está a la espera de pasar a manos merecedoras de tal herencia. 


miércoles, 3 de noviembre de 2010

Polen


A young girl hiding behind a muff
Pintura de Pietro Antonio Rotari, 1707-1762.



Alergia al polen, por eso voy todo el día con el pañuelo, para evitar respirar esas minúsculas partículas que irritan la mucosa de mi nariz y entristecen mis ojos. 

Aquí estoy, ya me estáis viendo, frente a la pantalla, atenta, casi sin pestañear; lo veo todo un poco borroso, y aunque me gustaría salir a la calle ni lo intento, prefiero seguir en el trabajo, tedioso y absurdo. Con la mano izquierda voy rellenando las casillas que identifican a los morosos mientras que con la derecha me tapo media cara. 

De hecho, no soy alérgica, ni siquiera estornudo, al menos  estos días, pero esa es una buena excusa para evitar parlotear con mis compañeros. Yo le llamo  la técnica Ernesto, por el pretexto que ponía el personaje de Wilde para cancelar compromisos sociales desagradables. En mi caso, soy una solitaria, una insociable que necesita trabajar, por eso me inventé una  alergia que es un mal  moderno y agradecido porque no  es contagioso, que se sepa.  Es un pretexto perfecto que me libera de participar en reuniones y comidas de trabajo. A veces me quedo afónica por culpa de los ácaros que hay en la oficina, pero eso sólo ocurre en fechas señaladas cuando  a última hora se celebra un cumpleaños o  una fiesta de jubilación.

Ahora, mientras  miro la pantalla, veo de reojo como mi jefe mueve la cabeza disgustado, claro, le fastidia mi lentitud. Respondo con un  suspiro y aprieto contra mi boca el pañuelo que huele a rosa de Bulgaria, esencia que uso para perfumarme. Desde el calendario que reposa en mi mesa, en la hoja de noviembre, una castañera ofrece un cucurucho de papel de periódico, es una oportunidad que no dejo escapar,  huyo  de mi cubículo para ocupar la  otra silla vieja, detrás del asador de castañas.